Horror 7- Stephen King y otros

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Stephen King y Otros Horror 7 –Hermano, he de admitir que el muchacho tiene razón –dijo el predicador–. Si los dos van desnudos como Adán, entonces nadie podrá decir que las ropas del vencedor eran más ásperas que las del perdedor. Eso igualaría las cosas. Jug y yo nos quitamos la ropa y en cueros vivos nos quedamos allí de pie, como un par de idiotas. –Hermano Taggott –dijo entonces el predicador–, su edad le da derecho a intentarlo en primer lugar. –De acuerdo –repuse–, pero con la condición de que volvamos a untarla de grasa cuando mi turno haya acabado. No seré tan tonto como para llevarme toda la grasa y facilitarle así las cosas a Jug. El predicador asintió. –En ese caso –dijo–, ayudaré a aplicar otra capa de grasa. –Me lo imaginaba. Sacó del bolsillo un reloj enorme. –Este reloj pertenecía a un jugador. Lo utilizaba para cronometrar caballos. Al comprender lo errado de sus costumbres y salvarle, en señal de gratitud, me lo regaló a mí. Cada uno tendrá sesenta segundos exactos para atrapar a la niña. Hermano, antes de comenzar, sugiero que celebremos este evento tomándonos otro traguito de esa jarra que, según he comprobado, ha traído con usted. Le entregué la jarra, él se la llevó a la boca y se echó al coleto como un cuarto de litro. Cuando me la devolvió, yo hice otro tanto. Jug volvió a pedirme si podía beber un poco y yo le repetí que no. –¿Preparado, hermano Taggott? –me preguntó el predicador. –Preparado. Miró su reloj y gritó: –¡A por ella, pues! La muchacha echó a correr y yo fui tras ella. Cuando rodeamos en la esquina del bebedero de los cerdos, la así del hombro pero se me resbaló. Después, cuando pasábamos delante de la leña apilada, la agarré por la cintura y la tiré al suelo. Se me escapó de entre las manos como una rana. La apreté por los senos, pero se me soltaron de las manos como si fueran un par de melocotones pelados. Le hundí los dedos en el trasero, pero también se me resbalaron los dos cachetes. Traté de agarrarla por los muslos, pero mis manos se deslizaron a lo largo de sus piernas hasta las rodillas, luego hasta los tobillos, y la chica escapó. –¡Tiempo! –aulló el reverendo Simms. Yo iba cubierto de grasa de cerdo de la cabeza a los pies. Llevaba más grasa que la chica. –¡Has ganado, papá! –gritó Jug. –Todavía no –protesté –. A lo mejor empatamos. Volvamos a untar a la chica. El predicador nos echó una mano; esta vez, la muchacha vio dónde estaba la diversión, y todo el tiempo que nos pasamos untándola de grasa se lo pasó riendo y chillando. –¿Preparado, Jug? –preguntó el reverendo cuando terminamos la faena. –¡Sí, señor reverendo, y tan preparado! Que estaba preparado saltaba a la vista, tendría que haber estado ciego para no darme cuenta. El reverendo volvió a mirar el reloj y gritó: –¡Ya, muchacho! 78

Stephen King y Otros Horror 7 Salió tras ella como el sabueso tras la liebre. La chica lo hizo correr de lo lindo: hasta el retrete, y de vuelta hasta los pastizales de atrás. Entonces ella tropezó con una raíz, cayó boca abajo y Jug se le sentó encima. Él se aferró a ella como si de eso dependiera su vida. ¿Que si la chica no se retorció y luchó? ¡Aquí estoy yo para jurar que lo hizo! En un momento dado, estuvo a punto de escapársele, pero entonces la oímos chillar como un cerdo atascado y supuse que Jug la había clavado al suelo, tal como dijo que haría. ¿No lo entendéis? La culpa fue del licor de maíz. Me volvió tan torpe que no logré agarrarla bien. Pero Jug no había probado una sola gota del destilado casero. –Se ha acabado el tiempo y la chica sigue en el suelo –anunció el reverendo–. Supongo que gana el muchacho. Quiero decir, pierde. La chica seguía chillando como si la estuvieran matando. –¡Jug! –grité–. Suelta a la muchacha ahora mismo, ¿me has oído? –En seguida... papá... –me contestó, casi sin aliento. –¡Ahora mismo! –volví a gritar–. ¡Esa muchacha es mi futura esposa! –Con todo respeto, sugiero un enlace rápido –dijo el predicador–. ¿Qué le parece mañana por la mañana, a eso de las diez? No venga antes, porque a las nueve he de bautizar al hijo de Geer. –¿De Jed Geer? Creí que en la guerra le habían destrozado las partes. –Ya se lo dije en otra ocasión, y se lo vuelvo a repetir ahora, hermano Taggott: los designios del Señor son inescrutables. –Amén. ¿Jug? ¡Deja que la chica se levante! –Sí, papá. ¡Ya... ya acabo! Bueno, pues así fue como me comprometí con la criada que habíamos contratado. Lo de la boda fue otra historia. A la mañana siguiente, muy temprano, nos lavamos a fondo hasta quedar relucientes. Jug iba a hacerme de padrino. Ya estaba lo bastante crecido como para llevar el traje azul a rayas que yo usaba los domingos; en cuanto a mí, me puse el viejo traje negro con colas que cuelgan por atrás que perteneció al padre de la mamá de Jug. Lo heredé junto con la granja. Sólo me lo había puesto en dos ocasiones: para mi primera boda y cuando asistí al entierro de la mamá de Jug. Era mi deseo que me enterraran con ese mismo traje. Con mucho trabajo logramos meter a la muchacha en el viejo vestido blanco que había pertenecido a la mamá de Jug. Aquello fue como meter dos kilos de forraje en un saco de un kilo de capacidad. La mamá de Jug era una cosita delgaducha, mientras que la criada que habíamos contratado no lo era, lo puedo asegurar. Le quedaba bien y no pasaría nada con tal de que no se sentara, ni se agachase, ni respirara. También se puso los zapatos rojos. Estaba muy guapa. –Como para comérsela –comentó la señora Simms, cuando la vio de pie, en medio de la cocina, arreglada para la boda. La mujer del reverendo vino en el cacharro para llevar a la muchacha hasta la iglesia y entregarla en matrimonio. Yo y Jug tuvimos que ir en el carro. La esposa del reverendo dijo que no quedaba bien que llegásemos todos juntos, o alguna tontería parecida. Así que até el caballo al carro y yo y Jug partimos para la iglesia. Cuando llegamos, encontramos al reverendo Simms esperándonos en la puerta. –Buenos días, hermano Taggott. Está usted emperifollado como un pavo de Navidad. –Muy amable por su parte. 79

<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

–Hermano, he de admitir que el muchacho tiene razón –dijo el predicador–. Si los dos van desnudos<br />

como Adán, entonces nadie podrá decir que las ropas del vencedor eran más ásperas que las<br />

del perdedor. Eso igualaría las cosas.<br />

Jug y yo nos quitamos la ropa y en cueros vivos nos quedamos allí de pie, como un par de idiotas.<br />

–Hermano Taggott –dijo entonces el predicador–, su edad le da derecho a intentarlo en primer<br />

lugar.<br />

–De acuerdo –repuse–, pero con la condición de que volvamos a untarla de grasa cuando mi turno<br />

haya acabado. No seré tan tonto como para llevarme toda la grasa y facilitarle así las cosas a Jug.<br />

El predicador asintió.<br />

–En ese caso –dijo–, ayudaré a aplicar otra capa de grasa.<br />

–Me lo imaginaba.<br />

Sacó del bolsillo un reloj enorme.<br />

–Este reloj pertenecía a un jugador. Lo utilizaba para cronometrar caballos. Al comprender lo<br />

errado de sus costumbres y salvarle, en señal de gratitud, me lo regaló a mí. Cada uno tendrá sesenta<br />

segundos exactos para atrapar a la niña. Hermano, antes de comenzar, sugiero que celebremos este<br />

evento tomándonos otro traguito de esa jarra que, según he comprobado, ha traído con usted.<br />

Le entregué la jarra, él se la llevó a la boca y se echó al coleto como un cuarto de litro. Cuando<br />

me la devolvió, yo hice otro tanto. Jug volvió a pedirme si podía beber un poco y yo le repetí que<br />

no.<br />

–¿Preparado, hermano Taggott? –me preguntó el predicador.<br />

–Preparado. Miró su reloj y gritó:<br />

–¡A por ella, pues!<br />

La muchacha echó a correr y yo fui tras ella. Cuando rodeamos en la esquina del bebedero de<br />

los cerdos, la así del hombro pero se me resbaló. Después, cuando pasábamos delante de la leña apilada,<br />

la agarré por la cintura y la tiré al suelo. Se me escapó de entre las manos como una rana. La<br />

apreté por los senos, pero se me soltaron de las manos como si fueran un par de melocotones pelados.<br />

Le hundí los dedos en el trasero, pero también se me resbalaron los dos cachetes. Traté de agarrarla<br />

por los muslos, pero mis manos se deslizaron a lo largo de sus piernas hasta las rodillas, luego<br />

hasta los tobillos, y la chica escapó.<br />

–¡Tiempo! –aulló el reverendo Simms. Yo iba cubierto de grasa de cerdo de la cabeza a los pies.<br />

Llevaba más grasa que la chica.<br />

–¡Has ganado, papá! –gritó Jug.<br />

–Todavía no –protesté –. A lo mejor empatamos. Volvamos a untar a la chica.<br />

El predicador nos echó una mano; esta vez, la muchacha vio dónde estaba la diversión, y todo el<br />

tiempo que nos pasamos untándola de grasa se lo pasó riendo y chillando.<br />

–¿Preparado, Jug? –preguntó el reverendo cuando terminamos la faena.<br />

–¡Sí, señor reverendo, y tan preparado!<br />

Que estaba preparado saltaba a la vista, tendría que haber estado ciego para no darme cuenta.<br />

El reverendo volvió a mirar el reloj y gritó:<br />

–¡Ya, muchacho!<br />

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