Horror 7- Stephen King y otros

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Stephen King y Otros Horror 7 mecimos y esperamos sus efectos. Sólo tardaron cinco segundos en producirse. Como si un par de herraduras nos hubiera caído en la cabeza. –La puta madre... –dije yo. –Señor. Señor –murmuró el reverendo. –La muchacha tendrá que elegir –dijo cuando recuperó el aliento. Entonces fuimos y se lo preguntamos. Pero no hizo más que encogerse de hombros y poner expresión de tonta. –Tal como están las cosas, ¿por qué no lanzamos una moneda al aire? –preguntó el predicador. –No me parece justo –dije–. De ese modo todo depende de la suerte. Tendríamos que utilizar algo más parecido a un juego; algo que exija un poco de maña. –¿Tiene una baraja? –preguntó el reverendo. –No. –¿Y dados? –Tampoco. –Me alegra saber que su casa no guarda esos instrumentos del demonio, hermano Taggott, pero ¿cómo cuernos vamos a decidir entonces? Le contestó Jug: –Con esos juegos que montan en las ferias. Carreras de sacos. O atrapar al cerdito untado de grasa. –Estoy demasiado viejo para una carrera de sacos –protesté–. Me ganarías. –Pero no estás demasiado viejo para atrapar a un cerdo engrasado, papá. El año pasado lograste agarrar uno. Yo te vi. –El chico tiene razón –convine–. Los dos tenemos práctica en eso de atrapar cerdos engrasados. –Entonces sería un enfrentamiento justo –comentó el reverendo Simms. –Supongo. –La única pega es que no tenemos cerdos –dijo Jug. –¿Que no tienen cerdos? –inquirió el predicador. –Matamos al último la semana pasada –le expliqué, con un chasquido de los dedos; se me había olvidado por completo el detalle. –¡Espléndido! –exclamó el predicador–. Los problemas crecen y se multiplican. ¿Podríamos tomar un poco más de esa cosa, hermano? Quizá nos aclare la mente. Serví otros dos vasos de la jarra y nos los echamos al coleto. –Señor, Señor –dije. –La puta madre –masculló el reverendo. El licor no nos refrescó la mente, pero al parecer sí se la refrescó a Jug; quizá fuera el efecto del olor. El caso es que sugirió: –Reverendo, ¿y si engrasáramos a la muchacha? Bien, debo reconocer aquí y ahora que si el predicador y yo hubiéramos estado en estado nor- 76

Stephen King y Otros Horror 7 mal, la idea de Jug no hubiese pasado de ahí; pero, a aquellas alturas, los dos llevábamos entre pecho y espalda casi medio litro de aquel recio licor, así que no nos pareció tan mala. Todavía nos pareció mejor cuando tomamos otro par de vasos. Tal como el reverendo dijo, era muy apropiado. Al fin y al cabo, por decirlo de alguna manera, el premio iba a ser la chica, de modo que, ¿por qué no engrasarla a ella? Así que salimos todos y nos fuimos detrás del establo. Para entonces, el sol ya se había puesto, pero había luna llena; o sea, que veíamos bien. Si había algo que nos sobraba era grasa de cerdo. Jug y yo sacamos un barril. Tratamos de explicarle a la chica lo que hacíamos, pero no sé si nos entendió. Se portó bien y no se movió cuando Jug y yo le quitamos el vestido y la untamos de grasa desde la barbilla hasta la planta de los pies. Si nunca habéis untado grasa con vuestras propias manos por todo el cuerpo a una muchacha corpulenta y desnuda, os juro, aquí y ahora, que os habéis perdido algo bueno. En cuestión de nada, la muchacha estuvo tan resbaladiza como una trucha recién pescada. –¿Le parece que está lista, reverendo? –pregunté. –Supongo que sí. En ese momento, sentí algo muy extraño, como un temblor que me recorrió todo el cuerpo, y sin motivo alguno. Quizá fuera la luz de la luna, que hacía que todo pareciera frío y azul; como ya he dicho, había luna llena. Hasta la muchacha, así desnuda y brillante como un pez, parecía fría. Pero quizá fuera por otra causa. Porque recuerdo que pensé –al ver a Jug y al reverendo allí de pie, tan flacos y chupados, a la luz de la luna, y a sabiendas de que yo no tenía mejor aspecto que ellos–, recuerdo que pensé en la grasa que llevaba en las manos, la grasa con la que acababa de untar a la muchacha.... bueno, pensé que la habíamos sacado de los cerdos que matamos antes de tiempo porque se habían quedado muy flacos, pues nunca nos decidíamos a darles de comer, porque Jug y yo estábamos muy cansados de tanto cepillarnos a la criada... No sé si me entendéis, es como si aquella muchachita nos hubiese chupado las fuerzas y nos hubiera dejado esmirriados; nos había consumido a mí, a Jug y al predicador hasta dejarnos hechos unos trapos, y hasta se podía decir que había consumido a los cerdos hasta el punto de que tuvimos que sacrificarlos y convertirlos en grasa para untársela a ella por todo el cuerpo. Ella era el único ser de la granja que seguía saludable, relleno... Pero los pensamientos estúpidos como éste volaron de mi cabeza cuando el reverendo me habló. –Sí, hermano Taggott, supongo que la muchacha ha absorbido toda la grasa de cerdo que su dulce cuerpecito puede aguantar. –¡Entonces, empecemos, papá! –gritó Jug–. ¡Me muero por atrapar a esa chica entre mis brazos y clavarla al suelo! ¡Tengo tantas ganas que estoy a punto de reventar! –Pero antes –dijo el predicador–, hemos de establecer ciertas reglas. Normalmente, gana la persona que atrapa al cerdo. Pero si tenemos en cuenta que ni uno ni otro se siente demasiado ansioso por llevar a la muchacha al altar, puede que ninguno de los dos se esfuerce demasiado por atraparla. De modo que deberemos invertir las reglas. Quien atrape a la muchacha, la perderá. Y quien no la atrape, la ganará y habrá de casarse con ella. Aquello representó un obstáculo para mi plan, porque eso era justamente lo que yo pretendía: dejarla escapar adrede. Pero el predicador me ganó por la mano. –Reverendo, para que todo sea más justo –dijo Jug–, ¿no le parece que yo y mi papá deberíamos desnudarnos? –Vamos, Jug –protesté yo–. Estoy demasiado viejo para esas cosas. Además, hace un poco de fresco. 77

<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

mal, la idea de Jug no hubiese pasado de ahí; pero, a aquellas alturas, los dos llevábamos entre pecho<br />

y espalda casi medio litro de aquel recio licor, así que no nos pareció tan mala. Todavía nos pareció<br />

mejor cuando tomamos otro par de vasos. Tal como el reverendo dijo, era muy apropiado. Al<br />

fin y al cabo, por decirlo de alguna manera, el premio iba a ser la chica, de modo que, ¿por qué no<br />

engrasarla a ella?<br />

Así que salimos todos y nos fuimos detrás del establo. Para entonces, el sol ya se había puesto,<br />

pero había luna llena; o sea, que veíamos bien. Si había algo que nos sobraba era grasa de cerdo.<br />

Jug y yo sacamos un barril. Tratamos de explicarle a la chica lo que hacíamos, pero no sé si nos entendió.<br />

Se portó bien y no se movió cuando Jug y yo le quitamos el vestido y la untamos de grasa<br />

desde la barbilla hasta la planta de los pies. Si nunca habéis untado grasa con vuestras propias manos<br />

por todo el cuerpo a una muchacha corpulenta y desnuda, os juro, aquí y ahora, que os habéis<br />

perdido algo bueno. En cuestión de nada, la muchacha estuvo tan resbaladiza como una trucha recién<br />

pescada.<br />

–¿Le parece que está lista, reverendo? –pregunté.<br />

–Supongo que sí.<br />

En ese momento, sentí algo muy extraño, como un temblor que me recorrió todo el cuerpo, y sin<br />

motivo alguno. Quizá fuera la luz de la luna, que hacía que todo pareciera frío y azul; como ya he<br />

dicho, había luna llena. Hasta la muchacha, así desnuda y brillante como un pez, parecía fría.<br />

Pero quizá fuera por otra causa. Porque recuerdo que pensé –al ver a Jug y al reverendo allí de<br />

pie, tan flacos y chupados, a la luz de la luna, y a sabiendas de que yo no tenía mejor aspecto que<br />

ellos–, recuerdo que pensé en la grasa que llevaba en las manos, la grasa con la que acababa de untar<br />

a la muchacha.... bueno, pensé que la habíamos sacado de los cerdos que matamos antes de<br />

tiempo porque se habían quedado muy flacos, pues nunca nos decidíamos a darles de comer, porque<br />

Jug y yo estábamos muy cansados de tanto cepillarnos a la criada...<br />

No sé si me entendéis, es como si aquella muchachita nos hubiese chupado las fuerzas y nos<br />

hubiera dejado esmirriados; nos había consumido a mí, a Jug y al predicador hasta dejarnos hechos<br />

unos trapos, y hasta se podía decir que había consumido a los cerdos hasta el punto de que tuvimos<br />

que sacrificarlos y convertirlos en grasa para untársela a ella por todo el cuerpo. Ella era el único ser<br />

de la granja que seguía saludable, relleno...<br />

Pero los pensamientos estúpidos como éste volaron de mi cabeza cuando el reverendo me habló.<br />

–Sí, hermano Taggott, supongo que la muchacha ha absorbido toda la grasa de cerdo que su dulce<br />

cuerpecito puede aguantar.<br />

–¡Entonces, empecemos, papá! –gritó Jug–. ¡Me muero por atrapar a esa chica entre mis brazos<br />

y clavarla al suelo! ¡Tengo tantas ganas que estoy a punto de reventar!<br />

–Pero antes –dijo el predicador–, hemos de establecer ciertas reglas. Normalmente, gana la persona<br />

que atrapa al cerdo. Pero si tenemos en cuenta que ni uno ni otro se siente demasiado ansioso<br />

por llevar a la muchacha al altar, puede que ninguno de los dos se esfuerce demasiado por atraparla.<br />

De modo que deberemos invertir las reglas. Quien atrape a la muchacha, la perderá. Y quien no la<br />

atrape, la ganará y habrá de casarse con ella.<br />

Aquello representó un obstáculo para mi plan, porque eso era justamente lo que yo pretendía:<br />

dejarla escapar adrede. Pero el predicador me ganó por la mano.<br />

–Reverendo, para que todo sea más justo –dijo Jug–, ¿no le parece que yo y mi papá deberíamos<br />

desnudarnos?<br />

–Vamos, Jug –protesté yo–. Estoy demasiado viejo para esas cosas. Además, hace un poco de<br />

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