Horror 7- Stephen King y otros

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Stephen King y Otros Horror 7 una víbora estuviera observando a un pajarillo. –¿Cómo se llama, señorita? –le preguntó. La muchacha se lo dijo–. ¿Le gusta vivir en la granja de los Taggot? La chica asintió con la cabeza. La señora Simms la perforó con los ojos. Después, la agarró del brazo. –Está bastante gordita –observó–. Según parece, no la matan de hambre. En cambio, «a usted» se le ve muy demacrado, señor Taggott... La verdad, tenía razón. Estaba demacrado; casi en los huesos. Y a Jug le ocurría lo mismo. Como los cerdos, que se habían quedado tan flacos que nosotros dos estábamos siempre demasiado cansados para darles de comer. Entonces, la señora Simms me dijo algo raro en verdad. Todo mezclado con unas palabras que sonaban extranjeras, no como las de la criada que habíamos contratado, más bien sonaban a franchute, como el que hablaba mi viejo tío Maynard al volver de la guerra mundial, mamuasel de Armentiers, parlivú y cosas así. Lo que la señora Simms dijo sonó más o menos así: –La Bel dom son mer sí. – Luego lo repitió otra vez–: La Bel dom son mer sí te ha esclavizado. Dios se apiade de ti. –Amén –añadí. Y lo hice porque es lo que digo siempre cuando se menciona el nombre de Dios, sobre todo si lo menciona un predicador, o la esposa de un predicador. Con esto no quiero decir que supiese de qué hablaba. Supongo que sería algo de las Escrituras, porque aquella mujer tenía mucha educación. –Buenos días. señor Taggott –me dijo. Después dio media vuelta y se marchó cerrando de un golpazo la puerta mosquitera. Juro que respiré mucho mejor cuando oí que su cacharro se ponía en marcha y bajaba traqueteando por el camino. A partir de entonces, los problemas empezaron. Unos días más tarde, la chica me dijo que estaba preñada. –¿Qué? Ella asintió. –¿Estás segura? –pregunté. Me contestó por señas. –Jesús, María y José –repuse; después le pregunté–: ¿De quién es? No entendió mi pregunta. –El padre. El papá. El papaíto. ¿Yo? ¿Jug? «¿Quién?» La muchacha se encogió de hombros. Fue como un mazazo para mí. II Encontré a Jug en el granero, durmiendo como un tronco entre la paja. Le sacudí una patada en el trasero y se sentó más tieso que un palo. –¿Qué cuernos te pasa, papá? –gritó. –La criada tiene un bollo en el horno. 74

Stephen King y Otros Horror 7 –¡Qué bien! Porque tengo un hambre que me comería un oso con garras y todo. –¡Imbécil, que está preñada! –¡Jesús, María y José! –exclamó. –¿Qué vamos a hacer? –¿Me lo preguntas a mí? ¡Yo soy joven todavía! –¡Tienes edad suficiente para cepillarte a la chica! –¡Y tú tienes edad suficiente para saber lo que iba a pasar! –Muchacho, métete esto en la cabeza: alguien tendrá que casarse con ella. –¡Joder, papá, yo no quiero casarme! –Yo tampoco. Ya tuve bastante con casarme con tu madre cuando quedó preñada de ti. No me van a cazar por segunda vez. –Ahí está la cosa, papá.... tú ya estás acostumbrado. ¡No te pasará nada! –A ti tampoco te ocurrirá nada. Todo hombre que se precie debe casarse al menos una vez en su vida. Pero dos veces son demasiadas. Yo ya he cumplido. Ahora te toca a ti. –¡Joder, papá, el crío podría ser tuyo! ¡Eso lo convertiría en mi medio hermano! –¡Y si yo me casara con la chica y el crío fuera tuyo, yo sería el abuelo! En fin, muchacho, que nos hemos metido en un buen lío. En aquel momento, oí el cacharro del reverendo. –¿Qué día es hoy? –pregunté. –Viernes. –Volvamos a casa. Tenemos que hablar con el pastor. Al reverendo Simms no le entusiasmaba demasiado hablar con nosotros; él quería quedarse a solas con la chica para darle consejo espiritual.... hasta que le dimos la noticia. Quitó la mano del hombro de la muchacha como si se tratara de un hierro al rojo vivo. –Comprendo –dijo–. ¿Y qué piensa hacer? –Reverendo –respondí yo–, no hay muchas salidas. Tendrá que desposar a la chica. –¡Yo! –Quiero decir que deberá casarla con uno de nosotros dos, y por la iglesia, tal como está mandado. –Ah, ya –dijo, como si le faltaran las fuerzas. –Pero ¿cuál de nosotros? –pregunté. –¿Cuál? Pues, el que... el que... –Y ahí se detuvo en seco para rascarse la cabeza–. Ah, ya comprendo el problema. Nos quedamos en la cocina durante un rato, sin decir palabra. Después, saqué una jarra con licor de maíz. Le serví un vaso al reverendo (que estaba pálido como un muerto) y escancié otro para mí. –Papá, ¿no puedo tomar un poco? –preguntó Jug. –Eres muy joven todavía –contesté. El predicador y yo levantamos los vasos, nos metimos el licor entre pecho y espalda, nos estre- 75

<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

una víbora estuviera observando a un pajarillo.<br />

–¿Cómo se llama, señorita? –le preguntó. La muchacha se lo dijo–. ¿Le gusta vivir en la granja<br />

de los Taggot?<br />

La chica asintió con la cabeza. La señora Simms la perforó con los ojos. Después, la agarró del<br />

brazo.<br />

–Está bastante gordita –observó–. Según parece, no la matan de hambre. En cambio, «a usted»<br />

se le ve muy demacrado, señor Taggott...<br />

La verdad, tenía razón. Estaba demacrado; casi en los huesos. Y a Jug le ocurría lo mismo. Como<br />

los cerdos, que se habían quedado tan flacos que nos<strong>otros</strong> dos estábamos siempre demasiado<br />

cansados para darles de comer.<br />

Entonces, la señora Simms me dijo algo raro en verdad. Todo mezclado con unas palabras que<br />

sonaban extranjeras, no como las de la criada que habíamos contratado, más bien sonaban a franchute,<br />

como el que hablaba mi viejo tío Maynard al volver de la guerra mundial, mamuasel de Armentiers,<br />

parlivú y cosas así. Lo que la señora Simms dijo sonó más o menos así:<br />

–La Bel dom son mer sí. – Luego lo repitió otra vez–: La Bel dom son mer sí te ha esclavizado.<br />

Dios se apiade de ti.<br />

–Amén –añadí.<br />

Y lo hice porque es lo que digo siempre cuando se menciona el nombre de Dios, sobre todo si lo<br />

menciona un predicador, o la esposa de un predicador. Con esto no quiero decir que supiese de qué<br />

hablaba. Supongo que sería algo de las Escrituras, porque aquella mujer tenía mucha educación.<br />

–Buenos días. señor Taggott –me dijo.<br />

Después dio media vuelta y se marchó cerrando de un golpazo la puerta mosquitera.<br />

Juro que respiré mucho mejor cuando oí que su cacharro se ponía en marcha y bajaba traqueteando<br />

por el camino.<br />

A partir de entonces, los problemas empezaron.<br />

Unos días más tarde, la chica me dijo que estaba preñada.<br />

–¿Qué?<br />

Ella asintió.<br />

–¿Estás segura? –pregunté. Me contestó por señas.<br />

–Jesús, María y José –repuse; después le pregunté–: ¿De quién es?<br />

No entendió mi pregunta.<br />

–El padre. El papá. El papaíto. ¿Yo? ¿Jug? «¿Quién?»<br />

La muchacha se encogió de hombros. Fue como un mazazo para mí.<br />

II<br />

Encontré a Jug en el granero, durmiendo como un tronco entre la paja. Le sacudí una patada en<br />

el trasero y se sentó más tieso que un palo.<br />

–¿Qué cuernos te pasa, papá? –gritó.<br />

–La criada tiene un bollo en el horno.<br />

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