Horror 7- Stephen King y otros

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Stephen King y Otros Horror 7 –La cuestión es que tal vez a la chica no le haga gracia ir a un orfanato. Le gusta esto. –Eso no importa. Es por su propio bien. –Ya lo sé. Pero ¿cómo voy a explicárselo? Apenas habla inglés; además, es más bruta que un arado. –Hermano, la fe mueve montañas. –Amén. ¿Sabe una cosa? Creo que será mejor que le hable usted. –Buena idea. –No sé, al ser usted un hombre de iglesia... –Muy bien, hermano. Estoy de acuerdo. Si fuera tan amable de conducirme hasta ella, aclararé las cosas. –Pase, reverendo. –Le llevé a la cocina y le serví una taza de café–. Siéntese un momento, que voy a decirle a la chica que está aquí. Ella estaba en el dormitorio, descansando; como pude, le conté lo del reverendo y para qué estaba en la granja. Bueno, para ser sincero, no era verdad que no hablara inglés. Cuando yo y Jug llegamos a conocerla mejor, logramos entendernos con ella; además, la chica había aprendido algo de inglés y nosotros unas cuantas palabras de su lengua, y entre eso y las señas, incluso podíamos conversar. Le hice entender lo que el predicador se proponía, y luego bajé otra vez a la cocina. –La encontrará arriba, reverendo. Le espera. Es toda suya. –Gracias, hermano Taggott. La suya es una actitud muy encomiable. –Yo quiero hacer lo que está bien, nada más. Y el reverendo subió. Permaneció arriba una media hora. Cuando bajó, la chica no lo acompañaba. –¿No se marcha con usted? –pregunté. –Hermano Taggott, los designios del Señor son inescrutables. –Amén. –Y pueden pasar a través de una chiquilla. –Una verdad indiscutible. –Esa niña sencilla y sincera de ahí arriba me ha enseñado, a pesar de su incultura, que existen unos designios más elevados que los del hombre. Es la ley de Dios y del Amor. –¡Aleluya! –Según las leyes de los hombres, la chica debe ir al orfanato. Pero ¿puede una institución tan fría como ésa ofrecerle Amor? ¿Puede darle el sencillo calor humano que recibe en esta casa? –Claro que no. –En efecto, hermano. Por eso he decidido que la niña debe quedarse aquí, bajo su tutela. –Lo que usted diga, reverendo. –Pero debo imponer una condición. –¿Cuál? –Es verdad que usted puede cubrir casi todas las necesidades materiales de esa niña. Le da una casa. Un techo para guarecerse de la lluvia. Comida con que alimentar su cuerpo. Y ese Amor tan 72

Stephen King y Otros Horror 7 importante al que acabo de referirme. La única cosa que no puede usted proporcionarle, hermano Taggot, es consejo espiritual. De manera que la cuestión es ésta: permitiré que la chica se quede con usted, «siempre y cuando» yo pueda venir y verla a solas, para darle orientación espiritual. Digamos... una vez a la semana; ¿qué le parece? –¿Qué tal el viernes por la noche, después de cenar? –Muy bien. Me va estupendamente. Cuando se dirigió hacia la puerta, me acordé de una cosa y le pregunté: –Oiga, reverendo, ¿y la señora Simms? –Yo me encargaré de ella, no se preocupe. Después de aquello, las cosas marcharon bastante bien durante un tiempo. Yo y Jug estábamos contentos. La chica que habíamos contratado no se quejaba. Cada viernes, después de la cena, aparecía el reverendo, se la llevaba a un sitio apartado y la aconsejaba espiritualmente durante unos veinte minutos. La vida fluía como el agua de un arroyo. Hasta que un día, la señora Simms se presentó en la granja en aquel cacharro. Se detuvo justo delante de mí y me miró de frente, con aquellas chapas de botella de Coca-Cola que tenía por ojos. No quiero decir con esto que fuera fea. Aquel rostro habría parecido muy atractivo en un hombre. Pero en una mujer, no encajaba. –Señor Taggot... Tenía una voz muy parecida a la de Dewey Elgin, el bajo del coro de la iglesia. –Señora. –Esa chica a la que mi marido ha estado aconsejando espiritualmente... –Sí, señora. –Quiero verla. –Muy bien. Si tiene la bondad de seguirme... Se apeó del cacharro y me siguió de cerca mientras me dirigía hacia la casa. Me tenía preocupado lo que pudiera ver en ella. Si la criada que habíamos contratado estaba arriba con Jug, no habría problemas, porque tendría tiempo más que suficiente para hacer salir a Jug por la puerta lateral y preparar a la chica para que estuviera presentable, antes de que la esposa del reverendo le echara una ojeada. Pero si la muchacha se encontraba en la cocina, fregando platos o limpiando los fogones, era probable que estuviese tan desnuda como Dios la trajo al mundo. Le había dado por pasearse en cueros por la casa casi todo el tiempo. No se lo recrimino. En vista de cómo estaban las cosas entre ella. Jug y yo, no valía la pena que se molestara en vestirse. Me adelanté a la señora Simms, me dirigí rápidamente al porche trasero y entré en la cocina. No hubo problemas. La chica llevaba un vestido. Incluso se había calzado. Me intrigó saber de dónde habría sacado los zapatos, hasta que me acordé de que pertenecieron a la mamá de Jug. Eran unos zapatos de vestir que se había comprado en cierta ocasión. De color rojo brillante. Con unos tacones de cinco centímetros y una abertura delante por donde se le veían los dedos. Con aquellos zapatos, las piernas de la chica se veían más bonitas que de costumbre, y estuve a punto de pedirle que se los quitara y los escondiera debajo del fregadero cuando detrás de mí oí cerrarse de golpe la puerta mosquitera y sentí aquella mirada tan fría clavada en mi nuca. –Muchacha, ha venido a verte la señora Simms –dije–. Muy amable de su parte, ¿no te parece? La señora Simms miró a la chica de la cabeza a los pies. Puedo jurar que aquello fue como si 73

<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

importante al que acabo de referirme. La única cosa que no puede usted proporcionarle, hermano<br />

Taggot, es consejo espiritual. De manera que la cuestión es ésta: permitiré que la chica se quede con<br />

usted, «siempre y cuando» yo pueda venir y verla a solas, para darle orientación espiritual. Digamos...<br />

una vez a la semana; ¿qué le parece?<br />

–¿Qué tal el viernes por la noche, después de cenar?<br />

–Muy bien. Me va estupendamente.<br />

Cuando se dirigió hacia la puerta, me acordé de una cosa y le pregunté:<br />

–Oiga, reverendo, ¿y la señora Simms?<br />

–Yo me encargaré de ella, no se preocupe.<br />

Después de aquello, las cosas marcharon bastante bien durante un tiempo. Yo y Jug estábamos<br />

contentos. La chica que habíamos contratado no se quejaba. Cada viernes, después de la cena, aparecía<br />

el reverendo, se la llevaba a un sitio apartado y la aconsejaba espiritualmente durante unos<br />

veinte minutos. La vida fluía como el agua de un arroyo.<br />

Hasta que un día, la señora Simms se presentó en la granja en aquel cacharro. Se detuvo justo<br />

delante de mí y me miró de frente, con aquellas chapas de botella de Coca-Cola que tenía por ojos.<br />

No quiero decir con esto que fuera fea. Aquel rostro habría parecido muy atractivo en un hombre.<br />

Pero en una mujer, no encajaba.<br />

–Señor Taggot...<br />

Tenía una voz muy parecida a la de Dewey Elgin, el bajo del coro de la iglesia.<br />

–Señora.<br />

–Esa chica a la que mi marido ha estado aconsejando espiritualmente...<br />

–Sí, señora.<br />

–Quiero verla.<br />

–Muy bien. Si tiene la bondad de seguirme...<br />

Se apeó del cacharro y me siguió de cerca mientras me dirigía hacia la casa. Me tenía preocupado<br />

lo que pudiera ver en ella. Si la criada que habíamos contratado estaba arriba con Jug, no habría<br />

problemas, porque tendría tiempo más que suficiente para hacer salir a Jug por la puerta lateral y<br />

preparar a la chica para que estuviera presentable, antes de que la esposa del reverendo le echara<br />

una ojeada. Pero si la muchacha se encontraba en la cocina, fregando platos o limpiando los fogones,<br />

era probable que estuviese tan desnuda como Dios la trajo al mundo. Le había dado por pasearse<br />

en cueros por la casa casi todo el tiempo. No se lo recrimino. En vista de cómo estaban las cosas<br />

entre ella. Jug y yo, no valía la pena que se molestara en vestirse.<br />

Me adelanté a la señora Simms, me dirigí rápidamente al porche trasero y entré en la cocina. No<br />

hubo problemas. La chica llevaba un vestido. Incluso se había calzado. Me intrigó saber de dónde<br />

habría sacado los zapatos, hasta que me acordé de que pertenecieron a la mamá de Jug. Eran unos<br />

zapatos de vestir que se había comprado en cierta ocasión. De color rojo brillante. Con unos tacones<br />

de cinco centímetros y una abertura delante por donde se le veían los dedos. Con aquellos zapatos,<br />

las piernas de la chica se veían más bonitas que de costumbre, y estuve a punto de pedirle que se los<br />

quitara y los escondiera debajo del fregadero cuando detrás de mí oí cerrarse de golpe la puerta<br />

mosquitera y sentí aquella mirada tan fría clavada en mi nuca.<br />

–Muchacha, ha venido a verte la señora Simms –dije–. Muy amable de su parte, ¿no te parece?<br />

La señora Simms miró a la chica de la cabeza a los pies. Puedo jurar que aquello fue como si<br />

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