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<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />
Bueno, pues la chica no supo qué decir. La boca se le abrió como una pala mecánica. De todos<br />
modos, ni siquiera sabía hablar inglés. Y echó a correr.<br />
Pero corrió hacia donde no debía. Se dirigió hacia el granero. Ése fue su gran error. Yo me<br />
quedé en la casa todo el rato, tomando café en la cocina, y desde allí oí sus gritos. Chillaba como un<br />
gorrino atascado. Después de aquello, los dos siguieron como una casa en llamas. La madre de Jug<br />
había muerto al nacer el chico, pobre. Yo la quería mucho. Está enterrada en el pastizal de atrás, debajo<br />
del olmo grande. Yo mismo crié a Jug. Tal vez por eso salió tan salvaje, no tuvo una madre<br />
que lo amansara y le enseñase modales. Jug no era su nombre verdadero. Yo lo llamaba así por sus<br />
orejas 4 .<br />
Un día, la criada que habíamos contratado se me acercó, y en su inglés chapurreado me dijo que<br />
no le daba tiempo a hacer el trabajo, porque no podía quitarse a Jug de encima. Hablé con el muchacho.<br />
–Papá –me dijo–, cuando veo a esa chica pasar por delante de mí, con ese vestido fino y esas<br />
piernas, esta puñetera cosa se me levanta como la cola de un zorro y no puedo hacer nada más que<br />
agarrarla y metérsela.<br />
En aquel momento, la muchacha pasó por delante de la ventana, cargada con un cubo, y cuando<br />
vi de qué forma se le movía el trasero debajo del vestido, entendí lo que Jug quería decir. La mañana<br />
era fresca, y los pezones empujaban contra la tela como un par de cartuchos de escopeta.<br />
–Ve a dar de comer a los cerdos –dije al muchacho–, que yo hablaré con la chica.<br />
Jug salió disparado y yo también hice lo mismo, pero detrás de la chica. La alcancé cerca de la<br />
bomba y le dije que se tomara un descanso y volviese a la casa a beber una taza de café.<br />
Cuando estaba sentada en la cocina, tomándose el café, a mí me dio por pensar en mi vida, y en<br />
lo solo que me encontraba. Y no paraba de mirar aquellas piernas de quince años, suaves y firmes.<br />
Y los senos. Y sus grandes ojos, azules y tontos.<br />
–Niña –dije–, me parece que te vendría bien un baño.<br />
Y buena falta que le hacía. Así que calenté un poco de agua y llené la tina allí mismo, en el centro<br />
de la cocina. Le dije que se quitara el vestido. Al principio, no quería; pero luego supongo que<br />
pensó que podía fiarse de mí porque yo era como un padre o algo así; me imagino que le parecería<br />
un hombre mayor. Bueno, el caso es que se quitó el vestido, y por Judas, qué cuerpo tenía la niña.<br />
Casi no lo podía creer. Le pedí que se metiera en la tina, y entonces cogí la barra de jabón casero,<br />
me arrodillé cerca de la tina y empecé a enjabonarla a conciencia. La lavé por delante y por detrás.<br />
Le lavé las piernas. Para entonces, yo estaba ya medio loco.<br />
Cuando salió de la tina, toda brillante y mojada, y con olor a jabón, no pude aguantarme más.<br />
Allí mismo, en el suelo de la cocina, sobre una toalla grande, me la cepillé; y en verdad os digo que<br />
aquello fue como una ciruela blandita y madura, calentita por el sol, y tan llena de jugo dulce que se<br />
partía por el medio. Hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer, y todo acabó antes de que<br />
pudiera decir ni pío.<br />
Después, la envolví con la toalla grande, me la llevé arriba, al dormitorio, y me la cepillé de<br />
nuevo, pero despacio y con calma esta vez.<br />
Claro que aquello no solucionó el problema. Más bien lo complicó. En lugar de perseguirla un<br />
moscardón, la perseguían dos. Cuando Jug no se la cepillaba, lo hacía yo. La chica no se quejaba,<br />
pero tampoco llevaba a cabo su trabajo. La granja se fue al carajo. Aunque la verdad es que nunca<br />
había sido una granja como Dios manda, apenas unas hectáreas, propiedad de mi mujer, por cierto.<br />
4 Jug: jarra, en inglés. (N. de la T.)<br />
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