Horror 7- Stephen King y otros

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Stephen King y Otros Horror 7 cabello suelto, segura de sí y de la noción que el cambio esperaba a la vuelta de la esquina. Se vio a sí misma y supo por qué había dejado a un marido y una empresa de abogados de Wall Street para poder enseñar las lecciones de aquellos quince años. El cambio no estaba allí, esperándola. El cambio se forjaba, a menudo a base de dolor, y nunca sin lucha. El estudiante tenía en sus manos las hojas arrugadas de una extraña polémica: «Sólo las mujeres se desangran: DePalma y la política del voyeurismo». En los ojos de Cameron se apreciaban las húmedas señales de la duda, pero no de las lágrimas; no, de las lágrimas, jamás. Cameron Blake alisó las hojas y le quitó el capuchón a su estilográfica roja. –¿Por qué no empezamos con Body Double? The Keep. Tallis bajó el volumen del estéreo y miró la pantalla vacía de su computadora con atención. Hacía dos horas que intentaba escribir, pero no lograba producir más que códigos indescifrables: palabras, oraciones, párrafos sin vida ni lógica. Por dentro sólo alcanzaba a sentir un silencio creciente. Volvió a mirar los recortes de periódico apilados prolijamente sobre su escritorio, sangriento testamento del poder de las palabras y las imágenes: la respuesta de Charles Manson a la llamada «Helter Skelter» de los Beatles; la obsesión con Taxi Driver casi había acabado con un presidente; padres que habían asesinado infinidad de criaturas en exorcismos de alcoba. Sacó del estante su última novela, Jeremiad, y se preguntó qué muertes habrían sido ensayadas en sus páginas. The Last House on the Left. El diputado James Stodder le dio la vuelta a la caja de cartón, y desparramó su contenido ante el joven abogado de la Unión Americana para las Libertades Civiles. Catalogó cuidadosamente cada elemento para el subcomité: fotos, conseguidas en el mercado negro, del cadáver desnudo de la actriz de televisión Lauren Hayes, tomadas por sus raptores momentos después de que la destriparan con un desplantador; una cinta de vídeo de la dos veces prohibida Apoteosi del Mistero, de Lucio Fulci; una película de ocho milímetros titulada Little Boy Snuffed, confiscada por el FBI en la trastienda de una librería para adultos de Pensacola, Florida; y un ejemplar de Requiem, novela de Clive Barker, del que arrancaron las páginas donde figuraban las escenas más ignominiosas. –Y ahora, díganme –pidió Stodder casi a gritos, con voz temblorosa–, ¿dónde terminan los hechos y empieza la ficción? Maniac. Rehnquist reguló el control del volumen, atraído por el montaje de escenas violentas que precedió al resumen del canal por cable C-SPAN sobre el subcomité Stodder. Un crítico cinematográfico agitaba un cartel medio roto, saboreando su aparición ante las cámaras. –Es la película más censurable que se haya filmado jamás –exclamó– . Lo que deberíamos preguntarnos es si la gente se siente tan molesta por la infamia del asesino o porque les es presentado bajo un criterio tan positivo y comprensivo. Rehnquist cambió de canal, primero lo puso en el que televisaban aquella serie tan famosa sobre policías, donde unos modernos polis del Departamento Antidroga rociaban a un narcotraficante con una interminable lluvia de balas; luego pasó a los telediarios, que mostraban los cuerpos apilados, como maderos, en una vía férrea muerta en El Salvador; y, finalmente, al canal MTV, donde Mick Jagger hacía cabriolas en las calles de una ciudad en ruinas, mientras cantaba una canción que hablaba de mucha sangre. Night of the Living Dead. Recordó que al principio no había cintas de vídeo. Que tampoco había 62

Stephen King y Otros Horror 7 clasificaciones X. ni etiquetas que advirtieran sobre las escenas de sexo y violencia, ni secuestro de libros de los estantes de las bibliotecas, ni comités ni investigaciones. Al principio había sueños incoloros. Se decía que había paz y prosperidad; y él durmió con esa inocente convicción hasta que una noche despertó en el asiento trasero de su coche, paralizado por la pesadilla en blanco y negro, el apocalipsis en vivo que se desarrollaba en la pantalla de un auto-cine. –Vienen por ti. Barbara –había advertido el actor. Pero Rehnquist supo que los zombies iban por él; las ventanas se sacudían, las puertas estallaban hacia dentro. Había aprendido que los muertos estaban vivos y tenían hambre –hambre de él–, y que a partir de entonces los sueños serían siempre en color rojo. Orgy of the Blood Parasites. El martillo volvió a golpear y a medida que los gritos se iban apagando, Tallis reanudó el alegato que había preparado. –Conforme a la legislación propuesta –leyó sin esperar a que se hiciera el silencio–, que la representación de la violencia constituya o no pornografía depende de la perspectiva adoptada por el escritor o el director de cine. Una historia que sea violenta, y que se limite a representar mujeres... – Dio un brinco al oír el renovado coro de indignados–, que se limite a representar mujeres, repito, en posiciones de sometimiento, estará expresamente prohibida, con independencia del valor político o literario de la obra en su conjunto. Por otra parte, una historia que represente a mujeres en posiciones de igualdad será legal, con independencia de cuan gráficas sean sus escenas de violencia. Esto... –Hizo una pausa y miró primero a James Stodder, luego a cada uno de los miembros del subcomité– , esto es control de pensamiento. Profondo Rosso. Widmark lo condujo entre las dos filas de periodistas apostados en el exterior del Edificio Rayburn. Tallis miró hacia el oeste, pero sólo vio una hilera tras otra de fachadas de mármol blanco. –Esto es un suicidio –dijo Widmark–. Te das cuenta, ¿verdad? Echa un vistazo. Esgrimió un sobre lleno de fotocopias de recortes de prensa y reseñas bibliográficas y luego le entregó a Tallis una carta en la que se detallaban las prolongadas supresiones que Barkley proponía para la nueva novela. Tallis rompió la carta por la mitad sin leerla y murmuró: –Necesito una copa. Luego, saludó con la mano a la rubia que lo esperaba unos peldaños más abajo. Nadie se había fijado en el joven con gafas de fina montura metálica, bañado por el rojo intenso del sol poniente. Quella Villa Accanto il Cimitero. Rehnquist había encontrado la respuesta en la primera plana del Washington Pos, mientras leía las notas sobre el último testimonio ante el iracundo subcomité Stodder. Allí, entre citas en negritas de un jefe de policía del Medio Oeste y de un psicoanalista con el inverosímil apellido de Freudstein, aparecía una borrosa fotografía con la siguiente etiqueta: PRO- FESORA CAMERON BLAKE, de GEORGETOWN, y la aclaración al pie decía: La violencia en libros y películas también puede ser real. Con nerviosa familiaridad, sus dedos siguieron el contorno de aquel rostro: el cabello rubio, los finos labios entreabiertos en una ansiosa advertencia, los grandes ojos negros de Barbara Steele. Cuando levantó la mano, sólo vio la negra mancha dejada en sus dedos por la letra impresa. Entonces supo lo que debía hacer. Reanimator. Compartieron un reservado en la cafetería del Capitol Hilton, y, mientras bebían 63

<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

cabello suelto, segura de sí y de la noción que el cambio esperaba a la vuelta de la esquina. Se vio a<br />

sí misma y supo por qué había dejado a un marido y una empresa de abogados de Wall Street para<br />

poder enseñar las lecciones de aquellos quince años. El cambio no estaba allí, esperándola. El cambio<br />

se forjaba, a menudo a base de dolor, y nunca sin lucha. El estudiante tenía en sus manos las<br />

hojas arrugadas de una extraña polémica: «Sólo las mujeres se desangran: DePalma y la política del<br />

voyeurismo». En los ojos de Cameron se apreciaban las húmedas señales de la duda, pero no de las<br />

lágrimas; no, de las lágrimas, jamás. Cameron Blake alisó las hojas y le quitó el capuchón a su estilográfica<br />

roja.<br />

–¿Por qué no empezamos con Body Double?<br />

The Keep. Tallis bajó el volumen del estéreo y miró la pantalla vacía de su computadora con<br />

atención. Hacía dos horas que intentaba escribir, pero no lograba producir más que códigos indescifrables:<br />

palabras, oraciones, párrafos sin vida ni lógica. Por dentro sólo alcanzaba a sentir un silencio<br />

creciente. Volvió a mirar los recortes de periódico apilados prolijamente sobre su escritorio,<br />

sangriento testamento del poder de las palabras y las imágenes: la respuesta de Charles Manson a la<br />

llamada «Helter Skelter» de los Beatles; la obsesión con Taxi Driver casi había acabado con un presidente;<br />

padres que habían asesinado infinidad de criaturas en exorcismos de alcoba. Sacó del estante<br />

su última novela, Jeremiad, y se preguntó qué muertes habrían sido ensayadas en sus páginas.<br />

The Last House on the Left. El diputado James Stodder le dio la vuelta a la caja de cartón, y desparramó<br />

su contenido ante el joven abogado de la Unión Americana para las Libertades Civiles. Catalogó<br />

cuidadosamente cada elemento para el subcomité: fotos, conseguidas en el mercado negro,<br />

del cadáver desnudo de la actriz de televisión Lauren Hayes, tomadas por sus raptores momentos<br />

después de que la destriparan con un desplantador; una cinta de vídeo de la dos veces prohibida<br />

Apoteosi del Mistero, de Lucio Fulci; una película de ocho milímetros titulada Little Boy Snuffed,<br />

confiscada por el FBI en la trastienda de una librería para adultos de Pensacola, Florida; y un ejemplar<br />

de Requiem, novela de Clive Barker, del que arrancaron las páginas donde figuraban las escenas<br />

más ignominiosas.<br />

–Y ahora, díganme –pidió Stodder casi a gritos, con voz temblorosa–, ¿dónde terminan los<br />

hechos y empieza la ficción?<br />

Maniac. Rehnquist reguló el control del volumen, atraído por el montaje de escenas violentas<br />

que precedió al resumen del canal por cable C-SPAN sobre el subcomité Stodder. Un crítico cinematográfico<br />

agitaba un cartel medio roto, saboreando su aparición ante las cámaras.<br />

–Es la película más censurable que se haya filmado jamás –exclamó– . Lo que deberíamos preguntarnos<br />

es si la gente se siente tan molesta por la infamia del asesino o porque les es presentado<br />

bajo un criterio tan positivo y comprensivo.<br />

Rehnquist cambió de canal, primero lo puso en el que televisaban aquella serie tan famosa sobre<br />

policías, donde unos modernos polis del Departamento Antidroga rociaban a un narcotraficante con<br />

una interminable lluvia de balas; luego pasó a los telediarios, que mostraban los cuerpos apilados,<br />

como maderos, en una vía férrea muerta en El Salvador; y, finalmente, al canal MTV, donde Mick<br />

Jagger hacía cabriolas en las calles de una ciudad en ruinas, mientras cantaba una canción que<br />

hablaba de mucha sangre.<br />

Night of the Living Dead. Recordó que al principio no había cintas de vídeo. Que tampoco había<br />

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