Horror 7- Stephen King y otros

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Stephen King y Otros Horror 7 ke? Cannibal Ferox. Recuerdo: la lluvia iracunda caía sobre Times Square desperdigando la Marcha de Mujeres contra la Pornografía y obligándolas a refugiarse en el abrazo irónico de las entradas de unos teatros mal iluminados. Ella se refugió debajo del cartel de una de esas películas sucias. «¡Hazlas morir lentamente!», gritaba el cartel, y a manera de reflexión posterior añadía: «¡La película más violenta jamás vista!». Y mientras esperaba en las súbitas sombras, aferrada a la pancarta cuyas letras en tinta roja se habían diluido hasta formar una especie de herida, estudiaba los rostros que emergían del vestíbulo del cine de sesión continua: los mordaces jóvenes negros salían entre gritos y empujones para volver a las calles: la pareja de mediana edad se abría paso, abrumada, entre la inesperada avalancha de mujeres de rostro adusto: y. finalmente, el joven solo, que llevaba una novela de tapa dura de Thomas Tallis aferrada contra el pecho. Sus ojos fugitivos, atrapados tras las gafas de fina montura metálica, parecían advertirle a Cameron Blake de la existencia de algún peligro, mientras ella seguía en compañía de sus hermanas, con la esperanza de chafarles la noche. Dawn of the Dead. En el centro comercial, los carteles de las películas provocaban a Rehnquist con el sueño californiano del sexo casual, cocido por el sol: el tedio adolescente volvía a reinar otro verano más en el cuádruplex. En cambio, visitó la biblioteca de vídeos y recorrió las estanterías de las películas de terror, cada vez más despobladas –cada caja rota era un ladrillo en la pared de su defensa–, y se preguntó qué haría cuando se hubieran marchado. En la caja, había visto una nota mimeografiada: PROTEJA SUS DERECHOS - LO QUE DEBE SABER SOBRE LA LEY h. r. 1762. Pero a él no le hacía falta saber lo que veía en ese mismo momento, al observar a los compradores de allá fuera, atrapados en el escalón temporal del sonambulismo suburbano. –Éste es un sitio importante de sus vidas –dijo, aunque sabía que nadie lo escuchaba. Eaten Alive. Mientras en la pantalla se reflejaba otra diapositiva (una pálida cautiva, atada a una cama, se retorcía en una polvorienta habitación de motel), Cameron Blake dijo: –Después de todo, lo importante de las mujeres que aparecen en estas películas, no es cómo se sienten, ni lo que hacen para ganarse la vida, ni lo que piensan del mundo que las rodea.... sino, simplemente, cómo se desangran. El proyector de diapositivas hizo «clic» y el público se quedó en silencio. La siguiente víctima se arqueaba sobre una improvisada mesa de trabajo, colgada de un gancho de carnicero que le había sido introducido en la vagina. Las húmedas entrañas cayeron, enroscadas, al suelo coloreado de sangre. Mientras los asombrados murmullos se elevaban en una protesta, desde el fondo de la sala de conferencias le llegó el inconfundible sonido de una risa. Friday the 13th. Había decidido alquilar un título favorito de vacaciones y ahora, en la pantalla de su televisor, la experta rubia con cuerpo de botella avanzaba vacilante por la playa iluminada por la luna, con los labios pintados fruncidos en una sonrisa de enterada. –Mátala, mamita, mátala –pronunció ella en un monótono y acompasado soliloquio al que él no tardó en unirse. La consabida virgen cayó ante ella, con las piernas abiertas en un sesgo invitador, y el hacha, allá en lo alto, dispuesta, con el filo reluciente y humedecido por un brillo de sangre. Rehnquist cerró los ojos; sabía que pronto visitaríamos la habitación del hospital donde la virgen yacía a salvo 60

Stephen King y Otros Horror 7 en la cama, mientras nos preguntábamos qué sería lo que continuaba al acecho en el lago Camp Crystal. En cambio, se imaginó un final distinto, uno sin secuelas, uno sin sangre, y supo que no le sería posible dejarlo estar. The Gates of Hell. La mañana en que se celebró la primera sesión sobre la ley H. R. 1762. Tallis subió la escalera que conducía al Edificio Rayburn para observar el apasionado desfile: el actor de películas de guerra señalaba con el dedo acusador del fariseo; los psiquiatras barbudos, oráculos susurrados de los modelos de agresión y estudios de impacto; los maestros de escuela y los ministros, cada uno de ellos con una historia de moralidad destruida; y luego las madres, los padres, las mujeres maltratadas, las víctimas de violaciones, los niños sometidos a abusos deshonestos, perdidos tras sus lágrimas y en busca de una causa, rogaban a los políticos que permanecían sentados como jueces solemnes. Vio, sin sorpresa, que Cameron Blake se encontraba entre ellos en la sala de plenos, como portavoz del silencio, de los olvidados, de los lastimados, los violados, los muertos repentinos. Halloween. Aquella noche, solo en su piso, Rehnquist se acurrucó junto a sus cintas de vídeo, calculó los minutos que cercenaría la cuchilla del censor. A veces, cuando cerraba los párpados, imaginaba historias y películas que nunca llegaron a filmarse y que ahora, quizá, jamás se concretarían. Mientras en su televisor fluctuaban las imágenes del último film de terror, observaba a la hija de la estrella en ciernes, arrinconada contra la pared: otra víctima presa de un visitante inoportuno: pero cuando la boca de la joven se abrió en un grito mudo, Rehnquist cerró los ojos, y la vio ocupar el lugar de su madre, heredera de aquella fatídica habitación del motel Bates, un desnudo a todo color atrapado detrás de la cortina de la ducha mientras la mano, empuñando el cuchillo de mango largo, asestó una puñalada tras otra. Y a medida que el cuerpo perfecto de la chica se apagaba deslizándose hacia las baldosas manchadas de sangre, Rehnquist abrió los ojos y con una sonrisa dijo: –Fue el negro, ¿no? Inferno. Mirando con severidad a las cámaras del telediario, el reverendo Wilson Macomber bajó la escalera de la iglesia Liberty Gospel de Clinton, Maryland. –No, amigos míos –dijo–. Hablo de nuestros hijos. Es su futuro lo que está en juego. Tengo una lista en mis manos... Los flashes destellaron y las minicámaras ofrecieron una panorámica general de los ansiosos asistentes, para tomar luego un primer plano del montón de troncos bañados con queroseno. De pronto, Macomber sonrió, y sus feligreses, con los brazos cargados de libros, revistas, cintas de vídeo y discos, sonrieron con él. El reverendo mostró un libro de bolsillo al objetivo de la cámara más cercana. –Éste será el que inicie la quema –dijo con una carcajada. Lanzó el libro a la pira que esperaba y con la claridad de la convicción inamovible proclamó: –Hágase la luz. Y las llamas ardieron hasta bien entrada la noche. Just Before Dawn. Cameron Blake se frotó los ojos y tuvo la impresión de que el dolor de cabeza se le avivaba y que luego desaparecía. Se dirigió hacia el estudiante graduado que esperaba junto a la puerta. Se vio a sí misma, quince años antes, cómodamente vestida con camiseta y tejanos, el 61

<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

en la cama, mientras nos preguntábamos qué sería lo que continuaba al acecho en el lago Camp<br />

Crystal. En cambio, se imaginó un final distinto, uno sin secuelas, uno sin sangre, y supo que no le<br />

sería posible dejarlo estar.<br />

The Gates of Hell. La mañana en que se celebró la primera sesión sobre la ley H. R. 1762. Tallis<br />

subió la escalera que conducía al Edificio Rayburn para observar el apasionado desfile: el actor de<br />

películas de guerra señalaba con el dedo acusador del fariseo; los psiquiatras barbudos, oráculos susurrados<br />

de los modelos de agresión y estudios de impacto; los maestros de escuela y los ministros,<br />

cada uno de ellos con una historia de moralidad destruida; y luego las madres, los padres, las mujeres<br />

maltratadas, las víctimas de violaciones, los niños sometidos a abusos deshonestos, perdidos tras<br />

sus lágrimas y en busca de una causa, rogaban a los políticos que permanecían sentados como jueces<br />

solemnes. Vio, sin sorpresa, que Cameron Blake se encontraba entre ellos en la sala de plenos,<br />

como portavoz del silencio, de los olvidados, de los lastimados, los violados, los muertos repentinos.<br />

Halloween. Aquella noche, solo en su piso, Rehnquist se acurrucó junto a sus cintas de vídeo,<br />

calculó los minutos que cercenaría la cuchilla del censor. A veces, cuando cerraba los párpados,<br />

imaginaba historias y películas que nunca llegaron a filmarse y que ahora, quizá, jamás se concretarían.<br />

Mientras en su televisor fluctuaban las imágenes del último film de terror, observaba a la hija<br />

de la estrella en ciernes, arrinconada contra la pared: otra víctima presa de un visitante inoportuno:<br />

pero cuando la boca de la joven se abrió en un grito mudo, Rehnquist cerró los ojos, y la vio ocupar<br />

el lugar de su madre, heredera de aquella fatídica habitación del motel Bates, un desnudo a todo color<br />

atrapado detrás de la cortina de la ducha mientras la mano, empuñando el cuchillo de mango largo,<br />

asestó una puñalada tras otra. Y a medida que el cuerpo perfecto de la chica se apagaba deslizándose<br />

hacia las baldosas manchadas de sangre, Rehnquist abrió los ojos y con una sonrisa dijo:<br />

–Fue el negro, ¿no?<br />

Inferno. Mirando con severidad a las cámaras del telediario, el reverendo Wilson Macomber<br />

bajó la escalera de la iglesia Liberty Gospel de Clinton, Maryland.<br />

–No, amigos míos –dijo–. Hablo de nuestros hijos. Es su futuro lo que está en juego. Tengo una<br />

lista en mis manos...<br />

Los flashes destellaron y las minicámaras ofrecieron una panorámica general de los ansiosos<br />

asistentes, para tomar luego un primer plano del montón de troncos bañados con queroseno. De<br />

pronto, Macomber sonrió, y sus feligreses, con los brazos cargados de libros, revistas, cintas de<br />

vídeo y discos, sonrieron con él. El reverendo mostró un libro de bolsillo al objetivo de la cámara<br />

más cercana.<br />

–Éste será el que inicie la quema –dijo con una carcajada. Lanzó el libro a la pira que esperaba y<br />

con la claridad de la convicción inamovible proclamó:<br />

–Hágase la luz.<br />

Y las llamas ardieron hasta bien entrada la noche.<br />

Just Before Dawn. Cameron Blake se frotó los ojos y tuvo la impresión de que el dolor de cabeza<br />

se le avivaba y que luego desaparecía. Se dirigió hacia el estudiante graduado que esperaba junto<br />

a la puerta. Se vio a sí misma, quince años antes, cómodamente vestida con camiseta y tejanos, el<br />

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