Horror 7- Stephen King y otros

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Stephen King y Otros Horror 7 En aquella situación, parecía como si el bicho estuviera mordisqueando y revolcándose sobre cuajarones de sangre: y mientras escarbaba en aquella pulpa informe con las patas traseras, me salpicó la cara de tomate. Por un momento, la náusea me invadió, pero, de algún modo, logré controlarme. ¿Cómo diablos se las habían arreglado para subir hasta allí? A menos que pudieran volar. La idea me sacudió como una descarga eléctrica. De un momento a otro podían crecerles alas. –Es el colmo –dije a los animales. Necesitaba hacer algo de inmediato. Junto a mi banco de trabajo tenía un cubo de basura en el que sabía que cabrían todos. Vacié el cubo de virutas de madera y el aserrín y regresé con rapidez junto al nido. La náusea me invadió en oleadas y la sangre me latía en las sienes cuando quité a los dos bichos de la estantería y saqué del nido al resto, uno por uno, para dejarlos caer en el cubo. Era como manipular pedazos de carne podrida, olían de un modo horrible, y su pestilencia parecía acentuarse y aumentar con el crecimiento y su apetito voraz. Sí; crecían a ojos vistas. Continuaban siendo más pequeños que los gatitos normales, pero el aumento de tamaño era apreciable. No se trataba de mi imaginación. ¿O sí? Tuve que encargarme también de los restos de Harriet; de pronto, la pérdida de la gata me pareció lo peor que me había ocurrido en la vida. Se me saltaron las lágrimas; entonces supe que ya no actuaba de una manera racional, sino que lo hacía impulsado por instintos y emociones que ignoraba que llevaba dentro. ¿Qué diablos iba a contarles a los niños? ¿Qué le diría a Jean? Entonces, la obsesión por contarlos me asaltó. Decidí que debía contar los bichos varias veces para asegurarme de que estaban todos. En la camada original había cinco bestias, más la que yo había traído del garaje de George... Seis en total. «Sí –me dije–, en el cubo hay seis. Uno, dos, trescuatrocincoseis. ¡Maldita sea, seis! Cuéntalos despacio. Asegúrate de que no te falta ninguno. Unodostres. Cuatrocinco. Seis. ¿No habré contado dos veces a aquél?» Seis cosas. Un perro. Ningún gato. Seis cosas. Dos niños. Una esposa. Seis... «George, por favor, cuéntalos tú por mí. Él se alegrará de contarlos.» Estaba demasiado ofuscado y tenía la vista demasiado nublada como para saber qué hacía. «Debo salir de prisa –me dije–, o de lo contrario, esas cosas me vencerán.» Cuando miré fijamente en el interior del cubo y vi retorcerse aquellas cosas, noté que la voluntad se me iba debilitando; entonces, de repente, sentí otra emoción nueva: el ansia de matar. De un golpe, le puse la tapa al cubo y la fijé con unos trozos de cinta adhesiva para que aquellas cosas no se salieran y pudieran llegar al garaje de George. George me esperaba fuera. Sin necesidad de preguntarle, supe que no había logrado salvar a su perra. Parecía indefenso. –¿Qué llevas ahí dentro? –preguntó en voz baja. –¿Qué diablos crees tú que llevo? Los tengo a «todos» aquí metidos. –¿Y qué vas a hacer? –Algo, y de prisa, George. Tenemos que destruirlos antes de que crezcan demasiado. ¿Es que no lo entiendes? No tenemos elección. Se miró fijamente la mancha del brazo, donde lo habían mordido. Estaba hinchada y le supuraba, era una sustancia verdosa, parecida al pus, que olía a podrido. 56

Stephen King y Otros Horror 7 –Me duele –dijo George. –Ya sé que te duele. Te llevaré a que te vea un médico..., en cuanto nos hayamos encargado de estas cosas. ¿De acuerdo? ¿Me estás escuchando? Me lanzó una mirada inexpresiva, como si no hubiese entendido. Dejé el cubo en el suelo, lo agarré por los hombros y lo sacudí. –¡Vuelve en ti, George! ¡Tienes que ayudarme! –¡Oye! Déjame en paz. Me apartó los brazos, se sentó en el suelo, junto al garaje, se tapó el rostro con las manos y fue como si se ovillara dentro de sí mismo. –¿De qué servirá? –murmuró. –Nunca imaginé que fueras tan flojo –dije. En otras circunstancias, me habría avergonzado de mí mismo por tratar de un modo tan brusco a un buen amigo, pero no era del todo dueño de mis reacciones. Tenía miedo y estaba furioso. Pero mi ira no iba dirigida sólo contra las criaturas y el infierno que habían desencadenado. Iba dirigida sobre todo contra George, como si, en cierto modo, él tuviera la culpa de lo que había ocurrido. Quizá la herida le hubiera afectado la cabeza, o tal vez era la conmoción de haber perdido a su preciada perra dálmata. No importaba el motivo, lo único que contaba en ese momento era que George no me servía para nada. –No puedo entrar ahí –gimió. Lo dejé acurrucado fuera, levanté el cubo y lo llevé al garaje, donde me enfrenté a la otra camada. Y a media perra. Los quemé. Rocié con gasolina a los muy bastardos y les prendí fuego; por ese medio descubrí su única virtud: eran «altamente» inflamables. Detrás del garaje de George hice una pila con todos ellos y les prendí fuego. Los conté, claro está. Trece bolas de fuego que cuando ardieron no emitieron sonido alguno. «Santo Dios, espero no tener que volver a hacer nada parecido.» Uno de los vecinos apareció poco después: me había saltado una ordenanza local que prohibía las fogatas al aire libre. Cuando el jefe de bomberos llegó, sólo quedaba una mancha chamuscada en el suelo; ni siquiera había huesos. Al cabo de unos minutos, el olor a azufre quemado se disipó también. Ya han transcurrido unas semanas y las cosas han vuelto a una relativa normalidad. George no me habla demasiado, pero sé que se le pasará. Va mejorando poco a poco, y he notado que hay una recuperación en el movimiento de su brazo herido. Ignoro qué hizo con el cuerpo de la perra dálmata. Aunque todavía no me encuentro en condiciones de preguntárselo. Jean les dijo a los niños que la gata había muerto durante el parto, y que hubo que eliminar a los gatitos. Al parecer han aceptado esa explicación, aunque no estoy muy seguro de que Pam se lo haya creído. Me niego a reflexionar al respecto, y les he prometido que pronto les regalaría otro animalito.... otro «gato, si lo desean. Es obvio que ni siquiera Jean conoce toda la historia. Siempre me interroga con la mirada. Quizá algún día se lo cuente, cuando todo se halle a una distancia de la realidad lo bastante cómoda como 57

<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

–Me duele –dijo George.<br />

–Ya sé que te duele. Te llevaré a que te vea un médico..., en cuanto nos hayamos encargado de<br />

estas cosas. ¿De acuerdo? ¿Me estás escuchando?<br />

Me lanzó una mirada inexpresiva, como si no hubiese entendido. Dejé el cubo en el suelo, lo<br />

agarré por los hombros y lo sacudí.<br />

–¡Vuelve en ti, George! ¡Tienes que ayudarme!<br />

–¡Oye! Déjame en paz.<br />

Me apartó los brazos, se sentó en el suelo, junto al garaje, se tapó el rostro con las manos y fue<br />

como si se ovillara dentro de sí mismo.<br />

–¿De qué servirá? –murmuró.<br />

–Nunca imaginé que fueras tan flojo –dije.<br />

En otras circunstancias, me habría avergonzado de mí mismo por tratar de un modo tan brusco a<br />

un buen amigo, pero no era del todo dueño de mis reacciones. Tenía miedo y estaba furioso. Pero<br />

mi ira no iba dirigida sólo contra las criaturas y el infierno que habían desencadenado. Iba dirigida<br />

sobre todo contra George, como si, en cierto modo, él tuviera la culpa de lo que había ocurrido.<br />

Quizá la herida le hubiera afectado la cabeza, o tal vez era la conmoción de haber perdido a su<br />

preciada perra dálmata. No importaba el motivo, lo único que contaba en ese momento era que George<br />

no me servía para nada.<br />

–No puedo entrar ahí –gimió.<br />

Lo dejé acurrucado fuera, levanté el cubo y lo llevé al garaje, donde me enfrenté a la otra camada.<br />

Y a media perra.<br />

Los quemé.<br />

Rocié con gasolina a los muy bastardos y les prendí fuego; por ese medio descubrí su única virtud:<br />

eran «altamente» inflamables.<br />

Detrás del garaje de George hice una pila con todos ellos y les prendí fuego. Los conté, claro<br />

está. Trece bolas de fuego que cuando ardieron no emitieron sonido alguno. «Santo Dios, espero no<br />

tener que volver a hacer nada parecido.»<br />

Uno de los vecinos apareció poco después: me había saltado una ordenanza local que prohibía<br />

las fogatas al aire libre. Cuando el jefe de bomberos llegó, sólo quedaba una mancha chamuscada en<br />

el suelo; ni siquiera había huesos. Al cabo de unos minutos, el olor a azufre quemado se disipó también.<br />

Ya han transcurrido unas semanas y las cosas han vuelto a una relativa normalidad. George no<br />

me habla demasiado, pero sé que se le pasará. Va mejorando poco a poco, y he notado que hay una<br />

recuperación en el movimiento de su brazo herido.<br />

Ignoro qué hizo con el cuerpo de la perra dálmata. Aunque todavía no me encuentro en condiciones<br />

de preguntárselo.<br />

Jean les dijo a los niños que la gata había muerto durante el parto, y que hubo que eliminar a los<br />

gatitos. Al parecer han aceptado esa explicación, aunque no estoy muy seguro de que Pam se lo<br />

haya creído. Me niego a reflexionar al respecto, y les he prometido que pronto les regalaría otro<br />

animalito.... otro «gato, si lo desean.<br />

Es obvio que ni siquiera Jean conoce toda la historia. Siempre me interroga con la mirada. Quizá<br />

algún día se lo cuente, cuando todo se halle a una distancia de la realidad lo bastante cómoda como<br />

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