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<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />
LA CAMADA<br />
James Kisner<br />
En su primera participación en la World Fantasy Convention, de Tucson, el autor de Slice of Life,<br />
Nero's Vice y Strands intenta subir en coche por un camino de montaña; los Maclay, Mary, mi esposa,<br />
y John, mi hijo, viajan detrás, y Bill Nolan y yo, delante. Entre risitas, Bill y yo nos inventamos un relato.<br />
Un conductor desconsiderado avanza en dirección contraria y se detiene. «¿Por qué no pasas?»,<br />
grita. Kisner nos lanza a Nolan, al conductor y a mí, la mirada más negra que vi jamás. Fue muy elocuente.<br />
Dejo el magnetófono y me voy a entrevistar a los Matheson, père y fíls, para una nota del Writer's<br />
Digest. Jim, que adora al père y no sabe taquigrafía, se ofrece a tomar notas. Los Matheson hablan<br />
con locuacidad, se explayan. «Si tú, Nolan y el conductor desconsiderado me hubieseis matado allá<br />
arriba –me dice, burlón–, jamás habría tenido ocasión de convertirme en taquígrafo.»<br />
Uno de los mejores hiladores de extraños relatos ofrece aquí al lector un cuento fresco y sorprendente.<br />
***<br />
Harriet se había comportado de un modo extraño durante toda la tarde. A la menor provocación,<br />
echaba a correr de lado, con el lomo encorvado, y bufaba y escupía a todo aquel que se le acercara<br />
demasiado.<br />
Sé que los gatos son criaturas ambivalentes, de naturaleza cambiante, pero, normalmente.<br />
Harriet era muy cariñosa y juguetona. Llegaba incluso a permitir que nuestros dos hijos, de seis y<br />
tres años, le tiraran de la cola y la tratasen con jocosa rudeza durante horas y horas sin dar la más<br />
mínima muestra de desagrado por el trato recibido.<br />
Sin embargo, aquel día del «veranillo de San Martín», a principios de noviembre, Harriet parecía<br />
llevar el diablo en el cuerpo. Me disponía a llevármela al veterinario cuando el pequeño Ted me<br />
hizo ver algo que tenía que haber notado si hubiera sido más observador.<br />
–Harriet está «gorda» –dijo Ted, al tiempo que señalaba los flancos de la gata.<br />
Estaba preñada. Y. además, era la primera vez; quizá por eso no consideré ese aspecto como posible<br />
explicación de su extraño comportamiento.<br />
–Harriet va a tener gatitos –dije a mi hijo–. Por eso no nos permite que la toquemos. ¿Lo entiendes?<br />
Ted se metió el dedo en la nariz y negó con la cabeza. Pam, su hermana mayor, asintió con aire<br />
de sabionda.<br />
–Harriet será mamá –comentó, muy seria–. ¡Qué responsabilidad! Me eché a reír y entré en casa<br />
para contárselo a mi mujer.<br />
–Ya sabía yo que esperamos demasiado para operar a Harriet –dijo Jean mientras cargaba el lavavajillas–.<br />
Ahora tendremos que buscarles casa a todos esos gatos.<br />
–No es tan grave –repuse, mientras admiraba el panorama que Jean me ofrecía al agacharse.<br />
A los treinta y cinco años. Jean conservaba una buena figura y me convertía en la envidia de un<br />
montón de hombres del vecindario cuyas esposas comenzaban a parecer desaliñadas. Su cabello<br />
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