Horror 7- Stephen King y otros

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Stephen King y Otros Horror 7 Durante tres noches, dormimos bajo la luna llena, hechizados por las oscuras montañas plateadas que, según tú, debían de haber sido robadas del sueño de algún astronauta. Compartimos los secretos de nuestras almas, como en la canción, y juramos que ningún mortal, hombre o mujer, había tenido jamás lo que nosotros teníamos. A la cuarta noche, te habías marchado. Me desperté aterido, solo, a la luz del sol naciente. Tu tienda, tu bolsa de dormir, tu coche... habían desaparecido. Te busqué durante todo el día. Vagué por los bosques, por la playa, por la zona comercial. No había rastro de ti ni de tu coche. La policía no pudo decirme nada. «Este tipo de cosas ocurren todos los días», me dijo entre sonrisas un sargento de mediana edad y peso excesivo, al otro lado del mostrador de información. Desesperado, fui a visitar al reverendo Andreozzi. No se acordaba de ella, me dijo. Tampoco se acordaba de mí. «Al cabo del día celebro tantas bodas de ese tipo...», se excusó con expresión de sinceridad. Me quedé en los alrededores de Tahoe una semana. Había enloquecido; me sentía paralizado. Cuando por fin logré llegar a San Francisco, vagué de parque en parque, de cuarto en cuarto; lloré hasta dormirme en bancos, debajo de los árboles, y en camas de personas a quienes jamás había visto y a las que nunca volvería a ver. Fumaba marihuana gratis y le contaba mi historia a todo aquel que quisiera escucharme. Fui a los periódicos; en una imprenta pedí que me hicieran unos carteles y los pegué en las paredes de las lavanderías, en las paradas de los transportes públicos, en las estaciones de autobuses interurbanas. Y nada. Esa semana, una nueva sensación comenzó a aparecer en mi dolor; una sensación más negra y siniestra que todo lo que había experimentado hasta entonces. Empecé a pensar que quizá te había imaginado, que había soñado nuestro viaje a través del país, la boda, aquellas fantásticas curvas de tu cuerpo y las facciones de tu rostro. Comencé a preguntarme si no sería el efecto de alguna droga, o si no habría sido víctima de un experimento de control mental del gobierno, o si no habría caído en alguna confusión cósmica del karma. Empecé a creer que me encontraba de lleno en la espiral que conduce a la locura. Me estaba ahogando. Pasó el mes de junio, siguieron julio y agosto, y el dinero empezó a escasear, por lo que no tuve más alternativa que regresar al este. Me marché de mala gana. De regreso a casa, me detuve en Salem, Ohio, la ciudad donde tú habías nacido, crecido e ido al instituto. Fui a la comisaría de policía, al ayuntamiento, a las tiendas de la calle principal. Consulté ejemplares antiguos de Salem Song, el anuario del instituto. Nadie había oído hablar de ti. No figurabas en un solo registro. Nadie tenía la menor idea de a qué o a quién me refería. Supuse que me equivocaba, que se trataría de otro Salem, de otro Estado. Me estaba ahogando. Era un ingenuo, y me estaba ahogando. Pero era imposible que me equivocara con mi ciudad natal. Hyannis, Massachusetts, ubicada en el centro del arenoso Cape Cod. Salvo los estudios universitarios, toda mi vida la había pasado allí. En ella había nacido y asistido a la escuela. Llegué temprano, un domingo, en la cabina de un camión de doce metros que me había recogido en Buffalo. Desde la calle principal me dirigí a pie hacia el sur, en dirección a la playa, donde mis padres tenían una magnífica casa de estilo Victoriano con un césped cuidado y un bien podado seto. La casa estaba allí. Y el césped cuidado. Y el seto. Y la espectacular vista de Lewis Bay y Yarmouth. 46

Stephen King y Otros Horror 7 Cuando llamé a la puerta, un perfecto extraño salió a abrir. No sé cuánto tiempo me lo quedé mirando fijamente: la expresión de mi rostro pasó de la expectación a la sorpresa; de ésta. a la consternación más completa y luego al pánico infinito. «No –me dijo–, aquí no ha vivido nadie más, al menos en los treinta y cinco años que he sido propietario de esta casa.» «¿Está seguro? –le pregunté yo, incrédulo–. Mire usted, no bromeo.» «Yo tampoco», me espetó, y me cerró la puerta en las narices. Me sentí perdido. Vagué por Hyannis durante horas, en ese estado de azoramiento y confusión. Habría sido distinto si me hubieras advertido, Katrina. Si me hubieses dejado algún indicio. Cualquier pista me habría bastado. Pero ése no es tu estilo, ¿verdad? El capricho, la autocracia, ésos sí son elementos de tu estilo. ¿Sabes lo que ocurrió después? Me quedé en Cape Cod hasta el invierno, en una búsqueda inútil de la gente que conocí, de las fichas que debían haber estado en los archivos de las escuelas, de los periódicos que habían dado cuenta de mi carrera juvenil como as del baloncesto. Otras virtudes no tendrás, Katrina, pero minuciosa lo eres, y mucho; me habías dejado sin antecedentes, era como hacer borrón y cuenta nueva. Al llegar el frío, vagué hasta Boston, me busqué un trabajo por horas en una tienda, me alojaba en los albergues de la Asociación de Jóvenes Cristianos y en pensiones de mala muerte e intenté rehacer mi vida. Tú sabes lo cerca que estuve de acabar con todo aquella tarde, mientras me paseaba por el vestíbulo abierto de la última planta de las Oficinas de Aduana, a diecinueve pisos por encima de la acera. Sabes bien que, con el tiempo, el dolor se convirtió en aturdimiento y éste en inconsecuencia, y. más tarde, la inconsecuencia en la resolución de que sería un superviviente. ¿Acaso comprendía yo algo durante aquella primera fase? ¿Alguna vez te lo has preguntado, Katrina? La respuesta es que no. Me pasé aquel primer año convencido de que estaba loco, y ofuscado por el hecho de que en la mayor parte de los otros aspectos era perfectamente cuerdo. Al principio, fue mejor creer que había padecido una amnesia, tal vez producida por un accidente que mi estado me impedía recordar. Y hubiera continuado creyéndome aquello de no haber recordado con tanta claridad todo lo referente a ti, a mi familia, a mis raíces. Por irónico que parezca, mi salvación comenzó cuando me di cuenta de que debía olvidar, tenía que olvidar al que yo había sido, a aquel que había esperado ser. Así, inicié mi propio proceso de borrón y cuenta nueva, de empezar de cero: un proceso de negación. Regresaste en el setenta y tres, cuando tu recuerdo comenzaba a debilitarse. Te presentaste delante de mi apartamento, un sábado por la mañana, imperturbable, como si no hubiera pasado nada ni en Tahoe ni en los tres años siguientes. Era el mes de mayo, hacía un día cálido y soleado. Oí el claxon y. al asomarme a la ventana, te vi en aquel coche increíble. Me sonreíste y me llamaste «amor mío»; sacudiste la cabeza para echarte el cabello hacia atrás y luego me preguntaste qué tal me había ido. Por la preocupación que denotaba el tono de tu voz, fue como si nos hubiéramos separado el día anterior. Al principio me quedé mirándote, enmudecido, a través de la ventana abierta: estaba asombrado. Luego, en un instante de cristalina claridad, lo comprendí. No sabía cómo, no lograba entender la mecánica del asunto, pero lo comprendí. Y no había nada que pudiera hacer. Nada que quisiera hacer. Lo cómico, Katrina, era con qué fuerza me tenías atrapado en tus manos. Estuvimos juntos dos semanas. Te paseabas por mi apartamento con un vestido de seda blanca y cantabas las canciones que habíamos compuesto bajo las estrellas, a la orilla del lago Tahoe. La 47

<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

Cuando llamé a la puerta, un perfecto extraño salió a abrir.<br />

No sé cuánto tiempo me lo quedé mirando fijamente: la expresión de mi rostro pasó de la expectación<br />

a la sorpresa; de ésta. a la consternación más completa y luego al pánico infinito. «No –me<br />

dijo–, aquí no ha vivido nadie más, al menos en los treinta y cinco años que he sido propietario de<br />

esta casa.» «¿Está seguro? –le pregunté yo, incrédulo–. Mire usted, no bromeo.» «Yo tampoco», me<br />

espetó, y me cerró la puerta en las narices.<br />

Me sentí perdido. Vagué por Hyannis durante horas, en ese estado de azoramiento y confusión.<br />

Habría sido distinto si me hubieras advertido, Katrina. Si me hubieses dejado algún indicio. Cualquier<br />

pista me habría bastado. Pero ése no es tu estilo, ¿verdad? El capricho, la autocracia, ésos sí<br />

son elementos de tu estilo.<br />

¿Sabes lo que ocurrió después?<br />

Me quedé en Cape Cod hasta el invierno, en una búsqueda inútil de la gente que conocí, de las<br />

fichas que debían haber estado en los archivos de las escuelas, de los periódicos que habían dado<br />

cuenta de mi carrera juvenil como as del baloncesto. Otras virtudes no tendrás, Katrina, pero minuciosa<br />

lo eres, y mucho; me habías dejado sin antecedentes, era como hacer borrón y cuenta nueva.<br />

Al llegar el frío, vagué hasta Boston, me busqué un trabajo por horas en una tienda, me alojaba en<br />

los albergues de la Asociación de Jóvenes Cristianos y en pensiones de mala muerte e intenté rehacer<br />

mi vida. Tú sabes lo cerca que estuve de acabar con todo aquella tarde, mientras me paseaba<br />

por el vestíbulo abierto de la última planta de las Oficinas de Aduana, a diecinueve pisos por encima<br />

de la acera. Sabes bien que, con el tiempo, el dolor se convirtió en aturdimiento y éste en inconsecuencia,<br />

y. más tarde, la inconsecuencia en la resolución de que sería un superviviente.<br />

¿Acaso comprendía yo algo durante aquella primera fase? ¿Alguna vez te lo has preguntado,<br />

Katrina?<br />

La respuesta es que no. Me pasé aquel primer año convencido de que estaba loco, y ofuscado<br />

por el hecho de que en la mayor parte de los <strong>otros</strong> aspectos era perfectamente cuerdo. Al principio,<br />

fue mejor creer que había padecido una amnesia, tal vez producida por un accidente que mi estado<br />

me impedía recordar. Y hubiera continuado creyéndome aquello de no haber recordado con tanta<br />

claridad todo lo referente a ti, a mi familia, a mis raíces. Por irónico que parezca, mi salvación comenzó<br />

cuando me di cuenta de que debía olvidar, tenía que olvidar al que yo había sido, a aquel que<br />

había esperado ser. Así, inicié mi propio proceso de borrón y cuenta nueva, de empezar de cero: un<br />

proceso de negación.<br />

Regresaste en el setenta y tres, cuando tu recuerdo comenzaba a debilitarse.<br />

Te presentaste delante de mi apartamento, un sábado por la mañana, imperturbable, como si no<br />

hubiera pasado nada ni en Tahoe ni en los tres años siguientes. Era el mes de mayo, hacía un día<br />

cálido y soleado. Oí el claxon y. al asomarme a la ventana, te vi en aquel coche increíble. Me sonreíste<br />

y me llamaste «amor mío»; sacudiste la cabeza para echarte el cabello hacia atrás y luego me<br />

preguntaste qué tal me había ido. Por la preocupación que denotaba el tono de tu voz, fue como si<br />

nos hubiéramos separado el día anterior.<br />

Al principio me quedé mirándote, enmudecido, a través de la ventana abierta: estaba asombrado.<br />

Luego, en un instante de cristalina claridad, lo comprendí. No sabía cómo, no lograba entender<br />

la mecánica del asunto, pero lo comprendí.<br />

Y no había nada que pudiera hacer. Nada que quisiera hacer. Lo cómico, Katrina, era con qué<br />

fuerza me tenías atrapado en tus manos.<br />

Estuvimos juntos dos semanas. Te paseabas por mi apartamento con un vestido de seda blanca y<br />

cantabas las canciones que habíamos compuesto bajo las estrellas, a la orilla del lago Tahoe. La<br />

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