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<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />
Te odio por eso.<br />
Finalmente, después de tanto tiempo, presiento que se romperá el hechizo.<br />
Ese coche. Comenzó con ese increíble coche.<br />
Me acuerdo de la primera vez que lo vi: brillante, rojo. desplazándose hacia el arcén donde yo<br />
esperaba con una mochila y un cartel escrito a mano que decía: SAN FRANCISCO o LA QUIEBRA. Te<br />
recuerdo: el sol de junio acariciaba tu rostro marfileño; tu delicioso cuerpo, apenas contenido por la<br />
camiseta y los Levi's; tus ojos, ocultos tras unas gafas de sol rosa. Era el verano del setenta, y yo<br />
había dejado la facultad para dedicarme a ver mundo.<br />
Había ido de Boston a Albany en autoestop la tarde que tú me recogiste. Apenas podía creer en<br />
mi buena suerte. Eras hermosa e inteligente; tenías un atractivo físico que me volvió loco en cuanto<br />
subí a tu coche. Antes de que pudiera presentarme, me llamaste «amor mío» y me rozaste la mejilla<br />
con la mano. Me sonrojé. Dijiste que tú también ibas hacia San Francisco, que con mi complicidad<br />
cometeríamos todo tipo de delitos a lo largo y a lo ancho del país. Me eché a reír como un desequilibrado<br />
mental al oír tu comentario. Nos fumamos un canuto y nos dirigimos hacia el oeste por la<br />
Interestatal Noventa; el velocímetro marcaba ciento veinte y tu Mustang del sesenta y cuatro ronroneaba<br />
como un gatito junto a la estufa.<br />
Al llegar a Ohio, ya me tenías en tus redes.<br />
Aquella noche, hicimos el amor durante horas en una tienda de campaña que levantamos junto a<br />
un arroyo, al final de un camino comarcal. Si existe algo parecido al cielo en la Tierra, esa noche lo<br />
fue. No logro describir qué sensaciones primitivas despertaron en mí, su salvajismo, el cosquilleo<br />
que me recorría el cuerpo hasta que creí estallar, cómo mi cuerpo y mi espíritu fueron transportados<br />
a un lugar de dicha completa. A la mañana siguiente, hablamos del modo en que habíamos alcanzado<br />
un plano místico. Cuando la conversación acabó, volvimos a hacer el amor, una vez, y otra, y<br />
otra más.<br />
Yo lo ignoraba, pero ya entonces había empezado a ahogarme.<br />
Cuando llegamos a Tahoe estaba dispuesto a casarme contigo. En los setenta no era una locura<br />
estar dispuesto a pasar el resto de tu vida con una extraña a la que habías conocido en una carretera.<br />
Pertenecíamos a la generación de Woodstock, y el amor era nuestra especialidad. Yo iba muy en serio,<br />
quería que permaneciéramos juntos para siempre. Te dije que estaba escrito en las estrellas. Me<br />
dirigiste una amplia sonrisa al oír la referencia a la astrología, y otra, más amplia aún, cuando mencioné<br />
la eternidad. No podía dejarte marchar. Y me decía: «Si pierdes un pájaro libre, nunca más<br />
vuelves a verlo».<br />
Por eso te pedí que te casaras conmigo.<br />
Desde luego, aceptaste. Proseguimos la marcha por la orilla del lago, dejamos atrás casinos, cabañas,<br />
tiendas de regalos, moteles, tiendas de artículos para hippies y capillas nupciales. Nunca había<br />
visto una capilla nupcial. Tú tampoco. A los dos nos parecieron increíblemente impersonales. Escogimos<br />
el Amor Du Chalet porque en el jardín que tenía delante había un desfile de flamencos de<br />
plástico rosado. En el interior, nos desternillamos con las flores de plástico, las sillas plegables, la<br />
música grabada y el reverendo Berto Andreozzi. Cuando terminamos de reír, saqué treinta y cinco<br />
dólares y le pedí que te convirtiera en mi legítima esposa. Allí de pie, tú con tus pantalones cortos y<br />
yo con un pañuelo de colores anudado al cabello, nos casamos.<br />
Me estaba hundiendo.<br />
Pasamos la luna de miel en los bosques del lado californiano del lago. Durante tres días bebimos<br />
vino, comimos pan y queso, nos motivamos e hicimos el amor de un modo tan prolongado y con<br />
tanta pasión que creí que jamás me recuperaría. Durante tres días escribimos poemas y canciones.<br />
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