Horror 7- Stephen King y otros
Horror 7- Stephen King y otros Horror 7- Stephen King y otros
Stephen King y Otros Horror 7 punto se diferenciaba del resto de nosotros, sobre cómo hubieran sido las cosas en la «Escalinata» si hubiésemos intentado comprenderle mejor. Ambos nos sentimos obligados a permanecer un poco más en Eagle Peak. El veintiuno de mayo pasé allí mi último día. Sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra una piedra, tomaba un poco el sol y anotaba ideas sueltas en mi libreta. No lograba desechar la idea de que, de alguna manera. Dayton, Mount St. Helens y las esculturas de hielo estaban relacionadas entre sí de un modo extraño y malévolo, que había sido la causa de la muerte del escultor. En ese momento. Margo apareció en la entrada de un pequeño valle, abierto a un sendero estrecho que ascendía hacia la cima de Eagle Peak, a tres mil seiscientos metros de altitud. La cámara descansaba contra su costado. Su paso era vacilante y recuerdo que mi primer pensamiento fue que debía haber intentado escalar la montaña hasta la cima. Bajo el sol del mediodía, todo el cuerpo le brillaba; su cabello, húmedo, se le pegaba a la frente, y tanto su rostro como sus brazos y sus piernas ofrecían un aspecto vivo que reflejaba la luz del sol. Tenía los ojos vidriosos, como de hielo, puros al igual que las ágatas cristalinas con las que de niño yo solía jugar a canicas. –¿Margo? Hice que se apoyara contra una piedra y descansara; me arrodillé a su lado y, por primera vez, noté que la cabeza le sangraba. –Dios mío, ¿qué ha ocurrido? –pregunté. Me entregó un carrete de fotos (su mano estaba fría como un arroyo de montaña a principios de mayo); luego, otro y otro más. Y cuando trató de sonreírme, me ofreció un triste gesto que no logró mantener. –Tú sigues allí arriba –susurró–. No pude llegar hasta ti, pero estás allí. Le aparté el cabello del sitio por el que sangraba, y donde debía haber estado la oreja, vi un agujero de color rojo oscuro. –Oh, Margo... –Encontré mi escultura de hielo –me dijo entre jadeos, en tanto luchaba por respirar–. Pensé que si la rompía... –¿La estatua que hizo Dayton de ti? Asintió –Y la tuya también. Trescientos metros más arriba. Cerca de la cima. Se produjo un largo silencio durante el cual ambos contuvimos la respiración. –Me muero –dijo. Fue una manifestación tan inocente y honesta como una de sus fotografías–. Y no puedo hacer nada para evitarlo. Se acurrucó contra mí. –Te quiero –susurré y la atraje hacia mí. La sentí blanda, demasiado blanda, como una almohada muy usada o un globo que pierde aire. Tenía la piel húmeda, fría y resbaladiza al tacto; en algunos aspectos parecía de cera; en otros, de hielo. Supe, entonces, que iba a perderla. La mantuve abrazada hasta que el sol se puso, hasta que no logré ver más en la oscuridad, porque quería recordar su aspecto antes de que la carne comenzara a desprendérsele de los brazos, de las piernas, del rostro; antes de que el tejido, los músculos y los cartílagos se convirtieran en aquella especie de gelatina que comenzó a formar pequeños charcos debajo de ella. Y cuando desde lo alto 42
Stephen King y Otros Horror 7 me llegó la luz de una luna pálida y distante, escuché el seco entrechocar de sus huesos y noté que lo poco que restaba de su silueta se derretía bajo mis brazos, del mismo modo que el resto de su escultura se derretía bajo el sol de mayo, en la montaña, a seiscientos metros de altura... Afuera llueve. He dejado las ventanas abiertas y apagado la calefacción, y. aun así, no puedo dejar de sentirme terriblemente acalorado en este día invernal. Sé lo que me está ocurriendo, aunque el saberlo no lo haga menos doloroso, ni menos terrible. En la fotografía, tomada desde cierta distancia, veo la imagen esculpida de mí mismo, sentada, orgulloso, a unos cientos de metros de la cima de Eagle Peak. Lo bastante alejada de la cima como para que el sol de tres estaciones la caliente, lo bastante cercana como para, de algún modo, resistir la descongelación. En las últimas horas de la tarde de un día nublado, me siento como si fuera un carámbano, húmedo al tacto, y goteando un poco por aquí y otro poco por allá, pero agradecido como nunca de que el frío de la noche llegue por fin. 43
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punto se diferenciaba del resto de nos<strong>otros</strong>, sobre cómo hubieran sido las cosas en la «Escalinata» si<br />
hubiésemos intentado comprenderle mejor.<br />
Ambos nos sentimos obligados a permanecer un poco más en Eagle Peak.<br />
El veintiuno de mayo pasé allí mi último día.<br />
Sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra una piedra, tomaba un poco el sol y anotaba<br />
ideas sueltas en mi libreta. No lograba desechar la idea de que, de alguna manera. Dayton, Mount<br />
St. Helens y las esculturas de hielo estaban relacionadas entre sí de un modo extraño y malévolo,<br />
que había sido la causa de la muerte del escultor.<br />
En ese momento. Margo apareció en la entrada de un pequeño valle, abierto a un sendero estrecho<br />
que ascendía hacia la cima de Eagle Peak, a tres mil seiscientos metros de altitud. La cámara<br />
descansaba contra su costado. Su paso era vacilante y recuerdo que mi primer pensamiento fue que<br />
debía haber intentado escalar la montaña hasta la cima. Bajo el sol del mediodía, todo el cuerpo le<br />
brillaba; su cabello, húmedo, se le pegaba a la frente, y tanto su rostro como sus brazos y sus piernas<br />
ofrecían un aspecto vivo que reflejaba la luz del sol. Tenía los ojos vidriosos, como de hielo,<br />
puros al igual que las ágatas cristalinas con las que de niño yo solía jugar a canicas.<br />
–¿Margo?<br />
Hice que se apoyara contra una piedra y descansara; me arrodillé a su lado y, por primera vez,<br />
noté que la cabeza le sangraba.<br />
–Dios mío, ¿qué ha ocurrido? –pregunté.<br />
Me entregó un carrete de fotos (su mano estaba fría como un arroyo de montaña a principios de<br />
mayo); luego, otro y otro más. Y cuando trató de sonreírme, me ofreció un triste gesto que no logró<br />
mantener.<br />
–Tú sigues allí arriba –susurró–. No pude llegar hasta ti, pero estás allí.<br />
Le aparté el cabello del sitio por el que sangraba, y donde debía haber estado la oreja, vi un agujero<br />
de color rojo oscuro.<br />
–Oh, Margo...<br />
–Encontré mi escultura de hielo –me dijo entre jadeos, en tanto luchaba por respirar–. Pensé que<br />
si la rompía...<br />
–¿La estatua que hizo Dayton de ti? Asintió<br />
–Y la tuya también. Trescientos metros más arriba. Cerca de la cima.<br />
Se produjo un largo silencio durante el cual ambos contuvimos la respiración.<br />
–Me muero –dijo. Fue una manifestación tan inocente y honesta como una de sus fotografías–.<br />
Y no puedo hacer nada para evitarlo. Se acurrucó contra mí.<br />
–Te quiero –susurré y la atraje hacia mí.<br />
La sentí blanda, demasiado blanda, como una almohada muy usada o un globo que pierde aire.<br />
Tenía la piel húmeda, fría y resbaladiza al tacto; en algunos aspectos parecía de cera; en <strong>otros</strong>, de<br />
hielo. Supe, entonces, que iba a perderla.<br />
La mantuve abrazada hasta que el sol se puso, hasta que no logré ver más en la oscuridad, porque<br />
quería recordar su aspecto antes de que la carne comenzara a desprendérsele de los brazos, de<br />
las piernas, del rostro; antes de que el tejido, los músculos y los cartílagos se convirtieran en aquella<br />
especie de gelatina que comenzó a formar pequeños charcos debajo de ella. Y cuando desde lo alto<br />
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