Horror 7- Stephen King y otros

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Stephen King y Otros Horror 7 –¡Y de los aromas que percibimos! –exclamó ella. Se apoyó en un codo y comenzó a pronunciar las palabras con la misma rapidez con que se le ocurrían–. Y de los sonidos que oímos, y de las cosas ásperas y suaves, redondas y cuadradas que tocamos. ¡De lo que nos hace felices y de lo que nos entristece! De nuestras creencias sobre el mundo y el universo: del nacimiento y de la muerte; de las promesas y las mentiras. ¡De todo eso! Entonces, inspiró hondo, contuvo la respiración, me sonrió y luego soltó el aire en forma de blanca nube que llenó la tienda. Había dicho mucho más de lo que en aquel momento yo logré advertir. Porque creo que eso era lo que le ocurría a Dayton. Poseía una perspectiva propia, y, en cierta forma, esa perspectiva había quedado en libertad. –Quiero que veas esto –me dijo Margo uno de los últimos días de enero. El sol brillaba sobre Eagle Peak y la nieve blanca resultaba casi cegadora cuando ella tiró de mí para que la acompañara. –Es la belleza exhibida en toda su fealdad –añadió. –Eso es una contradicción. Tendrá que ver con Dayton –dije. –¿Con quién si no? –¿Otra revolución? –Algo por el estilo, supongo. –Se detuvo para sacar unas cuantas fotos a las huellas de unos ciervos en la nieve–. Adivina qué ha hecho esta vez. Di la cosa más increíble y descabellada que se te ocurra. –Ha construido su propia escalinata al cielo –repuse. Margo bajó la cámara y me dirigió una sonrisa de lo más extraña, como si estuviera reflexionando acerca de aquella posibilidad. –No lo sé –repuso en voz baja. Luego, volvió a subir la cámara y agregó–: Inténtalo de nuevo. –Me doy por vencido. Ese tipo es demasiado imprevisible, incluso para la imaginación de un escritor. –Está esculpiendo en hielo. –¿Esculpiendo qué? –Un autorretrato. Había tres esculturas cinceladas en el hielo; cada una de ellas difería ligeramente de la anterior; pero de un modo no demasiado sutil que todavía ahora me cuesta describir. Algo así como una especie de progresión; lo primero que acudió a mi mente fue joven, anciano, más anciano. La primera ofrecía un extraordinario parecido con Dayton. La segunda era algo menos reconocible, y la tercera, estilo Picasso, aunque más suave, y de cortes y líneas menos agudas. Quizá el término «digresión» sea el que mejor defina a las tres, dado que cada una aparecía menos nítida, más oblicua que la que tenía a su izquierda. –¿Es eso un autorretrato? –inquirí. La obra ofrecía una extraña sensación de desproporción, algo que parecía decir: «Cuanto más sabio se vuelve el hombre, más autodestructivo es». Así era Dayton, sabio y autodestructivo. –¿Qué otra cosa podría ser? –me contestó Margo. Aquel invierno, Dayton nos condenó a todos, cada uno de nosotros se convirtió en imagen de sus estatuas de hielo en tres digresiones diferentes: nacimiento, vida, muerte, como si el aliento de esta última hubiera ido marchitando el hielo poco a poco. Esculpió, recortó y dio forma a cada una de las estatuas de las doce personas del grupo. La de Sally, a dos mil cien metros de altitud, cerca 40

Stephen King y Otros Horror 7 del lago Eagle. La de Hampton, a dos mil doscientos cincuenta, cerca del paso Goat Head. Las de los demás estaban en sitios ocultos que jamás logramos encontrar. Al concluir la escultura de la última imagen, a mediados de abril, cuando la nieve de las elevaciones menores comenzaba a derretirse, Dayton desapareció en el interior de su tienda y no volvió a salir. Entonces lo ignorábamos, pero la «revolución» se había puesto en marcha. Y llegó a finales de abril. El sol tenía un brillo casi estival en los cielos del sur. Lentamente, el deshielo primaveral fue dando vida a un sinnúmero de arroyuelos, manantiales, fuentes, que fueron esculpiendo profundamente las laderas de las montañas, lo que dio un nuevo aspecto a la anatomía topográfica. Por fin Eagle Peak renacía después de su larga invernada. Yo, por mi parte, me sentía impaciente por que llegase el día en que pudiera lanzar un suspiro sin ver que mi aliento se transformaba ante mí en un hongo blanco en el aire frío. Con la misma intensidad que me sentía víctima de la naturaleza, sospecho que Dayton se creía su mesías. Quizá fuera eso, el mensajero de la madre Naturaleza. Habían pasado dos semanas desde que le viéramos asomar la nariz por entre los pliegues de su tienda, de modo que Margo –azuzada en su inquieta curiosidad– me convenció para que nos asomáramos a echar un vistazo. –No es momento para sacar fotos –susurré. Nos encontrábamos ante la tienda de Dayton; Margo tenía ambas manos sobre la cámara, y yo, posadas sobre los pliegues de la abertura. –Sólo una –me dijo con los ojos brillantes–. Anda. Entonces, aparté los pliegues de entrada a la tienda. Y Margo disparó dos o tres fotos. Los dos nos quedamos en silencio durante un larguísimo instante: la cámara de Margo bajó, atónita, hasta su costado (panorama que jamás olvidaré, porque era la primera vez que la veía enfrentarse cara a cara con algo horrendo sin que intentara ocultarse tras el objetivo de una cámara). Lo que quedaba de Dayton yacía en el suelo, oculto, en parte, bajo unas ropas y aquella tira de piel de conejo que siempre utilizaba para atarse el cabello. Toqué aquella pila con el pie y oí el entrechocar fantasmal de hueso contra hueso, noté entonces que una sustancia gelatinosa se escurría un poco más de la pila: tuve que hacer un esfuerzo para no vomitar. Dayton, el mesías, había entregado su mensaje. En la madre Naturaleza, algo había perdido el equilibrio. «Escalinata al Cielo» se deshizo al día siguiente, en parte por lo ocurrido a Dayton, en parte porque los largos meses de invierno habían acabado por cobrar su tributo a nuestro estado de ánimo colectivo. Incluso ante la inminencia de la primavera, se nos había vuelto a todos demasiado sencillo ver las cosas eternamente frías, congeladas y sin esperanza. Sally y Hampton partieron a la mañana siguiente, temprano, rumbo a Mount St. Helens. Algunos de los otros se marcharon a casa; otros se dirigieron al sur, donde el clima era más benigno; los demás se escabulleron del campamento sin despedirse siquiera; Margo y yo nos quedamos. Supongo que sentíamos curiosidad. Quizá fuera esa misma curiosidad la que nos había diferenciado del resto del grupo desde el principio. Creo que Margo se sentía responsable, en parte, por lo ocurrido a Dayton, aunque ambos tratábamos de considerar aquello como un desafortunado giro de la naturaleza; algo así como la combustión espontánea, algo que era mejor no investigar demasiado. No obstante, ella insistió en seguir sacando fotos hasta que aquello tuviera algún sentido, a través de los ojos de su cámara. En cuanto a mí, bueno, yo quería escribir algo más sobre Dayton y hasta qué 41

<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

del lago Eagle. La de Hampton, a dos mil doscientos cincuenta, cerca del paso Goat Head. Las de<br />

los demás estaban en sitios ocultos que jamás logramos encontrar.<br />

Al concluir la escultura de la última imagen, a mediados de abril, cuando la nieve de las elevaciones<br />

menores comenzaba a derretirse, Dayton desapareció en el interior de su tienda y no volvió a<br />

salir.<br />

Entonces lo ignorábamos, pero la «revolución» se había puesto en marcha.<br />

Y llegó a finales de abril. El sol tenía un brillo casi estival en los cielos del sur. Lentamente, el<br />

deshielo primaveral fue dando vida a un sinnúmero de arroyuelos, manantiales, fuentes, que fueron<br />

esculpiendo profundamente las laderas de las montañas, lo que dio un nuevo aspecto a la anatomía<br />

topográfica.<br />

Por fin Eagle Peak renacía después de su larga invernada. Yo, por mi parte, me sentía impaciente<br />

por que llegase el día en que pudiera lanzar un suspiro sin ver que mi aliento se transformaba ante<br />

mí en un hongo blanco en el aire frío.<br />

Con la misma intensidad que me sentía víctima de la naturaleza, sospecho que Dayton se creía<br />

su mesías. Quizá fuera eso, el mensajero de la madre Naturaleza. Habían pasado dos semanas desde<br />

que le viéramos asomar la nariz por entre los pliegues de su tienda, de modo que Margo –azuzada<br />

en su inquieta curiosidad– me convenció para que nos asomáramos a echar un vistazo.<br />

–No es momento para sacar fotos –susurré. Nos encontrábamos ante la tienda de Dayton; Margo<br />

tenía ambas manos sobre la cámara, y yo, posadas sobre los pliegues de la abertura.<br />

–Sólo una –me dijo con los ojos brillantes–. Anda.<br />

Entonces, aparté los pliegues de entrada a la tienda.<br />

Y Margo disparó dos o tres fotos.<br />

Los dos nos quedamos en silencio durante un larguísimo instante: la cámara de Margo bajó, atónita,<br />

hasta su costado (panorama que jamás olvidaré, porque era la primera vez que la veía enfrentarse<br />

cara a cara con algo horrendo sin que intentara ocultarse tras el objetivo de una cámara).<br />

Lo que quedaba de Dayton yacía en el suelo, oculto, en parte, bajo unas ropas y aquella tira de<br />

piel de conejo que siempre utilizaba para atarse el cabello. Toqué aquella pila con el pie y oí el entrechocar<br />

fantasmal de hueso contra hueso, noté entonces que una sustancia gelatinosa se escurría<br />

un poco más de la pila: tuve que hacer un esfuerzo para no vomitar.<br />

Dayton, el mesías, había entregado su mensaje. En la madre Naturaleza, algo había perdido el<br />

equilibrio.<br />

«Escalinata al Cielo» se deshizo al día siguiente, en parte por lo ocurrido a Dayton, en parte<br />

porque los largos meses de invierno habían acabado por cobrar su tributo a nuestro estado de ánimo<br />

colectivo. Incluso ante la inminencia de la primavera, se nos había vuelto a todos demasiado sencillo<br />

ver las cosas eternamente frías, congeladas y sin esperanza.<br />

Sally y Hampton partieron a la mañana siguiente, temprano, rumbo a Mount St. Helens. Algunos<br />

de los <strong>otros</strong> se marcharon a casa; <strong>otros</strong> se dirigieron al sur, donde el clima era más benigno; los<br />

demás se escabulleron del campamento sin despedirse siquiera; Margo y yo nos quedamos.<br />

Supongo que sentíamos curiosidad. Quizá fuera esa misma curiosidad la que nos había diferenciado<br />

del resto del grupo desde el principio. Creo que Margo se sentía responsable, en parte, por lo<br />

ocurrido a Dayton, aunque ambos tratábamos de considerar aquello como un desafortunado giro de<br />

la naturaleza; algo así como la combustión espontánea, algo que era mejor no investigar demasiado.<br />

No obstante, ella insistió en seguir sacando fotos hasta que aquello tuviera algún sentido, a través de<br />

los ojos de su cámara. En cuanto a mí, bueno, yo quería escribir algo más sobre Dayton y hasta qué<br />

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