Horror 7- Stephen King y otros
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Stephen King y Otros Horror 7 dad y todo su esplendor– a través de un obturador abierto, casi como si tuviera miedo de dejar la cámara por temor a perderse algo que debía plasmar en las fotos. –Parpadea una sola vez y un pedazo del mundo pasará ante tus ojos sin que tú te apercibas – solía decirme–. Parpadea dos veces..., y ya no te quedará nada por ver. La primera vez que me largó aquella frase, pensé que se refería a ser uno de los que no participan en la vida. Pero ahora, cuando pienso en la tristeza que en ocasiones oscurecía su mirada en momentos como aquellos, me pregunto si acaso no estaría advirtiéndome sobre la ceguera de la muerte. «Parpadea dos veces..., y ya no te quedará nada por ver.» El dieciséis de septiembre, el primer copo de nieve cayó tembloroso de lo alto y se disolvió en el suelo de Eagle Peak. Después, otro copo salió susurrando del cielo, y otro más, y otro... En cuestión de nada, dejaron de disolverse al besar la tierra. Dos días más tarde, un guardabosques del parque, vestido con su chaqueta amarilla y despidiendo nubecillas de aire caliente por la boca, subió por el sendero en su vehículo para la nieve. Iban a cerrar el parque (medida reservada, normalmente, para después del fin de semana del Día de Acción de Gracias) y quiso saber si había alguna... «petición de último momento», para expresarlo con sus mismas palabras. Recuerdo los esfuerzos del hombre por entrar en calor: daba palmadas y pateaba la nieve como si fuese un enorme alce que intentara poner al descubierto el esqueleto de un arbusto oculto en la tierra. Y sus palabras ocultaban un cierto tonillo muy mal disimulado. «¡Si serán tontos! –nos decía–. Este no es sitio para estar. Y menos este invierno. Mira que quedarse aquí...» El cierre oficial del parque se produjo el veinte de septiembre de mil novecientos ochenta. Y así comenzó el invierno más largo que he vivido jamás. Durante aquellos primeros días invernales. Margo y yo fuimos unos observadores imparciales, vigilábamos a nuestros compañeros artistas al tiempo que observábamos, con curiosidad, el extraño clima. A Margo le fascinaba el tremendo frío de la primera tormenta de nieve. Y supongo que eso fue lo que me resultó tan atractivo en ella, su maravillosa curiosidad infantil, que la impulsaba a meter el dedo aquí o allá y a esperar el resultado. Juntos –porque al cabo de un tiempo nos volvimos casi inseparables–, observamos cómo nuestros secuaces artísticos perdían su anonimato para convertirse en personas reales, enteras y excéntricas, con algo de Jekyll y Hyde en según qué faceta de sus personalidades. Durante aquellos primeros días invernales, cuando Margo y yo nos manteníamos en los límites de la experiencia de la «Escalinata», a nuestras anchas para tomar notas –visuales y escritas–, fue la época en la que más disfruté. De todo el grupo, Billy Dayton, nuestro escultor residente, resultó el más extraño. Era un hombre de su época, un hijo perdido de los sesenta. Llevaba el cabello largo, recogido en una cola de caballo sujeta con una tira de piel de conejo. Una barba poblada, con bastantes toques de gris, le ocultaba el rostro y le daba aspecto de tener más edad. Y sus ojos eran tan negros como la noche sin luna. Lo conocí un día de finales del verano, a un kilómetro del campamento. Estaba arrodillado junto a la base de una monolítica losa de piedra volcánica, tallándola con un cincel de granito. –¿Qué es? –pregunté con inocencia, pues desconocía la respuesta. –La revolución de la naturaleza –respondió. Y lo hizo con una voz suave y frágil, el tipo de voz que hace creíble cada frase proferida, incluso 38
Stephen King y Otros Horror 7 aunque nos conste que es una tontería. Así era Billy Dayton: siempre decía tonterías que sonaban a verdad revelada. Al menos, así era como yo lo veía por aquel entonces. Ahora..., bueno, ahora no estoy seguro. Quizá no fueran tonterías. –Es un título sugerente –comenté. Entonces se acercó Margo, que captaba con el «clic» de su cámara todo aquello que se interpusiera ante su objetivo. Cuando vio el monolito de Billy, le sacó cuatro o cinco fotos, y luego se detuvo, aferrando la cámara con las manos. –¿Qué es? –le preguntó. –La revolución de la naturaleza –contesté. No se echó a reír, o, al menos, no en voz alta. Pero algo debió de mosquear a Dayton, porque se volvió sobre las rodillas y le miró a los ojos, como si estuviera leyéndole el pensamiento. Recuerdo que, durante un momento, creí que sus ojos ardían como el mercurio líquido. Entonces Margo se echó a temblar, y noté que algo en su interior se marchitaba, de la misma forma que se marchita la alegría de un niño cuando un adulto entra en su habitación. –Vámonos –me dijo ella mientras me agarraba del brazo. Tenía la mano helada, como si su cuerpo se hubiera quedado exangüe. La seguí, y Billy volvió a su «revolución». Cuando nos hubimos alejado lo suficiente para que no nos oyera, le pregunté a Margo por qué había huido tan de repente. –Es un presentimiento –repuso. Después, volvió a levantar la cámara y «clic» aquí, «clic» allá, comenzó a fotografiar árboles. Aquélla fue la primera vez que me di cuenta de que la cámara de Margo no era sólo una ventana al mundo, sino también su personal manera de excluir las cosas que no deseaba ver. Ojos (objetivo) que no ven, corazón que no siente. A medida que las noches se fueron haciendo más frías, la «Escalinata» se dividió en grupos cada vez más reducidos, cada uno de ellos con un interés específico. En una tienda se producía el gran debate «arte versus artesanía, el alma de la creatividad». En otra, se compartían recetas de pintura de bayas y se hablaba de los diez grandes usos de la piedra volcánica. En la nuestra. Margo y yo – antes extraños y ahora amigos– compartíamos pequeños retales protegidos de nosotros mismos. Una de aquellas noches frías, ella estaba envuelta en un cálido saco de dormir y la luz titilante del fuego reflejaba su brillo en sus ojos. –La perspectiva es el mejor don que podemos ofrecerle al mundo. Allá fuera, tú ves la desolación de un duro invierno; sin embargo, yo veo castillos de hielo y hadas de nieve. Contemplamos el mismo paisaje, pero lo vemos diferente. Esa perspectiva, la tuya que es única para ti y la mía que es única para mí, es el mejor don que podemos ofrecerle al mundo. Creí comprenderlo. –Toma. por ejemplo, la misma idea para un relato –dije–, y dásela a cincuenta escritores distintos; obtendrás cincuenta historias distintas. Cada una con su personalidad propia. Cada una tan individual como su autor. –¡Sí! –gritó entusiasmada, como el maestro con su mejor alumno–. ¿Y de dónde sacaremos nuestras perspectivas únicas, tú la tuya y yo la mía? –¡Del pasado y del presente! De las delicias de nuestra infancia y de las pesadillas de nuestra adolescencia. De quedarnos mirando el espejo mientras hacemos muecas. De crecer tan de prisa que nunca dejamos de sentir que seguimos siendo niños. 39
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aunque nos conste que es una tontería. Así era Billy Dayton: siempre decía tonterías que sonaban a<br />
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estoy seguro. Quizá no fueran tonterías.<br />
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Entonces se acercó Margo, que captaba con el «clic» de su cámara todo aquello que se interpusiera<br />
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No se echó a reír, o, al menos, no en voz alta. Pero algo debió de mosquear a Dayton, porque se<br />
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que, durante un momento, creí que sus ojos ardían como el mercurio líquido. Entonces Margo se<br />
echó a temblar, y noté que algo en su interior se marchitaba, de la misma forma que se marchita la<br />
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–Vámonos –me dijo ella mientras me agarraba del brazo. Tenía la mano helada, como si su<br />
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La seguí, y Billy volvió a su «revolución». Cuando nos hubimos alejado lo suficiente para que<br />
no nos oyera, le pregunté a Margo por qué había huido tan de repente.<br />
–Es un presentimiento –repuso.<br />
Después, volvió a levantar la cámara y «clic» aquí, «clic» allá, comenzó a fotografiar árboles.<br />
Aquélla fue la primera vez que me di cuenta de que la cámara de Margo no era sólo una ventana al<br />
mundo, sino también su personal manera de excluir las cosas que no deseaba ver.<br />
Ojos (objetivo) que no ven, corazón que no siente.<br />
A medida que las noches se fueron haciendo más frías, la «Escalinata» se dividió en grupos cada<br />
vez más reducidos, cada uno de ellos con un interés específico. En una tienda se producía el gran<br />
debate «arte versus artesanía, el alma de la creatividad». En otra, se compartían recetas de pintura<br />
de bayas y se hablaba de los diez grandes usos de la piedra volcánica. En la nuestra. Margo y yo –<br />
antes extraños y ahora amigos– compartíamos pequeños retales protegidos de nos<strong>otros</strong> mismos.<br />
Una de aquellas noches frías, ella estaba envuelta en un cálido saco de dormir y la luz titilante<br />
del fuego reflejaba su brillo en sus ojos.<br />
–La perspectiva es el mejor don que podemos ofrecerle al mundo. Allá fuera, tú ves la desolación<br />
de un duro invierno; sin embargo, yo veo castillos de hielo y hadas de nieve. Contemplamos el<br />
mismo paisaje, pero lo vemos diferente. Esa perspectiva, la tuya que es única para ti y la mía que es<br />
única para mí, es el mejor don que podemos ofrecerle al mundo.<br />
Creí comprenderlo.<br />
–Toma. por ejemplo, la misma idea para un relato –dije–, y dásela a cincuenta escritores distintos;<br />
obtendrás cincuenta historias distintas. Cada una con su personalidad propia. Cada una tan individual<br />
como su autor.<br />
–¡Sí! –gritó entusiasmada, como el maestro con su mejor alumno–. ¿Y de dónde sacaremos<br />
nuestras perspectivas únicas, tú la tuya y yo la mía?<br />
–¡Del pasado y del presente! De las delicias de nuestra infancia y de las pesadillas de nuestra<br />
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