Horror 7- Stephen King y otros
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Stephen King y Otros Horror 7 Harry hizo una pausa, y esperó la reacción. Y la obtuvo: una explosión de sonido procedente de la banda sonora de las risas. Era de suponer, claro. Siempre había una banda de sonido para las risas, y otra que suavizaba los aplausos. Pero después de tantos años de experiencia. Harry había aprendido a distinguir la diferencia entre la risa prefabricada y la verdadera. Y aquella explosión de alegría era mecánica. Entre el público, nadie reía, nadie aplaudía, nadie reaccionaba porque nadie sabía cómo hacerlo, a menos que el apuntador les soplara. Aquél era un programa cómico, él era un hombre gracioso y el público no podía reaccionar por sí solo a una advertencia inesperada. A lo largo de todos aquellos años en que la cirugía había ido robándole el cuerpo, alguien se había quedado con los cerebros de la gente. Las computadoras pensaban por ellos, los medios de comunicación les dictaban su estilo de vida. Hacer el amor, conducir coches o sacudir los puños en manifestación de protesta, todo eran cuestiones de pura mímica. Las máquinas confeccionaban los productos y las máquinas los promocionaban; eran máquinas las que compraban los productos y eran máquinas las que los utilizaban. La vida real no existía ya; sólo como su programa: invitados de mentira, improvisaciones de mentira y presentador de mentira. La única realidad que Harry logró encontrar fue su propia desesperación. ¿De qué servirían las advertencias? Los telespectadores no iban a oír lo que él dijera, sería eliminado de la grabación. Pero aún quedaba un modo. Mediante la comunicación verbal. En ella estaba la respuesta. Si lograra llegar al público del estudio, si lograra hacérselo creer, entonces, al salir, ellos se encargarían de propagar la verdad. Y tenía que convencerlos en ese mismo instante, porque aquélla era su última oportunidad. Harry se enfrentó a las luces, luchó contra el cegador brillo, se obligó a establecer un contacto visual con las siluetas que permanecían sentadas, en silencio, entre las sombras de allá abajo. Se le nubló la vista, luego se le aclaró y logró ver la vacía amplitud del estudio. No había público. No había público..., nadie, sólo Harry y la pantalla apuntadora. Por la luz destellante del anotador eléctrico, supo que éste había vuelto a funcionar, que le indicaba su próxima frase. Como un autómata. Harry comenzó a leer las palabras en voz alta. Al diablo con todo, una nueva temporada empezaba. El espectáculo debía continuar, y un chiste era un chiste. Y si no había público, qué más daba. Siempre contaría con las risas de la banda de sonido. 32
Stephen King y Otros Horror 7 LA FUTURA DIFUNTA Richard Matheson Muy pocos escritores del género fantástico han mostrado mejor su ascendencia estadounidense que R. Matheson. Fue uno de los primeros en situar sus especulaciones más negras en ambientes que no diferían, creo, de los del lector. Por esto y por el hecho de que sus relatos suelen estar ambientados en el ahora, su presentación quirúrgica de lo inesperado atrapa a casi todos los lectores desde el mismo principio. Dick Matheson nunca ha sido superado en su utilización del horror identificable. Emerge del diálogo que se eleva de una página impresa como la realidad misma. El autor de The Shrinking Man, «Duel», «The Test», «What Dreams May Come», «Being», Bid Time Return, y «Prey» obtuvo, en 1984, el World Fantasy Award a la obra de toda una vida. Tal vez deberían haber suspendido la concesión del premio desde ese preciso momento. Con la joya rutilante de un cuento inédito de Richard Matheson a la vista, ¿qué más se podría agregar? *** El hombrecillo abrió la puerta y entró; fuera quedó la deslumbradora luz del sol. Aquel hombrecillo larguirucho, de aspecto simple y ralo cabello gris, rondaría los cincuenta años o poco más. Cerró la puerta sin hacer ruido y se quedó en el lóbrego vestíbulo, en espera de que los ojos se le acostumbraran al cambio de luz. Vestía un traje negro, camisa blanca y corbata negra. Su pálido rostro aparecía sin transpiración a pesar del calor. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la penumbra, se quitó el sombrero panamá y avanzó por el pasillo hasta el despacho: sus zapatos negros no hicieron ruido alguno al pisar sobre la alfombra. El empleado de la funeraria levantó la vista de su escritorio para saludarle. –Buenas tardes. –Buenas tardes –repuso el hombrecillo, que tenía una voz suave. –¿Puedo ayudarle en algo? –Sí –respondió el hombrecillo. Con un ademán, el empleado de la funeraria le indicó la butaca que había del otro lado de su escritorio y le dijo: –Por favor. El hombrecillo se sentó en el borde de la butaca y dejó el panamá sobre su regazo. Observó que el empleado de la funeraria abría un cajón y sacaba un impreso. Después, retiró una estilográfica negra de su base de ónice, y preguntó: –¿Quién es el difunto? –Mi esposa –dijo el hombrecillo. El empleado de la funeraria emitió un cloqueo de condolencia. 33
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Harry hizo una pausa, y esperó la reacción.<br />
Y la obtuvo: una explosión de sonido procedente de la banda sonora de las risas.<br />
Era de suponer, claro. Siempre había una banda de sonido para las risas, y otra que suavizaba los<br />
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nadie reía, nadie aplaudía, nadie reaccionaba porque nadie sabía cómo hacerlo, a menos que el<br />
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podía reaccionar por sí solo a una advertencia inesperada.<br />
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había quedado con los cerebros de la gente. Las computadoras pensaban por ellos, los medios de<br />
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productos y las máquinas los promocionaban; eran máquinas las que compraban los productos y<br />
eran máquinas las que los utilizaban. La vida real no existía ya; sólo como su programa: invitados<br />
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La única realidad que Harry logró encontrar fue su propia desesperación. ¿De qué servirían las<br />
advertencias? Los telespectadores no iban a oír lo que él dijera, sería eliminado de la grabación.<br />
Pero aún quedaba un modo. Mediante la comunicación verbal. En ella estaba la respuesta. Si lograra<br />
llegar al público del estudio, si lograra hacérselo creer, entonces, al salir, ellos se encargarían<br />
de propagar la verdad. Y tenía que convencerlos en ese mismo instante, porque aquélla era su última<br />
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Harry se enfrentó a las luces, luchó contra el cegador brillo, se obligó a establecer un contacto<br />
visual con las siluetas que permanecían sentadas, en silencio, entre las sombras de allá abajo. Se le<br />
nubló la vista, luego se le aclaró y logró ver la vacía amplitud del estudio.<br />
No había público.<br />
No había público..., nadie, sólo Harry y la pantalla apuntadora. Por la luz destellante del anotador<br />
eléctrico, supo que éste había vuelto a funcionar, que le indicaba su próxima frase.<br />
Como un autómata. Harry comenzó a leer las palabras en voz alta. Al diablo con todo, una nueva<br />
temporada empezaba. El espectáculo debía continuar, y un chiste era un chiste.<br />
Y si no había público, qué más daba. Siempre contaría con las risas de la banda de sonido.<br />
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