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Horror 7- Stephen King y otros

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<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

ruedas hacia arriba.<br />

Intenté inclinar el cuerpo y darme la vuelta para llegar hasta el tirador de la puerta del conductor.<br />

Quizá lograra abrirla. Pero un relámpago de dolor me indicó que me resultaba imposible moverme.<br />

El rostro esquelético de Latting apareció ante el parabrisas y miró hacia dentro, a través del cristal<br />

cuarteado. Una sonrisa le alargó la comisura de los labios como si fuese una cicatriz.<br />

–¿Se encuentra bien ahí dentro?<br />

–¡Diablos, no! –exclamé con un hilo de voz–. Necesito un... un médico. Por el amor de Dios...,<br />

consígame... una ambulancia. Negó con la cabeza.<br />

–Aquí, en el depósito, no hay teléfono para poder pedir una –repuso con voz ronca–. Además,<br />

usted no necesita médicos, hijo. Nos tiene a «nos<strong>otros</strong>».<br />

–¿Ustedes?<br />

–Sí, a mi perro y a mí.<br />

La cabeza, roma y deforme, del asqueroso animal gris apareció en la ventanilla junto a la de Latting.<br />

La roja lengua le colgaba, húmeda, y su ojo negro me miraba fijamente sin pestañear.<br />

–Pero... ¡me estoy desangrando! –Levanté el brazo derecho; la sangre me manaba profusamente–.<br />

Y... creo que..., creo que tengo... lesiones internas.<br />

–Seguro que las tiene –afirmó Latting con una risita–. Sufre graves lesiones internas. –Me lanzó<br />

una socarrona mirada de soslayo–, Además, tiene la cabeza llena de cortes. Y parece que tiene fracturadas<br />

ambas piernas... y el pecho hundido. Seguro que se le han roto un montón de costillas.<br />

Y volvió a reírse, esta vez a carcajadas.<br />

–¡Es usted un pobre loco! –le espeté–. Haré que..., que el sheriff lo arreste. –Luché contra el dolor<br />

para seguir con mi invectiva–: ¡Se pudrirá en la cárcel por esto!<br />

–¡Vamos, no se ponga de esa forma! El sheriff no entrará aquí. Nadie entra en el depósito. A estas<br />

alturas, usted debería saberlo ya. Nadie. Excepto los que están igual que usted.<br />

–¿Qué quiere decir con eso de..., de «los que están igual que usted»?<br />

–Los moribundos –respondió el anciano con voz ronca–. Los que tienen casi todos los huesos<br />

rotos, los que se desangran por completo. Los de la autopista interestatal, vamos.<br />

–¿Quiere decir que... ésta no es la primera vez?<br />

–Claro que no. Han sido muchas veces. ¿Cómo cree usted que hemos sobrevivido todos estos<br />

años mi perro y yo? Lo que ocurre en esa autopista es lo que nos mantiene vivos...; los que hay dentro<br />

de los coches destrozados, de los camiones volcados. Necesitamos lo de dentro. –Acarició con<br />

fuerza el cogote sarnoso del perro y le preguntó–: ¿No es así, amigo?<br />

Como respuesta, el enorme animal levantó el baboseante morro y enseñó los dientes; luego, volvió<br />

a fijar en mí su ojo de obsidiana.<br />

–Este perro que ve usted aquí es algo fuera de lo común –comentó Latting–. Lo digo porque parece<br />

saber con toda exactitud a quién debe elegir para echarle el mal de ojo. A la gente especial. A<br />

las personas como usted, a quienes nadie echará de menos y por las que nadie preguntará. No puedo<br />

permitirme el lujo de que vengan a fisgonear y hacer preguntas por el depósito. Los que él elige se<br />

internan en la niebla y desaparecen. Yo los remolco hasta aquí y se acabó la historia.<br />

Obnubilado, a través de la bruma roja del dolor, recordé la fiera intensidad con la que aquel único<br />

ojo negro me había mirado cuando pasé junto al riel metálico de la autopista. Me hipnotizó, e<br />

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