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Horror 7- Stephen King y otros

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<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

las compras en el pueblo, no teníamos ni idea de dónde conseguía la comida. Tampoco daba la impresión<br />

de que vendiera algo. Quiero decir que nadie iba al depósito a comprar recambios para sus<br />

coches o camiones. De modo que el señor Latting cumplía todos los requisitos para convertirse en<br />

el excéntrico del pueblo. En todos los pueblos hay uno. Inofensivos, supongo.<br />

Pero, de todos modos, dan miedo.<br />

Y así eran las cosas, en Riverton, donde me crié (siempre consideré que Riverton era un nombre<br />

cómico para un pueblo en el que no había ni un río en cien kilómetros a la redonda). Yo tenía dieciocho<br />

años cuando me marché para matricularme en la universidad e iniciar una nueva vida. Me licencié<br />

en ingeniería. Igual que mi padre; pero él nunca hizo nada con su título. A los treinta años,<br />

contaba ya con mi propia empresa cuando regresé a enterrar a mi padre.<br />

Mamá se había divorciado de él diez años antes, contrajo nuevas nupcias, y residía en Cleveland.<br />

No quiso volver para el funeral. Mi única hermana se encontraba en California; no tenía dinero<br />

para el viaje, y no éramos más hermanos. De manera que me tocó a mí.<br />

Era otoño y el entierro en el cementerio de Oakwood resultó lúgubre y deprimente. Asistió muy<br />

poca gente: algunos viejos compinches de papá, que también estaban con un pie en la tumba, y un<br />

puñado de mis compañeros del instituto, que se mostraron nerviosos e incómodos, igual que yo.<br />

Dispuestos para ofrecerme sus condolencias. No había relación alguna entre nos<strong>otros</strong>; no quedaba<br />

nada.<br />

Cuando todo hubo acabado, decidí regresar en coche a Chicago esa misma noche. Riverton no<br />

ejercía la mínima atracción nostálgica en mí. Se trataba de enterrar a mi padre y largarme de allí.<br />

Ése había sido mi plan desde el principio.<br />

Al volver del cementerio, pasé por el depósito de chatarra.<br />

No vi a nadie dentro cuando pasé lentamente por delante en mi coche, dejando atrás el portón<br />

cerrado con candado. Ni señales de vida o movimiento.<br />

Claro que habían transcurrido doce largos años. El viejo Latting estaría muerto, sin duda, lo<br />

mismo que su perro. ¿Quién sería el propietario ahora? A mi juicio, era un lugar de lo más espantoso.<br />

Un sinfín de oscuros recuerdos acudió en tropel a mi mente. Aquel depósito siempre había tenido<br />

algo de indecente..., algo «malo». Aspecto que no había cambiado. Un frío repentino en el aire<br />

me estremeció. Subí un punto más la calefacción del coche.<br />

Y enfilé hacia la autopista interestatal.<br />

Diez minutos después vi al perro. Se hallaba sentado junto al riel metálico de la autopista, sobre<br />

el arcén de grava, en el mismo sitio hasta el cual yo lo había seguido tantos años antes. A medida<br />

que mi coche se acercaba a él, el enorme animal gris levantó la cabeza y fijó su ojo de carbón en mí.<br />

El mismo perro. El mismo ojo ciego, abultado y blanquecino en el lado derecho de su cráneo deforme,<br />

la misma pelambrera plagada de manchas de sarna, el mismo cuello musculoso y el mismo<br />

rabo mocho.<br />

El mismo perro... o su fantasma.<br />

De pronto, me interné en una vorágine de niebla opaca que oscureció la autopista. Iba a demasiada<br />

velocidad. Aquella aparición surgida de los bosques me había hecho perder la concentración.<br />

Pisé a fondo el pedal del freno. Las ruedas se bloquearon y perdieron agarre en el firme humedecido<br />

por la niebla. El coche empezó a derrapar hacia el riel de seguridad. Una banda de acero inflexible,<br />

blanca como la leche, «apareció» ante mí. Y me estrellé contra ella. De frente.<br />

Siguió el estallido de metal contra metal. Aparecieron en el parabrisas millares de finas estrías.<br />

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