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<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />
Los forasteros que desconocían la zona avanzaban por la autopista a ciento treinta por hora, o<br />
más, para internarse a ciegas en el banco de niebla. Entonces podía oírse el violento chirrido de<br />
unos frenos. Y el bloqueo de las ruedas. Seguía el estallido del metal destrozado y los cristales rotos<br />
al chocar contra el riel metálico de seguridad. Y luego un prolongado silencio. Más tarde, a veces<br />
mucho más tarde, se oía el ulular fúnebre de la sirena del Chevy de Joe Thompson, el sheriff, rumbo<br />
al lugar del accidente. En fin, que nos<strong>otros</strong>, los niños, nos imaginábamos que algunos de aquellos<br />
coches accidentados iban a parar al depósito de chatarra.<br />
Por las noches, al pasar por delante del depósito, de los metálicos cadáveres apilados se veía<br />
elevarse un verdoso y enfermizo fulgor que provenía del enorme arco voltaico que el señor Latting<br />
mantenía siempre encendido. Al caer el sol, aquella enorme luz se encendía y hasta el amanecer no<br />
se apagaba.<br />
Cuando a la escuela de Riverton llegaba un niño nuevo, sabíamos que, con el tiempo, acabaría<br />
preguntando por el depósito de chatarra.<br />
–¿Habéis entrado alguna vez? –preguntaba el nuevo vecino.<br />
Nos<strong>otros</strong> le contestábamos que sí, que un montón de veces. Pero era mentira. Ninguno de los<br />
niños que yo conocía había entrado nunca en el depósito.<br />
Y había una buena razón para ello. El señor Latting tenía allí dentro un enorme perro gris. No sé<br />
de qué raza. Una especie de mastín. Era feo como pecar en domingo. Sólo tenía bien un ojo; el otro<br />
lo llevaba cubierto por una especie de membrana surcada de venitas. A lo mejor le habían dado un<br />
zarpazo en alguna pelea. El ojo bueno era negro como un pedazo de carbón pulido. Debajo de aquel<br />
cráneo, deforme y cubierto de pelo corto, el perro tenía un cuello fuerte y musculoso, y su apelmazada<br />
pelambrera gris estaba cubierta de manchas de aceite y retazos de sarna. Tenía el rabo mocho;<br />
quizá se lo habrían arrancado de un mordisco.<br />
Aquel perro jamás nos ladraba, nunca hacía ruido; pero si cualquiera de nos<strong>otros</strong> se acercaba<br />
demasiado al depósito, alzaba el labio superior en silenciosa señal de ira y nos enseñaba los amarillentos<br />
colmillos. Y si alguno de nos<strong>otros</strong> se atrevía a tocar la cerca que rodeaba el depósito, aquel<br />
bicho era capaz de abalanzar su corpachón contra la madera, y lanzarnos dentelladas a través de las<br />
separaciones de los listones.<br />
A veces, en otoño, la estación de las nieblas, justo al caer el sol, veíamos como el perro gris salía,<br />
igual que un fantasma, por el portón del depósito, se internaba en los bosques, justo por detrás de<br />
la tienda de Sutter, y desaparecía.<br />
En cierta ocasión, en un acto de bravura, lo seguí y vi que abandonaba los árboles, al otro extremo<br />
del bosque, y subía pesadamente la loma que conducía a la autopista interestatal, Y allí se<br />
quedó, sentado al borde de la cinta de asfalto, mirando los coches, que pasaban como una exhalación.<br />
Parecía disfrutar de aquello.<br />
Cuando volvió la enorme cabezota para lanzarme una mirada colérica, salí por pies y me perdí<br />
en el bosque. Estaba aterrado. No deseaba que aquel diablo gris saliera corriendo tras de mí. Recuerdo<br />
que no me detuve hasta llegar a mi casa.<br />
En cierta ocasión le pregunté a mi padre qué sabía sobre el señor Latting. Repuso que no tenía<br />
información acerca de aquel hombre. Sólo sabía que siempre había sido propietario del depósito. Y<br />
del perro. Y del remolque. Y que siempre, incluso en verano, llevaba un largo abrigo negro con el<br />
cuello gastado vuelto hacia arriba. Y que siempre se tocaba con un enorme sombrero raído, con el<br />
ala como mordisqueada por las ratas que dejaba en sombra su enjuto rostro, picado de viruelas, y<br />
sus brillantes ojos.<br />
El señor Latting jamás hablaba. Nadie le había oído pronunciar ni una palabra. Y como no hacía<br />
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