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<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />
DEPÓSITO DE CHATARRA<br />
William F. Nolan<br />
Bill Nolan es un elfo de piernas largas, sonrisa llena de dientes y brazos largos que reparten abrazos<br />
de oso como los que el lector echa de menos desde que el abuelo solía prodigárselos. Es un amigo<br />
de los medios de comunicación que interrumpe la creación de un guión de cine, por el que le pagan<br />
cifras de cinco o seis dígitos, para escribir algún relato nuevo. No hay nadie que se le parezca ni remotamente.<br />
«Depósito de chatarra» fue prefigurado en un <strong>Horror</strong> Show del invierno de 1986 donde se desvelaban<br />
ideas de «From the Notebook of WiIliam F. Nolan». En esta obra, Nolan escribió: «¿Alguna vez<br />
has pensado cómo abunda la muerte en un depósito de chatarra...? Tantos coches destrozados que albergan<br />
el alma de quienes murieron en ellos». Y el anciano personaje lanza una advertencia: «Yo, en<br />
tu lugar, no me acercaría al depósito de chatarra».<br />
Mejor que no. Éste es un cuento de horror equiparable a «Halloween Man» y a todas las obras de<br />
Things Beyond Midnight (1984), de Wuffin; se trata de uno de los mejores. Tal como Ray Bradbury<br />
escribiera en cierta ocasión: «Dios inventó una pildora estimulante y la llamó Nolan. Es irresistible».<br />
***<br />
Se encontraba en las afueras del pueblo, un poco más allá de las vías abandonadas del tren de<br />
carga. Solía pasar por allí de camino al colegio, en las mañanas espejadas de Missouri y. de nuevo,<br />
por las tardes de largas sombras, al volver a casa con los libros apretados contra el pecho, sin querer<br />
mirarlo.<br />
El depósito de chatarra.<br />
A nos<strong>otros</strong>, los niños, siempre nos atemorizaba, incluso de día. Era viejo: llevaba en Riverton<br />
desde tiempo inmemorial. Abarcaba una manzana entera. Una desvencijada cerca de madera (¿había<br />
estado pintada alguna vez?) lo circundaba por completo. Los listones estaban podridos, y entre<br />
muchos de ellos había enormes grietas por las que se podían ver todos los coches destrozados y los<br />
camiones apilados obscenamente, cuerpo a cuerpo, en un abrazo de herrumbre. Había motores despanzurrados<br />
con los manguitos de agua rotos como vísceras revueltas, remolques de camiones dislocados,<br />
partidos e hinchados por el sol y la lluvia, y parabrisas hechos añicos cubiertos de una capa<br />
de mugre marrón oscura.<br />
–Son los sesos de las personas que se estrellaron la cabeza contra el cristal –decía Billy-Joe Gibson.<br />
A nadie le cabía la menor duda de que decía la verdad.<br />
El ancho portón de metal negro que había al frente estaba cerrado con candado casi siempre, pero<br />
a veces, por las noches, «siempre» por las noches, solía abrirse con un chirrido, como si de una<br />
enorme boca de hierro se tratara, y el anciano señor Latting entraba su destartalado remolque, con el<br />
tubo de escape humeante, sin guardabarros delantero y el capó abollado, arrastrando el cadáver de<br />
un coche cual un insecto metálico aplastado.<br />
Nos<strong>otros</strong>, los niños, jamás supimos con exactitud de dónde sacaba los coches, aunque en la Interestatal<br />
se producían muchos accidentes graves, sobre todo en otoño, cuando de los bosques de<br />
Riverton se levantaba la niebla y envolvía la autopista con un palpitante manto blanco como la tiza.<br />
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