Horror 7- Stephen King y otros

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Stephen King y Otros Horror 7 lo, azul y transparente; aquella pacífica claridad consiguió ensimismarle. Entonces, un bombardero extraviado sobrevoló el lugar y dejó caer una bomba que debía de estar destinada al astillero del río. Hasta que la sirena no aulló, ya tarde, fue incapaz de moverse. En el último instante, se había arrojado al suelo, aplastando el parterre de flores de su padre, y lo lamentó mucho, a pesar del pánico. La bomba cayó en el cementerio. Key vio cómo las tumbas saltaban por los aires y, a su espalda, oyó hacerse añicos la ventana de la cocina. Una onda expansiva que arrastraba tierra, lápidas, fragmentos de un ataúd y todo aquello que la explosión había levantado cayó sobre él y ennegreció el cielo, la luz brillante. Tuvo que luchar durante largo rato para despertarse en su piso, y mucho más para convencerse de que no seguía sumergido en el sueño. Se pasó el día haciendo su valoración de algunos discos y esperando a Hester. No dejaba de creer que oía arañazos en la puerta trasera, pero quizá fueran las descargas de estática del televisor de los vecinos, que aquel día sonaba mucho más lejano. Hester le dijo que no había visto animales cerca de los apartamentos, pero olfateó con fuerza cuando Key se puso el abrigo. –Tendré que hablar con el propietario de tu casa sobre esto de la humedad. En el cine, un almacén situado cerca del astillero y convertido en sala cinematográfica, proyectaban Ciudadano Kane. La habían filmado el mismo año de la bomba, y en aquel entonces había esperado verla ansiosamente. Ahora, por primera vez en su vida, sintió que las películas tenían demasiado diálogo. No cesaba de recordar el levantamiento del cementerio, que pareció deseoso de tragárselo. Y entonces siguieron las desastrosas consecuencias. Mientras sus padres lo llevaban al hospital, un vecino había cubierto con madera la ventana destrozada. Al regresar a casa, Key había oído a sus padres discutir por lo de la ventana. Tumbado, casi indefenso, en la cama, se había dado cuenta de que sus padres no estaban seguros de dónde había salido la madera que estaba clavada de un extremo al otro del marco. El vecino había jurado que era madera que le había sobrado de unas obras que hiciera en su casa. Y la madera tenía aspecto de estar bastante nueva: el ligero olor podía emanar del cementerio. De todos modos, Key había dado un recital de piano, en cuanto se encontró bien, para poder reponer el cristal. Pero incluso después de que lo cambiaran, la ventana había conservado aquel asqueroso olor a madera podrida. Quizá estuviera relacionado con el levantamiento del cementerio, aunque, para entonces, ya lo habían limpiado todo, pero ¿acaso no eran demasiados? La locuacidad de Ciudadano Kane cedió por fin paso a la música. Key estuvo bebiendo con Hester en el bar hasta la hora de cerrar, y fue entonces cuando advirtió que no deseaba quedarse solo con sus crecientes recuerdos. Al invitar a Hester a su piso para tomar café no hizo más que posponer esos recuerdos, pero, a su edad, era lo único que podía esperar de la chica. –Cuídate –recomendó ella al despedirse en la puerta, mientras le sujetaba el rostro entre sus frescas manos y lo miraba con fijeza. Cuando Hester se alejó en su coche, aún le quedaba el sabor de los juveniles labios. No le apetecía irse a la cama hasta no sentirse más tranquilo. Se sirvió una generosa copa de escocés. Los preludios de Debussy pudieron haberle calmado, pero los auriculares no lograron cubrir el ruido que le llegaba de arriba. Los aviones pasaban en vuelo rasante, las armas disparaban de manera acompasada... y, entonces, alguien lanzó una bomba. La explosión estremeció a Key. Se quitó los auriculares, apartó de un empellón el pequeño piano y se disponía a subir la escalera como una tromba para quejarse cuando oyó otro sonido. La puerta de la cocina se abrió. «Quizá el impacto de la bomba la ha entreabierto», pensó distraído. Se dirigió veloz hacia la 18

Stephen King y Otros Horror 7 puerta. Se disponía a aferrar el pomo cuando el olor a madera podrida le dio de lleno, ¡y vio la cocina! La cocina de sus padres, el cristal viejo sobre el antiguo fregadero de piedra, la puerta trasera cuarteada en la que creyó oír unos arañazos. Cerró de un portazo. Aquel sonido le resultó ineludiblemente familiar; se dejó caer sobre la cama, su único refugio posible. Permaneció tumbado e intentó que tanto él como su sentido de la realidad dejaran de estremecerse. Ahora que la televisión podía haberle ayudado a convencerse del lugar en que se encontraba, alguien de arriba la había apagado. Se dijo que no podía haber visto lo que creyó ver. Tal vez el olor y los arañazos fueran ciertos, pero ¿qué significaba eso? ¿Iba a dejarse arrastrar de nuevo por las sensaciones que experimentara después de salir del hospital, por el miedo de aventurarse en las habitaciones de su propia casa, por el terror de no saber qué podía estar esperándolo allí? No era preciso que se levantara para probarse a sí mismo que eso no iba a ocurrir, siempre y cuando tuviera la certeza de que podría levantarse. Nada le ocurriría mientras siguiera tumbado. Y fue esa creciente convicción la que, a la larga, le permitió quedarse dormido. El sonido de los arañazos lo despertó. Medio adormilado, recordó que no había cerrado la puerta del dormitorio, y. seguramente, la puerta de la cocina habría vuelto a abrirse, de lo contrario, hubiera sido imposible que oyese los impacientes zarpazos. Se sentó en la cama con un gesto de rabia, como si esa rabia lograra impulsarle a cerrar las dos puertas antes de tener la ocasión de sentirse incómodo. En ese momento, sus párpados se abrieron, pegajosos, y se quedó helado; el aliento se le cortó en la garganta. Se encontraba en su dormitorio, en el dormitorio que llevaba sin ver desde hacía casi cincuenta años. Lo miró con los párpados entornados: miró el techo, bajo e inclinado; las floreadas cortinas, de desiguales medidas; el rincón en el que el nuevo papel pintado no tapaba del todo el antiguo... Todo lo vio con una especie de pavor paralizante, como si temiera que su solo aliento lo hiciese desaparecer. El jadeante silencio fue roto por los arañazos cada vez más fuertes, más urgentes. De sólo pensar que tenía que buscar la causa de aquel sonido, el pánico lo invadió, y tendió la mano hacia el teléfono que había junto a su cama. Si alguien lo acompañaba. Hester, por ejemplo, seguramente desaparecería el panorama de aquel cuarto que no era. Pero en el dormitorio de su infancia no había teléfono, y en ese momento, allí, tampoco. Se acurrucó contra la almohada, aterrorizado: después, se levantó. En aquella otra ocasión, tantos años atrás, se había negado a dejarse intimidar y juró por Dios que tampoco se dejaría asustar en ese momento. Cruzó la habitación a grandes zancadas y se dirigió hacia el cuarto principal. Seguía en la casa de sus padres. Unas sillas desvencijadas se acurrucaban alrededor del hogar. Los rescoldos crepitantes ardían con fuerza y, de reojo, vio su reflejo en el espejo que había encima de la chimenea. Nunca se había visto tan envejecido. –Al viejo todavía le queda vida –gruñó. Abrió la puerta de la cocina de par en par y avanzó a paso largo, dejando atrás el hornillo ennegrecido y el fregadero de piedra para enfrentarse a los arañazos. La llave que siempre había estado en la puerta trasera le quemó la palma de la mano con su frialdad. La hizo girar en la cerradura y. entonces, los dedos se le agarrotaron, el miedo los volvió torpes. El pavor le había borrado la memoria, pero ahora recordaba lo que había tenido que olvidar hasta que él y sus padres se mudaron después de la guerra. Los arañazos no provenían de la puerta..., se producían a su espalda, debajo del suelo. Giró la llave con tal violencia que la partió. Estaba atrapado. En aquella otra ocasión, tantos años atrás, sólo había oído los arañazos, pero ahora vería de qué se trataba. Los urgentes zarpazos cedieron para dar paso al sonido de madera astillada. Se obligó a volverse con piernas temblorosas, para que, al menos, no lo cogieran por la espalda. 19

<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

puerta. Se disponía a aferrar el pomo cuando el olor a madera podrida le dio de lleno, ¡y vio la cocina!<br />

La cocina de sus padres, el cristal viejo sobre el antiguo fregadero de piedra, la puerta trasera<br />

cuarteada en la que creyó oír unos arañazos. Cerró de un portazo. Aquel sonido le resultó ineludiblemente<br />

familiar; se dejó caer sobre la cama, su único refugio posible.<br />

Permaneció tumbado e intentó que tanto él como su sentido de la realidad dejaran de estremecerse.<br />

Ahora que la televisión podía haberle ayudado a convencerse del lugar en que se encontraba,<br />

alguien de arriba la había apagado. Se dijo que no podía haber visto lo que creyó ver. Tal vez el olor<br />

y los arañazos fueran ciertos, pero ¿qué significaba eso? ¿Iba a dejarse arrastrar de nuevo por las<br />

sensaciones que experimentara después de salir del hospital, por el miedo de aventurarse en las<br />

habitaciones de su propia casa, por el terror de no saber qué podía estar esperándolo allí? No era<br />

preciso que se levantara para probarse a sí mismo que eso no iba a ocurrir, siempre y cuando tuviera<br />

la certeza de que podría levantarse. Nada le ocurriría mientras siguiera tumbado. Y fue esa creciente<br />

convicción la que, a la larga, le permitió quedarse dormido.<br />

El sonido de los arañazos lo despertó. Medio adormilado, recordó que no había cerrado la puerta<br />

del dormitorio, y. seguramente, la puerta de la cocina habría vuelto a abrirse, de lo contrario, hubiera<br />

sido imposible que oyese los impacientes zarpazos. Se sentó en la cama con un gesto de rabia,<br />

como si esa rabia lograra impulsarle a cerrar las dos puertas antes de tener la ocasión de sentirse incómodo.<br />

En ese momento, sus párpados se abrieron, pegajosos, y se quedó helado; el aliento se le<br />

cortó en la garganta. Se encontraba en su dormitorio, en el dormitorio que llevaba sin ver desde hacía<br />

casi cincuenta años.<br />

Lo miró con los párpados entornados: miró el techo, bajo e inclinado; las floreadas cortinas, de<br />

desiguales medidas; el rincón en el que el nuevo papel pintado no tapaba del todo el antiguo... Todo<br />

lo vio con una especie de pavor paralizante, como si temiera que su solo aliento lo hiciese desaparecer.<br />

El jadeante silencio fue roto por los arañazos cada vez más fuertes, más urgentes. De sólo pensar<br />

que tenía que buscar la causa de aquel sonido, el pánico lo invadió, y tendió la mano hacia el<br />

teléfono que había junto a su cama. Si alguien lo acompañaba. Hester, por ejemplo, seguramente<br />

desaparecería el panorama de aquel cuarto que no era. Pero en el dormitorio de su infancia no había<br />

teléfono, y en ese momento, allí, tampoco.<br />

Se acurrucó contra la almohada, aterrorizado: después, se levantó. En aquella otra ocasión, tantos<br />

años atrás, se había negado a dejarse intimidar y juró por Dios que tampoco se dejaría asustar en<br />

ese momento. Cruzó la habitación a grandes zancadas y se dirigió hacia el cuarto principal.<br />

Seguía en la casa de sus padres. Unas sillas desvencijadas se acurrucaban alrededor del hogar.<br />

Los rescoldos crepitantes ardían con fuerza y, de reojo, vio su reflejo en el espejo que había encima<br />

de la chimenea. Nunca se había visto tan envejecido.<br />

–Al viejo todavía le queda vida –gruñó.<br />

Abrió la puerta de la cocina de par en par y avanzó a paso largo, dejando atrás el hornillo ennegrecido<br />

y el fregadero de piedra para enfrentarse a los arañazos.<br />

La llave que siempre había estado en la puerta trasera le quemó la palma de la mano con su<br />

frialdad. La hizo girar en la cerradura y. entonces, los dedos se le agarrotaron, el miedo los volvió<br />

torpes. El pavor le había borrado la memoria, pero ahora recordaba lo que había tenido que olvidar<br />

hasta que él y sus padres se mudaron después de la guerra. Los arañazos no provenían de la puerta...,<br />

se producían a su espalda, debajo del suelo.<br />

Giró la llave con tal violencia que la partió. Estaba atrapado. En aquella otra ocasión, tantos<br />

años atrás, sólo había oído los arañazos, pero ahora vería de qué se trataba. Los urgentes zarpazos<br />

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