Horror 7- Stephen King y otros
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Stephen King y Otros Horror 7 «Morir no fue tan malo –dice Walt–. Dos ángeles me cogieron de los brazos y me levantaron del lugar del accidente para llevarme al cielo. »El cielo es un sitio genial, y todo el mundo es feliz –agrega Walt–, pero no es lugar para un niño de ocho años. No hay ni barro, ni bates de béisbol, y nadie se lastima nunca en los partidos de fútbol.» El doctor Ralph Richards, del Instituto de Investigación Psíquica de Tuskeegee, Alabama, sostiene que quizá la experiencia de Walt no haya tenido una naturaleza mística. «Es posible que el pequeño Fulton no estuviera muerto cuando lo enterraron, sino que quedara sumido en un estado tanático, del que se recuperó posteriormente.» (Pasa a la página 9.) Walt se quedó maravillado con el periódico, lo leyó una y otra vez, y miró a fondo las fotos. Había dos: una estaba hecha en el cementerio, era de la lápida. Aún no había ninguna pintada en ella, y en el suelo seguía la tierra que Walt había amontonado al salir. Los policías –unos quince o veinte– se arremolinaban allí. Walt nunca había visto la foto, pero sabía que debieron de haberla hecho poco después de que el guardián encontrase la tumba de Walt abandonada. Aquello había ocurrido el lunes siguiente a su resurrección. La otra era una foto en la que se veía su rostro. La reconoció; la habían cortado del retrato que le hicieron en el primer curso, la foto en grupo donde toda la clase había tenido que colocarse en tres filas paralelas y posar para la cámara. Walt entró en la tienda y compró un ejemplar del periódico con parte del dinero del almuerzo que había logrado guardar aquella semana. A la hora de almorzar no había tenido apetito. El periódico lo asombró; era como si hubiesen escrito el artículo antes de haber enviado a aquel hombre a hablar con él. Sacó el periódico del estante, le pagó a la mujer, salió de la tienda y vagó por la calle, leyendo el artículo una y otra vez. Estaba atónito; el diario tenía el aura de Los Misterios, incluso de las cosas místicas. En la calle, Walt apretó los dientes y se dirigió a la rampa que llevaba a la carretera interestatal. Anduvo durante media hora con el pulgar en alto por la franja de césped que había a la derecha del carril con rumbo sur. Era casi de noche cuando la camioneta se detuvo. –¿Adónde vas? –le preguntó el tipo que iba junto al conductor. En el vehículo viajaban ya cuatro personas. El olor a marihuana salió por la ventanilla. Walt vio que en el suelo había latas vacías de cerveza, y por lo menos uno de los cuatro hombres estaba bebiendo. –Hacia el sur –respondió Walt–. Muy lejos. –¿Quieres viajar en la parte de atrás de la cabina? –Claro. –Eh, Jack, abre la puerta y déjale subir. Jack abrió la puerta y se inclinó, apartándose lo suficiente como para permitir a Walt que subiera pasando por encima de él; Walt se acomodó entre los bolsos y una pila de objetos. Durante horas viajó tendido de espaldas, con la cabeza apoyada en una almohada formada por algo que parecía ropa. Miraba el cielo mientras estaba acostado y observaba las estrellas. En lo alto, los meteoros cruzaban veloces por encima de la carretera. Y en tres ocasiones, los coches patrulla de la policía, con las luces encendidas y las sirenas aullantes, pasaron por su lado. Jack le preguntó si quería una calada de un canuto; le contestó que no, Jack y los demás que iban en la camioneta rieron ruidosamente. A las cuatro de la madrugada se detuvieron en una zona de descanso para ir al lavabo. Cuando la 174
Stephen King y Otros Horror 7 camioneta dejó de andar, el olor que había dentro se le hizo insoportable. –Abandonaremos la autopista en la próxima salida –le informó Jack, que regresó antes que los demás–. Si todavía quieres ir al sur, quizá aquí te resulte más fácil encontrar quien te lleve. Walt asintió. –Sí. Trató de salir de la camioneta, aliviado de tener una ocasión de alejarse de aquel olor. Cuando se levantó, descubrió de dónde procedía: de la pila de ropa que había usado como almohada. Eran calcetines y ropa interior sucia. Se le revolvió el estómago y le entraron náuseas, pero no logró expresar nada. Hacía mucho que no comía, gracias a Dios. –Tómatelo con calma, chico –dijo Jack. Se le había acercado muchísimo cuando Walt intentaba vomitar–. ¿Estás bien? ¿Te encuentras bien? Walt salió del vehículo. Se quedó inclinado, con las manos apoyadas en las rodillas. –Ya me pondré bien –respondió. El olor era horrible; le impregnaba el cabello y la ropa, y estaba tan cansado–. Gracias por el viaje. Se dirigió a la fuente que había junto a las mesas del merendero, y bebió agua durante diez minutos, sin siquiera hacer una pausa para respirar. Cuando alzó la mirada, la camioneta se había marchado. Su casa se encontraba muy, muy lejos, y él estaba cansado y olía mal. Entró en el servicio de caballeros y trató de lavarse, pero no le sirvió de nada. El olor se le había metido hasta en los poros. Necesitaba un sitio donde dormir. Estaba convencido de que si se dormía en uno de los bancos del parque que había junto al camino, su mamá o alguien daría con él. Y aunque no fuera así, se hallaría tan a la vista que algún guardia de tráfico que no tuviera nada que ver con todo aquello podría encontrarle. Pero no soportaba la idea de tener que volver a hacer autostop. Miró más allá de la cerca que rodeaba la zona de descanso y pensó en el bosque tupido y extenso que rodeaba la autopista. Era profundo, oscuro y enorme; silencioso e infinito. Se extendía hasta más allá de donde alcanzaban sus ojos. La cerca esta formada por tres filas tirantes de alambre de espino que atravesaban unos rústicos postes de madera. Tan lejos de cualquier ciudad no había necesidad de nada más complicado. Walt estiró hacia abajo el alambre inferior y pasó entre él y el de más arriba. Se rompió la camisa al enganchársela en una de las púas, y con otra se produjo un largo arañazo en el brazo, que se le llenó de sangre. Pero no le importó. Estaba demasiado cansado. Sólo quería encontrar un lecho de pinaza seco, blando y cómodo y dormir un millón de años. Se internó en el bosque mucho más de lo que en principio se había propuesto. Imaginó que necesitaría la caminata; en cuanto quería dejarse caer, algo, como un tic nervioso en las piernas, le impulsaba a internarse más y más en el bosque. Quizá fuera su cuerpo, que intentaba eliminar el exceso de adrenalina, o tal vez la necesidad de alejarse lo más posible de la autopista, para estar seguro. No faltaba mucho para el amanecer cuando el pie se le enredó en una raíz retorcida que no había visto y cayó de bruces sobre un enorme montón de estiércol, húmedo y blando. Se le desparramó por toda la pechera de la camisa, por los brazos (incluso por la herida) y por debajo de la barbilla. Se echó a llorar; no estaba tan mal que lo hiciese porque nadie lo veía. Se quitó la camisa y la utilizó para limpiarse los brazos y el cuello. No le sirvió de nada. Logró quitarse algunos trozos, pero con los pliegues enmerdados se manchó donde estaba limpio. Lanzó la camisa sobre una pila de piedras y, arrastrándose, se alejó de la mierda de oso. Se dirigió al pie de un pino. 175
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camioneta dejó de andar, el olor que había dentro se le hizo insoportable.<br />
–Abandonaremos la autopista en la próxima salida –le informó Jack, que regresó antes que los<br />
demás–. Si todavía quieres ir al sur, quizá aquí te resulte más fácil encontrar quien te lleve.<br />
Walt asintió.<br />
–Sí.<br />
Trató de salir de la camioneta, aliviado de tener una ocasión de alejarse de aquel olor. Cuando se<br />
levantó, descubrió de dónde procedía: de la pila de ropa que había usado como almohada. Eran calcetines<br />
y ropa interior sucia. Se le revolvió el estómago y le entraron náuseas, pero no logró expresar<br />
nada. Hacía mucho que no comía, gracias a Dios.<br />
–Tómatelo con calma, chico –dijo Jack. Se le había acercado muchísimo cuando Walt intentaba<br />
vomitar–. ¿Estás bien? ¿Te encuentras bien?<br />
Walt salió del vehículo. Se quedó inclinado, con las manos apoyadas en las rodillas.<br />
–Ya me pondré bien –respondió. El olor era horrible; le impregnaba el cabello y la ropa, y estaba<br />
tan cansado–. Gracias por el viaje.<br />
Se dirigió a la fuente que había junto a las mesas del merendero, y bebió agua durante diez minutos,<br />
sin siquiera hacer una pausa para respirar. Cuando alzó la mirada, la camioneta se había marchado.<br />
Su casa se encontraba muy, muy lejos, y él estaba cansado y olía mal. Entró en el servicio de<br />
caballeros y trató de lavarse, pero no le sirvió de nada. El olor se le había metido hasta en los poros.<br />
Necesitaba un sitio donde dormir. Estaba convencido de que si se dormía en uno de los bancos<br />
del parque que había junto al camino, su mamá o alguien daría con él. Y aunque no fuera así, se<br />
hallaría tan a la vista que algún guardia de tráfico que no tuviera nada que ver con todo aquello<br />
podría encontrarle. Pero no soportaba la idea de tener que volver a hacer autostop. Miró más allá de<br />
la cerca que rodeaba la zona de descanso y pensó en el bosque tupido y extenso que rodeaba la autopista.<br />
Era profundo, oscuro y enorme; silencioso e infinito. Se extendía hasta más allá de donde<br />
alcanzaban sus ojos.<br />
La cerca esta formada por tres filas tirantes de alambre de espino que atravesaban unos rústicos<br />
postes de madera. Tan lejos de cualquier ciudad no había necesidad de nada más complicado. Walt<br />
estiró hacia abajo el alambre inferior y pasó entre él y el de más arriba. Se rompió la camisa al enganchársela<br />
en una de las púas, y con otra se produjo un largo arañazo en el brazo, que se le llenó<br />
de sangre. Pero no le importó. Estaba demasiado cansado. Sólo quería encontrar un lecho de pinaza<br />
seco, blando y cómodo y dormir un millón de años.<br />
Se internó en el bosque mucho más de lo que en principio se había propuesto.<br />
Imaginó que necesitaría la caminata; en cuanto quería dejarse caer, algo, como un tic nervioso<br />
en las piernas, le impulsaba a internarse más y más en el bosque. Quizá fuera su cuerpo, que intentaba<br />
eliminar el exceso de adrenalina, o tal vez la necesidad de alejarse lo más posible de la autopista,<br />
para estar seguro.<br />
No faltaba mucho para el amanecer cuando el pie se le enredó en una raíz retorcida que no había<br />
visto y cayó de bruces sobre un enorme montón de estiércol, húmedo y blando. Se le desparramó<br />
por toda la pechera de la camisa, por los brazos (incluso por la herida) y por debajo de la barbilla.<br />
Se echó a llorar; no estaba tan mal que lo hiciese porque nadie lo veía. Se quitó la camisa y la utilizó<br />
para limpiarse los brazos y el cuello. No le sirvió de nada. Logró quitarse algunos trozos, pero<br />
con los pliegues enmerdados se manchó donde estaba limpio. Lanzó la camisa sobre una pila de<br />
piedras y, arrastrándose, se alejó de la mierda de oso. Se dirigió al pie de un pino.<br />
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