Horror 7- Stephen King y otros
Horror 7- Stephen King y otros Horror 7- Stephen King y otros
Stephen King y Otros Horror 7 Su madre estaba sentada a la mesa de la cocina, bebiendo café con los alienígenas. El feo, el de la piel color entraña de cucaracha y ojos como el cadáver de una araña, estaba sentado a la mesa con su madre. Detrás de ellos, en el vestíbulo que daba al garaje, los demás alienígenas se amontonaban en el umbral para mirarle. –Walt –dijo su madre–, éste es el señor Krant. Va a llevarte con él. Walt quiso gritar, pero se le hizo un nudo en la garganta, y no logró emitir sonido alguno. En las rodillas, algo quiso soltársele y dejar que cayera al suelo; apoyó el cuerpo contra la pared para mantenerse de pie. –Por eso te despertaron, cariño. Te necesitaban. Están aquí por ti. Han venido a ayudarte. Walt no se creyó una sola palabra, ni por un segundo. El tono de su madre era meloso, y «demasiado» sincero; le había mentido así como así después que él se había muerto. –¡No! –gritó. Su voz sonó chillona. Seguía con ganas de gritar, pero también tenía ganas de llorar. «Dios mío, ¿por qué mamá?» ¿Por qué tenía que aliarse con ellos? –Tranquilo, Walt. –Siguió mintiéndole–. No tienes que ir con ellos si no quieres. Pero escúchales. Habla con ellos. Escucha lo que quieren decirte. De inmediato supo que eso sería lo último que haría. El alienígena metió la mano en el bolso que llevaba y sacó un chisme que, cuando Walt lo miró, le entró un mareo. «Un hipnotizador», pensó Walt, y volvió la cabeza hacia otro lado tan de prisa como pudo. –Tranquilízate, Walter. –La voz ronca de la cosa sonaba como el aire que burbujea en el retrete cuando las cañerías hacen cosas extrañas. Walt oyó a la cosa manipular el chisme–. Puedes llamarme capitán Krant. Hemos recorrido una larga distancia para encontrarte. Muchas, muchas galaxias. Walt no pudo contenerse, y se volvió para verle hablar. Las pinzas no se movían demasiado, pero las fauces saltaban y se retorcían como locas. Eso hacía que unos mocos espesos le cayeran por la mandíbula sin mentón. Walt observó cómo el moco bajaba despacio por la tela de la túnica del alienígena y se le metía dentro del escote redondo, debajo del cuello... ... Tuvo que vomitar, aunque llevara días sin probar bocado; sus piernas lo condujeron por entre los alienígenas, rumbo al lavabo... ... Y entonces cayó en la cuenta de que podía moverse de nuevo, de que podía correr... ... De modo que donde acababa el vestíbulo, él siguió hasta el garaje, salió por la puerta lateral, y echó a correr, y corrió, y corrió, sin volverse nunca para mirar la casa de su madre. Cosa que quizá debió haber hecho, porque nunca más volvió a verla. No se fijó muy bien hacia dónde corría, de modo que no se sorprendió demasiado cuando, momentos después, se encontró jadeante y lloroso, reclinado sobre su propia lápida. La tumba era su hogar, tal vez el mejor hogar que había tenido nunca; aunque aquel pensamiento contenía un cierto prejuicio, una cierta amargura. A Walt no le importó. La amargura no tenía nada de malo cuando era producida por el hecho de que su mamá se hubiera vuelto contra él como un perro rabioso, incluso puede que tuviera algo de positivo. Se suponía que las madres debían protegerte, y no venderte para que te esclavizaran (o algo peor: regalarte) cuando los alienígenas venían a buscarte. –¿Walt? Una mano se posó en su hombro. Dio un salto y estuvo a punto de gritar, pero se contuvo. No le había oído llegar. En absoluto. 168
Stephen King y Otros Horror 7 –Walt, ¿estás bien? Era su hermana. Nadie más. Nadie la acompañaba. El corazón le latía como un caballo desbocado dentro del pecho. –Sí –repuso Walt, inspirando una honda bocanada de aire y soltándolo despacio–. Estoy bien. Pero debí despedirme. Tuve que huir. –¿Eh? ¿Y porqué? –Mamá... –Se interrumpió–. No me creerías. Anne sacudió la cabeza. –Cuesta mucho creer que estás vivo. ¿Puede haber algo peor? Walt intentó pensar en ello un momento y luego decidió que no. Se encogió de hombros y respondió: –Los alienígenas, los que me revivieron. Han vuelto a buscarme. Mamá quiere que me vaya con ellos. –Quizá tenga razón –dijo Anne con un encogimiento de hombros–. Hay algo que no funciona. Que no está bien desde que tú regresaste. –¡Dios mío! No, tú también, no. Si los vieras, si tuvieras que irte con ellos... ¡Dan mucho miedo! –Walt trató de no llorar, pero no lo logró– . No quiero irme. No quiero que mamá trate de deshacerse de mí. Anne se quedó allí, con el rostro inexpresivo, sin decir nada. Walt no supo cómo ni por qué, pero tuvo la certeza de que no había manera de que Anne respondiera a lo que acababa de decir. Y a él no le quedaba nada que agregar. –Sí –repuso por fin, porque necesitaba llenar el espacio con algo y, cuando lo dijo, en realidad no pretendía referirse a nada en particular–. Bueno, entonces, adiós. Ella asintió, lo abrazó y le deseó suerte. Dio media vuelta, y antes de que ella se hubiera alejado cinco pasos, Walt ya se encontraba en el bosque, buscando a hurtadillas el sitio más oscuro que pudiera encontrar. Durante mucho tiempo, no volvió a ver a su hermana. Se quedó sentado en el bosque horas y horas. Intentaba pensar qué debía hacer. Llegó la medianoche y todavía no se había decidido; entonces, oyó los pasos de su papá. El no necesitaba hablar para que Walt supiera de quién se trataba; conocía su forma de caminar, por el ruido de sus pasos. –Hijo –lo llamó papá, como si le oyese respirar–. ¿Walt? ¿Todavía estás ahí, hijo? Walt se acurrucó más en el hueco entre las dos enormes rocas donde estaba descansando. –Todo está bien, hijo –dijo papá. En el tono de su voz. Walt oyó todo lo que necesitaba creer: que su papá lo amaba, que lo quería, que lo necesitaba. Que su mamá estaba pasando por un mal momento, y que pronto volvería a quererle como siempre lo había hecho. Muy pronto, a la semana siguiente, o a la otra, como mucho. –Vamos, Walt, todo está bien –volvió a gritarle su papá–. Nadie te obligará a hacer nada que no quieras. De veras, hijo. Mamá está un poco afectada, pero se le pasará. Quizá podríamos irnos de viaje contigo y con tu hermana, una semana o dos, alquilaríamos una cabaña junto al lago. Se refería al lago Hortonia, en Vermont, donde cada año iban de vacaciones desde que Walt tenía tres. 169
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–Walt, ¿estás bien?<br />
Era su hermana. Nadie más. Nadie la acompañaba. El corazón le latía como un caballo desbocado<br />
dentro del pecho.<br />
–Sí –repuso Walt, inspirando una honda bocanada de aire y soltándolo despacio–. Estoy bien.<br />
Pero debí despedirme. Tuve que huir.<br />
–¿Eh? ¿Y porqué?<br />
–Mamá... –Se interrumpió–. No me creerías.<br />
Anne sacudió la cabeza.<br />
–Cuesta mucho creer que estás vivo. ¿Puede haber algo peor?<br />
Walt intentó pensar en ello un momento y luego decidió que no. Se encogió de hombros y respondió:<br />
–Los alienígenas, los que me revivieron. Han vuelto a buscarme. Mamá quiere que me vaya con<br />
ellos.<br />
–Quizá tenga razón –dijo Anne con un encogimiento de hombros–. Hay algo que no funciona.<br />
Que no está bien desde que tú regresaste.<br />
–¡Dios mío! No, tú también, no. Si los vieras, si tuvieras que irte con ellos... ¡Dan mucho miedo!<br />
–Walt trató de no llorar, pero no lo logró– . No quiero irme. No quiero que mamá trate de deshacerse<br />
de mí.<br />
Anne se quedó allí, con el rostro inexpresivo, sin decir nada. Walt no supo cómo ni por qué, pero<br />
tuvo la certeza de que no había manera de que Anne respondiera a lo que acababa de decir.<br />
Y a él no le quedaba nada que agregar.<br />
–Sí –repuso por fin, porque necesitaba llenar el espacio con algo y, cuando lo dijo, en realidad<br />
no pretendía referirse a nada en particular–. Bueno, entonces, adiós.<br />
Ella asintió, lo abrazó y le deseó suerte. Dio media vuelta, y antes de que ella se hubiera alejado<br />
cinco pasos, Walt ya se encontraba en el bosque, buscando a hurtadillas el sitio más oscuro que pudiera<br />
encontrar. Durante mucho tiempo, no volvió a ver a su hermana.<br />
Se quedó sentado en el bosque horas y horas. Intentaba pensar qué debía hacer.<br />
Llegó la medianoche y todavía no se había decidido; entonces, oyó los pasos de su papá. El no<br />
necesitaba hablar para que Walt supiera de quién se trataba; conocía su forma de caminar, por el<br />
ruido de sus pasos.<br />
–Hijo –lo llamó papá, como si le oyese respirar–. ¿Walt? ¿Todavía estás ahí, hijo?<br />
Walt se acurrucó más en el hueco entre las dos enormes rocas donde estaba descansando.<br />
–Todo está bien, hijo –dijo papá.<br />
En el tono de su voz. Walt oyó todo lo que necesitaba creer: que su papá lo amaba, que lo quería,<br />
que lo necesitaba. Que su mamá estaba pasando por un mal momento, y que pronto volvería a<br />
quererle como siempre lo había hecho. Muy pronto, a la semana siguiente, o a la otra, como mucho.<br />
–Vamos, Walt, todo está bien –volvió a gritarle su papá–. Nadie te obligará a hacer nada que no<br />
quieras. De veras, hijo. Mamá está un poco afectada, pero se le pasará. Quizá podríamos irnos de<br />
viaje contigo y con tu hermana, una semana o dos, alquilaríamos una cabaña junto al lago.<br />
Se refería al lago Hortonia, en Vermont, donde cada año iban de vacaciones desde que Walt tenía<br />
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