Horror 7- Stephen King y otros

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Stephen King y Otros Horror 7 –Buenas noches –respondió su madre. Su voz fue más dura y más solitaria de lo que había sido su tumba. En la cama, cuando estaba a punto de dormirse, se dio cuenta de que no había comido casi nada en toda la semana y que desde su vuelta de entre los muertos apenas había sentido apetito. Papá lo despertó muy, pero que muy temprano, sacudiéndolo por el hombro con su enorme mano blanda. Walt se duchó y se vistió antes de espabilarse del todo: más tarde, se dio cuenta de que se había puesto la camisa del revés. Cuando entró en la cocina, su mamá ya estaba preparando el desayuno –huevos revueltos con tocino–, y el hombre del The Interlocutor estaba sentado a la mesa de la cocina. Miraba a Walt del mismo modo que Walt recordaba haber mirado a las lagartijas en la Sala de Reptiles del zoológico cuando tenía seis años. Pero la lagartija no podía verle, o al menos se comportó como si no pudiera. –Hola, Walt. –El hombre le tendió la mano para saludarle, pero no dejó de mirarlo–. Soy Harvey Adler, del The National Interlocutor. He venido para tomar nota de tu historia. A pesar de que sonreía, a Walt le recordó las sonrisas de las lagartijas: eran más un fallo de su anatomía que una expresión verdadera. –¿Va a desayunar con nosotros? –preguntó Walt. No estaba seguro de por qué lo había dicho. –Esto... –comenzó a decir Adler, incómodo. Pero, entonces, la mamá de Walt puso un plato delante de él y otro delante de Walt. –Bueno, parece que sí. Walt, en cierto modo, se sintió traicionado. –¿Café, señor Adler? –inquirió la mamá de Walt. Aquello fue incluso peor; y Walt no supo bien el porqué. –No, gracias, señora Fulton, ya me he tomado dos esta mañana. –Se volvió hacia Walt y le preguntó–: ¿De veras te has muerto, Walt? ¿Y te has levantado de tu tumba? ¿Cómo fue eso de estar muerto? Walt revolvió el desayuno con el tenedor. –Crucé la autopista corriendo y se me olvidó mirar. Hubo como un grito. Supongo que era el coche que trataba de frenar. Pero no lo vi. Nunca giré la cabeza. Todo pasó demasiado de prisa. Después, todo se volvió negro durante un rato. Adler tenía el magnetófono en marcha, y tomaba notas con ahínco. –Y después, ¿qué pasó, Walt? Éste se encogió de hombros. –Después, me morí –respondió–. Podía ver y oír todo lo que ocurría a mi alrededor. Igual que los otros muertos. Pero no podía moverme. –¿Y estuviste así un año? Debiste de estar muy solo. –Bueno, la verdad es que no te importa mucho cuando estás muerto. Y los demás muertos pueden oírte. Y hablarte. Pero no son muy conversadores. Nunca quieren hablar. Y así estuvieron durante una hora. Se lo contó todo al hombre, lo de los alienígenas, cómo salió de su tumba, lo de sus amigos y lo de la escuela, todo. Al final. Walt llegó tarde a clase. Probablemente no era un buen día para ello: cuando por fin llegó al colegio, la señorita Allison siguió sin hablarle por lo del día anterior. 166

Stephen King y Otros Horror 7 Durante el recreo, Donny James (lleno de moretones aunque no lastimado de verdad) buscó a Walt y le invitó a la partida de «Risk» que siempre jugaban en su casa los viernes por la tarde. Se comportó como si nada hubiera pasado; tal vez se mostró un poco incómodo. Walt nunca logró entenderlo, y aunque más tarde en la vida, aprendió que la gente hacía cosas como aquélla, jamás consiguió creérselas ni se acostumbró a esperarlas. Una hora después del recreo, tuvo problemas con la señorita Allison. Esta hizo una pregunta a la clase («¿Dónde está la República Malgache?») que esperaba que nadie supiera responder. Pero Walt levantó la mano y la contestó a la perfección («La República Malgache es la isla de Madagascar, situada cerca de la costa sudeste de África. Sus nativos son negros, pero hablan una lengua emparentada con el polinesio»), lo cual hizo que ella pareciera como terriblemente tonta, y los niños de la clase se rieron. Walt no había querido ofenderla. Pero en cuanto abrió la boca, supo que la había dejado en ridículo. Contestar preguntas era algo más fuerte que él, y sabía la respuesta porque el anciano que ocupaba la tumba junto a la suya había sido marinero en el océano Indico durante treinta años, y cuando hablaba (cosa que ocurría muy rara vez) le contaba cosas de África, de la India, de las Maldivas y de sitios por el estilo. A la señorita Allison aquello le sentó fatal. Desde el regreso de Walt, todo le sentaba fatal. Y no contribuyó en nada a mejorarlo el hecho de que Walt (sintiéndose intrépido, pues durante el desayuno se lo había explicado todo al hombre del The Interlocutor) tratara de explicarle cómo y por qué se había enterado de algo tan extraño; al fin y al cabo, no tenía tanta importancia. Por tercera vez consecutiva en aquella semana, la expresión de la señorita Allison se tornó violenta, y levantó la mano dispuesta a abofetearle y. por tercera vez, Walt le lanzó una mirada iracunda como advirtiéndole que si le golpeaba, sería lo último que haría en su vida. (Walt no lo hizo con mala intención, ni siquiera era capaz de cumplir con la amenaza. Simplemente la miró así para impresionar. Pero la conocía lo suficiente como para saber que con aquello la detendría.) Sin embargo, la señorita Allison no regresó temblando a su escritorio, tal y como había hecho las ocasiones anteriores. Salió del aula corriendo y cerró de un portazo. Estuvo ausente durante veinte minutos al menos, y cuando por fin regresó, lo hizo acompañada del señor Hodges, el director. El señor Hodges sacó a Walt de la clase de la señorita Allison y lo puso en el curso siguiente, en la clase que había compartido con Donny James, Rick Mitchell y el resto. La nueva clase le gustaba más. Aunque la señorita del cuarto curso era una vieja fornida y gruñona, por lo menos no resultó ser una histérica. Por la tarde, acompañó a Donny hasta su casa y le ayudó a preparar el «Risk». En total, jugaron seis chicos –Walt, Donny, Rick, Frankie, John y Jessie, el hermano menor de Donny– y la partida fue bien. Walt no ganó, pero tampoco perdió. En realidad, nadie perdió. Se hizo la hora de la cena antes de que ninguno de ellos lograra conquistar el mundo, de modo que lo dejaron así. Al llegar a su casa, su padre y su hermana no estaban. Su madre se encontraba sentada a la mesa de la cocina, bebiendo café con los alienígenas. Supo que aquellas cosas estaban allí incluso antes de entrar en la cocina como una tromba; cuando abrió la puerta principal, olió a carne electrocutada y al aroma sulfuroso de huevos podridos, y supo que habían ido a buscarle. Lo primero que pensó fue que habían tomado a su madre como rehén, que la habían raptado para obligarle a que los acompañara. Entró como una tromba en la cocina (de donde le llegaba el olor) empujado por uno de esos valientes impulsos que un niño suele sentir cuando no tiene tiempo para pensar. En cuanto abrió la puerta de la cocina, supo que debía dar media vuelta y echar a correr de inmediato, pero no lo hizo. La sorpresa le paralizó. Retrocedió hacia la pared, junto a la puerta que acababa de trasponer y los miró con los ojos desorbitados y la boca muy abierta. 167

<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

–Buenas noches –respondió su madre.<br />

Su voz fue más dura y más solitaria de lo que había sido su tumba. En la cama, cuando estaba a<br />

punto de dormirse, se dio cuenta de que no había comido casi nada en toda la semana y que desde<br />

su vuelta de entre los muertos apenas había sentido apetito.<br />

Papá lo despertó muy, pero que muy temprano, sacudiéndolo por el hombro con su enorme mano<br />

blanda. Walt se duchó y se vistió antes de espabilarse del todo: más tarde, se dio cuenta de que<br />

se había puesto la camisa del revés.<br />

Cuando entró en la cocina, su mamá ya estaba preparando el desayuno –huevos revueltos con<br />

tocino–, y el hombre del The Interlocutor estaba sentado a la mesa de la cocina. Miraba a Walt del<br />

mismo modo que Walt recordaba haber mirado a las lagartijas en la Sala de Reptiles del zoológico<br />

cuando tenía seis años. Pero la lagartija no podía verle, o al menos se comportó como si no pudiera.<br />

–Hola, Walt. –El hombre le tendió la mano para saludarle, pero no dejó de mirarlo–. Soy Harvey<br />

Adler, del The National Interlocutor. He venido para tomar nota de tu historia.<br />

A pesar de que sonreía, a Walt le recordó las sonrisas de las lagartijas: eran más un fallo de su<br />

anatomía que una expresión verdadera.<br />

–¿Va a desayunar con nos<strong>otros</strong>? –preguntó Walt. No estaba seguro de por qué lo había dicho.<br />

–Esto... –comenzó a decir Adler, incómodo. Pero, entonces, la mamá de Walt puso un plato delante<br />

de él y otro delante de Walt.<br />

–Bueno, parece que sí.<br />

Walt, en cierto modo, se sintió traicionado.<br />

–¿Café, señor Adler? –inquirió la mamá de Walt. Aquello fue incluso peor; y Walt no supo bien<br />

el porqué.<br />

–No, gracias, señora Fulton, ya me he tomado dos esta mañana. –Se volvió hacia Walt y le preguntó–:<br />

¿De veras te has muerto, Walt? ¿Y te has levantado de tu tumba? ¿Cómo fue eso de estar<br />

muerto?<br />

Walt revolvió el desayuno con el tenedor.<br />

–Crucé la autopista corriendo y se me olvidó mirar. Hubo como un grito. Supongo que era el coche<br />

que trataba de frenar. Pero no lo vi. Nunca giré la cabeza. Todo pasó demasiado de prisa. Después,<br />

todo se volvió negro durante un rato.<br />

Adler tenía el magnetófono en marcha, y tomaba notas con ahínco.<br />

–Y después, ¿qué pasó, Walt?<br />

Éste se encogió de hombros.<br />

–Después, me morí –respondió–. Podía ver y oír todo lo que ocurría a mi alrededor. Igual que<br />

los <strong>otros</strong> muertos. Pero no podía moverme.<br />

–¿Y estuviste así un año? Debiste de estar muy solo.<br />

–Bueno, la verdad es que no te importa mucho cuando estás muerto. Y los demás muertos pueden<br />

oírte. Y hablarte. Pero no son muy conversadores. Nunca quieren hablar.<br />

Y así estuvieron durante una hora. Se lo contó todo al hombre, lo de los alienígenas, cómo salió<br />

de su tumba, lo de sus amigos y lo de la escuela, todo. Al final. Walt llegó tarde a clase. Probablemente<br />

no era un buen día para ello: cuando por fin llegó al colegio, la señorita Allison siguió sin<br />

hablarle por lo del día anterior.<br />

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