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Horror 7- Stephen King y otros

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<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

a esperarlo. Se había hecho el firme propósito de aguardar más, pero no lograba estarse quieto.<br />

Daba igual. Porque cuando bajó del árbol, nadie acudió a capturarlo.<br />

«Los alienígenas son más impacientes que yo», pensó Walt. De sólo imaginarse a unos alienígenas<br />

agitados y nerviosos, le entraron ganas de reír, pero se contuvo.<br />

Ya era noche cerrada, y Walt desconocía aquella parte del bosque. Al menos la luna había salido<br />

ya y estaba casi llena, de manera que había luz suficiente para ver, para ver el sendero (un sendero<br />

muy poco transitado: en algunos lugares la hierba crecía tupida) que conducía hasta ambos lados y<br />

que él no reconocía.<br />

No se sentía demasiado preocupado por sí mismo –al fin y al cabo, se había perdido pero estaba<br />

cerca de su casa, cosa que resultaba muy tonta–; pero sabía que su madre estaría angustiada. Cuando<br />

lograra llegar a casa, la encontraría muy enfadada. Se apresuró cuanto pudo.<br />

Al cabo de unos quince pasos, el sendero fue a parar al cementerio de Walt.<br />

El mismo en el que había estado sepultado durante once meses y siete días. El árbol junto al que<br />

se encontraba era el mismo cuyas raíces le hacían cosquillas en las mañanas soleadas. Delante de él<br />

estaba la lápida, profanada por las pintadas.<br />

Aunque la luz de la luna era tenue, logró verla; unos osados trazos de pintura en spray cubrían<br />

las letras esculpidas en el granito.<br />

Las pintadas tenían que ser recientes. La noche que había salido de la tumba se había vuelto para<br />

ver la lápida y estaba limpia.<br />

Y alguien había puesto la tierra en el hoyo de nuevo, prensándola bien y habían vuelto a colocar<br />

el césped en su sitio.<br />

Walt se puso de pie sobre la tumba y hundió la punta del zapato en las raíces del césped, al<br />

tiempo que contemplaba la lápida, leyéndola una y otra vez. También trató de leer las pintadas, pero<br />

no estaban formadas por palabras, ni siquiera eran letras, sino más bien extraños mamarrachos, como<br />

en las pintadas que cubrían los vagones del metro que Walt había visto cuando papá lo llevó a<br />

Nueva York. (Papá le explicó que las pintadas de la ciudad eran así porque los chavales que las hacían<br />

nunca habían aprendido a leer y escribir, y que eran demasiado tontos como para aprender siquiera<br />

el alfabeto. Parecía increíble, pero a Walt no se le ocurría ninguna otra razón por la cual no<br />

supieran cómo utilizar las letras.) Pensó que quizá las hubieran hecho los alienígenas, pero entonces<br />

se preguntó, «¿para qué iban los alienígenas a utilizar un spray rojo brillante?», y supo que no habían<br />

sido ellos.<br />

Observar la tumba le hizo sentirse cómodo y somnoliento. Se hacía tarde, y sabía que debía regresar<br />

a su casa. Pero no podía evitarlo. Se acostó sobre su tumba, apoyó la cabeza en la lápida (la<br />

pintura estaba aún tan fresca que Walt logró olería), y se quedó durante una hora de cara al cielo,<br />

mirando las estrellas. No lo hizo para buscar naves espaciales alienígenas, sino porque en el mundo<br />

no había nada más cómodo.<br />

Cuando volvió a casa, su mamá no estaba. Sólo papá y Anne, que miraban la televisión en el<br />

cuarto de trabajo.<br />

–Hola, Walt –lo saludó papá cuando entró–. Parece que los exploradores habéis trabajado hasta<br />

tarde, ¿no?<br />

A Walter le entró la risa y respondió:<br />

–Pues sí.<br />

En realidad, no era una mentira; papá se hacía el chistoso. Walt se sentó a la mesa de juego,<br />

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