Horror 7- Stephen King y otros

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Stephen King y Otros Horror 7 –No volváis a hacer nada parecido. Después se marchó a su casa. Alguien debió hacer algo al respecto: telefonear a su casa, enviar a buscarle, reprenderle al menos por haber hecho «novillos». Pero nadie hizo nada al respecto. No era porque no hubiesen notado que se había marchado. Y, sin duda, todo el mundo se dio cuenta de lo que le había hecho a Donny James. Pero la señorita Allison no logró convencerse de que debía informar de su comportamiento, y nadie iba a contradecirle. Cuando su mamá llegó a casa. Walt estaba sentado junto a la televisión, con un libro para colorear abierto en la mesita. El sonido de la televisión estaba casi al mínimo. –Cariño, has vuelto pronto. ¿Cómo es eso? Walt masculló algo sin utilizar ninguna palabra en concreto, simplemente le contestó con voz lo bastante baja como para que su madre pensara que la respuesta quedaba ahogada por el sonido de sus propios pasos al alejarse. –Lo siento, cariño, no te he oído. ¿Qué ha pasado? Walt hizo demasiada presión sobre el papel, y el lápiz de cera dejó en él una marca oscura, escamosa. A Walt. aquella marca le pareció como una cicatriz. –Me he peleado –respondió–. Creo que he lastimado seriamente a Donny James. Me parece que tendrá que ir a ver al médico. Y como no tenía ganas de volver a hablarles, me vine para casa. –¿O sea que te has ido de la escuela? ¿Así, por las buenas? –Mamá, piensan que soy un monstruo. Creen que soy una especie de vampiro o algo así. Walt sintió deseos de llorar, más que nada por la frustración que sentía, pero no lo hizo. Metió la cabeza entre los brazos y su nariz rozó el libro de colorear. Mamá se sentó a su lado, y lo levantó para abrazarlo. Frente a ellos, en la televisión con el volumen bajo, los personajes de una telenovela se mostraban silenciosamente preocupados, del mismo modo que un hueso se preocupa por un perro. –No eres un monstruo, Walt –dijo mientras lo abrazaba y lo apretaba cada vez más contra ella –. No permitas que te digan esas cosas. Pero su voz sonó tan insegura que aunque Walt deseara creerle más que nada en el mundo, no pudo. Walt salió una hora antes de la cena, para ver si encontraba algo que hacer. Caminó un largo trecho, manzana tras manzana del barrio. Trataba de encontrar a alguien conocido, o un parque donde poder sentarse, o incluso jugar, o «algo», pero lo único que encontró en el arroyo, al final de la calle Dumas, fueron unas chinches de agua (las que su madre le había prohibido llevar a casa porque en realidad eran cucarachas). No fue muy divertido. Al regresar a su casa, las estrellas se veían gloriosamente brillantes, aunque todavía no estaba muy oscuro. Walt trató de identificar a Betelgeuse –le encantaba el nombre de aquella estrella, por eso le había pedido a su padre que le enseñara a buscarla–, pero no logró verla por parte alguna. Y mientras observaba el cielo, tres estrellas se convirtieron en meteoros. Al principio se limitó a observar, maravillado ante las marcas como de lápiz de luz que dejaban tras de sí las estrellas fugaces, pero, entonces, comenzaron a caer en espiral y cada una de ellas se dirigía hacia donde él se encontraba. A tres manzanas de allí había un enorme bosque, unas quince o veinte manzanas cuadradas de terreno en las que nadie había logrado abrir calles ni construir casas. Walt corrió hacia allí, tan de 162

Stephen King y Otros Horror 7 prisa como fue capaz. Se internó en el bosque mucho más de lo que se había internado nunca, hasta que va no vio las casas ni las señales que conocía, y ya no estuvo seguro de dónde se encontraba. Y cuando oyó que un grupo de gente corría hacia él, trepó al árbol más grande, más alto y más frondoso que logró encontrar. Y allí se ocultó. Los alienígenas debían ir por él. Walt lo sabía. Había siete en total, y cada uno de ellos era raro y diferente de los demás. El único al que vio de verdad era al que sostenía un chisme que parecía como un contador Geiger, el que tenía un par de gigantescas pinzas de hormiga en lugar de boca, aunque, en realidad, no era una boca, sino unas fauces. (Walt lo sabía. El martes había estado en la biblioteca y se había pasado horas leyendo acerca de los insectos.) Era el mismo que lo había mirado fijamente a través de la tierra que cubría su tumba cuando todavía estaba muerto. Aquella cosa se acercó al árbol donde Walt se había escondido, y el trasto que llevaba en las manos empezó a hacer «bip», «bip» como loco. Walt observó a aquella cosa desde lo alto mordiéndose el labio inferior. De cerca, era más fea todavía que cuando había mirado en su tumba. Las cosas que llevaba en el extremo de los brazos no eran manos. No tenían ni palmas ni dedos, sino unos pliegues de piel vermiformes y musculosos que colgaban y oscilaban en los extremos de sus muñecas. Su piel tenía el mismo color de una cucaracha cuando la aplastas. Olía como a huevos podridos, como el ratón que anidó un verano en la televisión y fue a morder el cable que no era y acabó electrocutado. Al principio, sus brazos parecían normales (o algo en los ojos de Walt quería que pareciesen normales), pero entonces, aquella cosa se estiró para apoyarse contra el tronco del árbol, y sus brazos se doblaron hacia atrás, como si tuvieran dos articulaciones, y la cosa se apoyó con más fuerza aún y el brazo ya no se dobló en dos partes, sino que lo hizo como en arco bajo el peso. Las piernas las tenía igual, y al andar se le doblaban hacia el trasero, en una postura semi-acuclillada. Llevaba una túnica, por lo que Walt casi no podía verle el torso, pero en un momento dado se dobló de lado y la tela (¿o sería una especie de plástico gomoso que se estiraba?) se alargó tanto que quedó transparente y Walt logró ver que por el centro estaba retorcido como una salchicha, y formado por dos enormes trozos bulbosos apenas unidos por un punto. Lo peor de todo eran sus ojos: enormes, más grandes que los platos del juego de porcelana que mamá reservaba para las visitas, y se parecían a como dicen que son los ojos de una araña vistos de cerca. Aunque no del todo. Eran más bien como una fuente llena de huevos, partidos y listos para batir, pero con las yemas todavía intactas. Alrededor de la media docena de pupilas de cada ojo, a través de la sustancia clara. Walt logró ver cómo palpitaban las venas y las terminaciones nerviosas contra la cuenca del ojo. De los ojos salía continuamente una especie de flema que iba a caer a las fauces. Por eso aquella criatura se pasaba todo el rato emitiendo aquel sonido, como cuando alguien carraspea tratando de tragarse los mocos. La criatura se pasó un largo rato merodeando alrededor del árbol donde Walt se ocultaba, escudriñaba a través de cada tronco de cada arbusto, de cada montón de hojas, mientras los otros alienígenas revisaban el resto del bosque. Pero en ningún momento miró hacia arriba. Ni uno solo de los alienígenas levantó en ningún momento la mirada. Lo buscaron prolija, metódicamente, enterrando en el suelo sus largas sondas electrónicas, volviendo todas las piedras y troncos podridos, tamizando hasta el último montoncito de estiércol. Pero en ningún momento, ninguno de ellos examinó las ramas de los árboles. «Estúpidos alienígenas», pensó Walt. Más tarde, al reflexionar sobre aquel detalle, decidió que había hecho bien. Después de pasarse tres cuartos de hora buscándolo, se dieron por vencidos y se marcharon. Walt siguió en el árbol veinte minutos más, no fuera a ser que se hubiesen ocultado en alguna parte 163

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–No volváis a hacer nada parecido.<br />

Después se marchó a su casa.<br />

Alguien debió hacer algo al respecto: telefonear a su casa, enviar a buscarle, reprenderle al menos<br />

por haber hecho «novillos». Pero nadie hizo nada al respecto. No era porque no hubiesen notado<br />

que se había marchado. Y, sin duda, todo el mundo se dio cuenta de lo que le había hecho a<br />

Donny James. Pero la señorita Allison no logró convencerse de que debía informar de su comportamiento,<br />

y nadie iba a contradecirle.<br />

Cuando su mamá llegó a casa. Walt estaba sentado junto a la televisión, con un libro para colorear<br />

abierto en la mesita. El sonido de la televisión estaba casi al mínimo.<br />

–Cariño, has vuelto pronto. ¿Cómo es eso?<br />

Walt masculló algo sin utilizar ninguna palabra en concreto, simplemente le contestó con voz lo<br />

bastante baja como para que su madre pensara que la respuesta quedaba ahogada por el sonido de<br />

sus propios pasos al alejarse.<br />

–Lo siento, cariño, no te he oído. ¿Qué ha pasado?<br />

Walt hizo demasiada presión sobre el papel, y el lápiz de cera dejó en él una marca oscura, escamosa.<br />

A Walt. aquella marca le pareció como una cicatriz.<br />

–Me he peleado –respondió–. Creo que he lastimado seriamente a Donny James. Me parece que<br />

tendrá que ir a ver al médico. Y como no tenía ganas de volver a hablarles, me vine para casa.<br />

–¿O sea que te has ido de la escuela? ¿Así, por las buenas?<br />

–Mamá, piensan que soy un monstruo. Creen que soy una especie de vampiro o algo así.<br />

Walt sintió deseos de llorar, más que nada por la frustración que sentía, pero no lo hizo. Metió la<br />

cabeza entre los brazos y su nariz rozó el libro de colorear.<br />

Mamá se sentó a su lado, y lo levantó para abrazarlo. Frente a ellos, en la televisión con el volumen<br />

bajo, los personajes de una telenovela se mostraban silenciosamente preocupados, del mismo<br />

modo que un hueso se preocupa por un perro.<br />

–No eres un monstruo, Walt –dijo mientras lo abrazaba y lo apretaba cada vez más contra ella –.<br />

No permitas que te digan esas cosas.<br />

Pero su voz sonó tan insegura que aunque Walt deseara creerle más que nada en el mundo, no<br />

pudo.<br />

Walt salió una hora antes de la cena, para ver si encontraba algo que hacer. Caminó un largo trecho,<br />

manzana tras manzana del barrio. Trataba de encontrar a alguien conocido, o un parque donde<br />

poder sentarse, o incluso jugar, o «algo», pero lo único que encontró en el arroyo, al final de la calle<br />

Dumas, fueron unas chinches de agua (las que su madre le había prohibido llevar a casa porque en<br />

realidad eran cucarachas). No fue muy divertido.<br />

Al regresar a su casa, las estrellas se veían gloriosamente brillantes, aunque todavía no estaba<br />

muy oscuro. Walt trató de identificar a Betelgeuse –le encantaba el nombre de aquella estrella, por<br />

eso le había pedido a su padre que le enseñara a buscarla–, pero no logró verla por parte alguna. Y<br />

mientras observaba el cielo, tres estrellas se convirtieron en meteoros. Al principio se limitó a observar,<br />

maravillado ante las marcas como de lápiz de luz que dejaban tras de sí las estrellas fugaces,<br />

pero, entonces, comenzaron a caer en espiral y cada una de ellas se dirigía hacia donde él se encontraba.<br />

A tres manzanas de allí había un enorme bosque, unas quince o veinte manzanas cuadradas de<br />

terreno en las que nadie había logrado abrir calles ni construir casas. Walt corrió hacia allí, tan de<br />

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