Horror 7- Stephen King y otros

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Stephen King y Otros Horror 7 Al cabo de un minuto y medio, la mujer se dominó. –Walt –dijo–, llegas tarde para la cena y estás muy sucio. Lávate las manos y la cara y siéntate a la mesa. Su padre y su hermana sonrieron; papá tenía lágrimas en los ojos, pero no dijo nada. Mamá se levantó y le puso un plato. Y Walt estuvo en casa. A la mañana siguiente de su regreso, Walt se pasó horas sentado a la mesa de la cocina, coloreando libros para pintar, mientras su madre hacía las labores de la casa. El trazo de los lápices de colores tenía cierta melancolía y elegancia; le intrigó la indiferencia que crecía en las páginas a medida que iba pintando. Su madre espió por encima de su hombro y emitió un tenue silbido de sorpresa. –Mira, Walt –dijo–, no puedes imaginarte lo difícil que será lograr que vuelvas al colegio. –Se dirigió a la cocina y se agachó para ver el interior del armario de debajo del fregadero–. Todos están convencidos de que has muerto. La gente no vuelve de entre los muertos. Nadie va a creer que eres tú. Pensarán que los dos estamos locos. Walt asintió. Su madre tenía razón, claro. Iba a ser un gran problema. Miró al suelo y restregó los pies contra el acabado. –Debería contárselo a alguien –dijo. –¿Contar qué, Walt? Su madre tenía la cabeza metida en el interior del armario de debajo del fregadero, entre los líquidos limpiadores, el estropajo de aluminio y las cacerolas viejas. –Lo de estar muerto, mamá. Me acuerdo. Walt sabía que su madre no le escuchaba. –Me parece muy bien. ¿Estás preparado para ir a la escuela esta tarde? Tenemos cita con el director a la una, después de comer. –Sí, el cole está bien. –Se rascó la mejilla–. Sé que la gente necesita saber cómo es. Lo de estar muerto, quiero decir. Es algo que todos necesitan saber desde siempre. Con lentitud, la madre de Walt sacó la cabeza del armario y se volvió para mirarle, boquiabierta. –¡Walt! No harás nada de eso. No lo consentiré. Estaba furiosa. –Pero ¿por qué? Necesitan saberlo. Su madre se limitó a apretar los labios y a ponerse roja como un tomate. No volvió a hablarle hasta después del almuerzo. El señor Hodges, el director, era un hombre de piel rojiza y seca y cabello negro grisáceo: vestía un traje azul marino y del bolsillo de la pechera asomaba un pañuelo de seda rojo. A Walt no le caía bien, nunca le había gustado. Aquel hombre no era cordial, y Walt tenía la impresión de que, de haber podido, le habría hecho daño. –Y tanto que es Walt –dijo mamá al hombre–. Por más que lo había visto con mis propios ojos, esta misma mañana, apenas amanecer. Sam y yo hemos ido a ver la tumba. La tierra está amontonada a un lado y puede notarse a la perfección por dónde salió de ella. –Pero no es posible. Ya no tenemos su expediente. Lo hemos enviado a la ciudad, a la bóveda a prueba de incendios. –Hizo una pausa para recobrar el aliento–. Oiga, sé que es tremendo perder un 158

Stephen King y Otros Horror 7 hijo. Y mucho peor verle morir. Walt no es el primer alumno que se me ha muerto en un accidente. Pero usted no puede dejarse engañar así. Walt está enterrado. No sé quién será este jovencito, y mucho menos por qué se aprovecha de esta debilidad suya... Su madre parecía indignada, tan enfadada que no podía hablar. Walt quiso arreglar las cosas, calmarlos, por eso le preguntó al director: –¿Qué prueba quiere que le dé? ¿Cómo puedo convencerle de que soy yo mismo? Al principio, ni su madre ni el director pudieron contestarle. Al cabo de un momento, el señor Hodges se excusó y abandonó el despacho. Durante veinte minutos, Walt se quedó mirando por la ventana del despacho del director; observaba a los demás niños durante el recreo. Su madre en ningún momento se levantó del asiento que ocupaba junto al escritorio del director. Tenía la mirada perdida en la pared mientras con los dedos iba retorciendo trocitos de papel hasta formar bolas bien apretadas. Finalmente, el señor Hodges abrió la puerta y entró de nuevo. Parecía cansado, como si padeciera el susto propio de quien ha sufrido un bombardeo, pero ya no tenía aquel aspecto maligno. Depositó dos gruesas carpetas de archivo sobre su escritorio. –Las pruebas que pudiera pedirte podrían fabricarse, Walt. Pero no es justo que trate de detenerte de esta forma. Como mínimo tienes derecho a ponerte el nombre que quieras. –Abrió una de las carpetas–. No puedo relacionarte con estos expedientes sin remover cielo y tierra. Pero no creo que los necesites. Aquí no hay nada que nos hiciera tratarte de otro modo que no sea el que emplearíamos con un nuevo alumno. –Y se puso a leer–. Estudias tercer curso. El grupo al que pertenecías ha continuado sus clases, y tu maestra, la señorita Allison, sigue trabajando aquí. Has estado ausente menos de un año, y aunque ya has estudiado estos temas del tercer curso, creo que no te vendría mal un repaso. Más tarde, antes de que Walt y su madre terminaran de rellenar los impresos, el director mandó llamar a la señorita Allison para que los viera. Walt levantó la mirada cuando ella abrió la puerta del despacho del señor Hodges, y sintió que le reconocía al verlo. La señorita Allison lanzó un grito y las piernas le fallaron. No se desmayó –nunca llegó a perder el conocimiento–; pero cuando cayó al suelo, pareció como si lo hubiera hecho. Volvió a gritar cuando él se le acercó para ayudarla a levantarse. –¡Wal...ter! El nombre sonó prolongado y horrendo, como en una vieja película de terror. –Tranquila –dijo Walt–, no soy un fantasma. –¿Qué eres? Su voz sonó aguda por efecto del miedo. –Sólo soy...Walt, sólo Walt. Soy Walt. La señorita Allison le lanzó una mirada furibunda e impaciente. –De verdad. Soy Walt. Además, mamá me ha dicho que no puedo contar nada. Walt oyó que su madre rompía entre los dientes el lápiz que estaba mordisqueando. –Cuéntaselo –le ordenó, furiosa–. Cuéntamelo. Walt se encogió de hombros. –Fueron los alienígenas –dijo–. Recorrían el cementerio para ver el interior de las tumbas. –¿Qué alienígenas? 159

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Al cabo de un minuto y medio, la mujer se dominó.<br />

–Walt –dijo–, llegas tarde para la cena y estás muy sucio. Lávate las manos y la cara y siéntate a<br />

la mesa.<br />

Su padre y su hermana sonrieron; papá tenía lágrimas en los ojos, pero no dijo nada. Mamá se<br />

levantó y le puso un plato.<br />

Y Walt estuvo en casa.<br />

A la mañana siguiente de su regreso, Walt se pasó horas sentado a la mesa de la cocina, coloreando<br />

libros para pintar, mientras su madre hacía las labores de la casa. El trazo de los lápices de colores<br />

tenía cierta melancolía y elegancia; le intrigó la indiferencia que crecía en las páginas a medida<br />

que iba pintando.<br />

Su madre espió por encima de su hombro y emitió un tenue silbido de sorpresa.<br />

–Mira, Walt –dijo–, no puedes imaginarte lo difícil que será lograr que vuelvas al colegio. –Se<br />

dirigió a la cocina y se agachó para ver el interior del armario de debajo del fregadero–. Todos están<br />

convencidos de que has muerto. La gente no vuelve de entre los muertos. Nadie va a creer que eres<br />

tú. Pensarán que los dos estamos locos.<br />

Walt asintió. Su madre tenía razón, claro. Iba a ser un gran problema. Miró al suelo y restregó<br />

los pies contra el acabado.<br />

–Debería contárselo a alguien –dijo.<br />

–¿Contar qué, Walt?<br />

Su madre tenía la cabeza metida en el interior del armario de debajo del fregadero, entre los<br />

líquidos limpiadores, el estropajo de aluminio y las cacerolas viejas.<br />

–Lo de estar muerto, mamá. Me acuerdo.<br />

Walt sabía que su madre no le escuchaba.<br />

–Me parece muy bien. ¿Estás preparado para ir a la escuela esta tarde? Tenemos cita con el director<br />

a la una, después de comer.<br />

–Sí, el cole está bien. –Se rascó la mejilla–. Sé que la gente necesita saber cómo es. Lo de estar<br />

muerto, quiero decir. Es algo que todos necesitan saber desde siempre.<br />

Con lentitud, la madre de Walt sacó la cabeza del armario y se volvió para mirarle, boquiabierta.<br />

–¡Walt! No harás nada de eso. No lo consentiré. Estaba furiosa.<br />

–Pero ¿por qué? Necesitan saberlo.<br />

Su madre se limitó a apretar los labios y a ponerse roja como un tomate. No volvió a hablarle<br />

hasta después del almuerzo.<br />

El señor Hodges, el director, era un hombre de piel rojiza y seca y cabello negro grisáceo: vestía<br />

un traje azul marino y del bolsillo de la pechera asomaba un pañuelo de seda rojo. A Walt no le caía<br />

bien, nunca le había gustado. Aquel hombre no era cordial, y Walt tenía la impresión de que, de<br />

haber podido, le habría hecho daño.<br />

–Y tanto que es Walt –dijo mamá al hombre–. Por más que lo había visto con mis propios ojos,<br />

esta misma mañana, apenas amanecer. Sam y yo hemos ido a ver la tumba. La tierra está amontonada<br />

a un lado y puede notarse a la perfección por dónde salió de ella.<br />

–Pero no es posible. Ya no tenemos su expediente. Lo hemos enviado a la ciudad, a la bóveda a<br />

prueba de incendios. –Hizo una pausa para recobrar el aliento–. Oiga, sé que es tremendo perder un<br />

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