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<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />
–Para él, también. Es una carga para sí mismo y para tu madre. No debió haber nacido nunca.<br />
En el pueblo no hay sitio para él.<br />
–Puede compartir mi casa.<br />
–... y sin embargo, arrancarás las hierbas del huerto –observó MacIver.<br />
–¿Cómo?<br />
MacIver anduvo en silencio unos momentos y después preguntó:<br />
–¿Cómo se llama?<br />
–Mamá no quiso que le pusiéramos nombre.<br />
–Sabia medida. Debió de sospecharlo desde el principio. A los de su clase no se les pone nombre.<br />
–Yo lo llamo Cascabel.<br />
MacIver gruñó.<br />
–Mamá solía atarle cascabeles alrededor del cuello –le explicó el niño–. Así podíamos vigilarlo<br />
cuando se acercaba a la despensa.<br />
–Piensa en cuánto os habríais ahorrado si no hubierais esperado tanto.<br />
El niño no supo qué decir. Pero para MacIver estaba claro: al crío no le importaban las penurias,<br />
la pobreza, las condiciones de vida. Su madre debió haberlo sabido. Ella había postergado la decisión<br />
lo más posible, había conservado a Cascabel todo lo que pudo. La vida estaba llena de pequeños<br />
martirios, pequeños martirios descaminados.<br />
Ya estaban llegando al río, y MacIver notó que la crisis del niño iba en aumento.<br />
–La naturaleza lanza sus semillas al viento, hijo mío. Pero no espera que todas germinen. Si lo<br />
hicieran, el mundo se hundiría en una maraña. Puedes mirar, si quieres, pero no debes molestar. Te<br />
juro que a él no le importará. Los que son como él nunca se enteran de lo que pasa.<br />
MacIver se dirigió al lugar donde se interrumpía la orilla y emergía una enorme lasca de piedra.<br />
El niño lo siguió; estaba tenso y tragaba saliva, pero el hombre de la muerte ya no se fijaba en él.<br />
Era como un sacerdote que se pusiera su vestimenta de celebración, se subió primero una manga,<br />
después la otra, y luego se arrodilló sobre la piedra. El murmullo litúrgico del río lo envolvió; hundió<br />
la mano en el agua, como si estuviera palpando seda. Poco a poco se inclinó hacia afuera, torciendo<br />
el brazo al hacerlo, y aterrándose al saliente, limpió la zona de basura.<br />
El niño quedó petrificado. El corazón se le había vuelto de hielo y cada latido era como el golpe<br />
de un escalpelo.<br />
MacIver se incorporó una vez, dos, y cada vez sacó una rama mugrienta. Posó las manos sobre<br />
sus rodillas, justo al borde de la losa de piedra y contempló el agua que fluía veloz. Aquél era el material<br />
del bautismo, la esencia de la vida.<br />
–Tranquilo.... Cascabel –dijo.<br />
Cascabel lloriqueó una vez y cuando MacIver izó el saco y luego lo hundió, se quedó quieto.<br />
La corriente lo arrastró de inmediato bajo la losa; MacIver mantuvo el saco aferrado, al tiempo<br />
que se inclinaba hacia afuera. Si el niño tenía intención de protestar, tendría que hacerlo en ese<br />
momento. Pero no se oyó nada. No podía, pensó MacIver. Porque debajo de la losa de piedra, le tocaba<br />
el turno a Dios.<br />
Cuando acabó, izó el saco de nuevo, para lo cual necesitó incorporarse y emplear las dos manos.<br />
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