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Horror 7- Stephen King y otros

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<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

en el saco. Gimió y MacIver murmuró:<br />

–Bueno, bueno, tranquilo...<br />

Le dio unas afectuosas palmaditas en la cabeza y le subió el saco hasta por encima de los ojos<br />

con un ademán preciso, ágil, que revelaba seguridad. No se echó el saco al hombro, sino que lo<br />

acunó entre sus brazos, y cantó bajito al salir de la cabaña y enfilar hacia el camino.<br />

De allí al río había más de un kilómetro. Conocía un sitio donde había un saliente de piedra que<br />

se adentraba sobre la superficie del agua. La corriente se tragaba las cosas, y él sostendría el saco<br />

mientras el saliente y la corriente hacían el resto; nada de palos, ni de brutales tirones para mantener<br />

bajo el agua el saco palpitante. Había ahogado muchas criaturas allí, y luego había enterrado sus<br />

cuerpos. Nunca se notaba que había habido lucha, porque MacIver lo hacía todo con suavidad, con<br />

suma reverencia.<br />

Efectuaba aquellos menesteres al amanecer o a la puesta del sol, por las tardes; en una ocasión<br />

lo hizo a la luz de la luna. Según él, nadie lo observaba por manifiesta ignorancia. Fuera cual fuese<br />

el momento del día, los pobladores lo rehuían, cerraban los postigos, se apartaban del camino. Festejaban<br />

los nacimientos y las bodas, los compromisos y las conmemoraciones, ¿por qué no podían<br />

celebrar el momento de la extinción? El paso de una vida a la siguiente era, sin duda, el más significativo<br />

de todos, y, sin embargo, huían de él como si se tratara de la peste. Si se hubiese tratado de<br />

un asesinato, acompañado de gritos, sangre y furor, lo habría comprendido, pero se trataba de un ritual<br />

que ellos mismos autorizaban, y todo lo que ocurriese bajo aquella saliente de piedra sucedía<br />

entre Dios y el celebrante. No podía ser impío.<br />

Testigos. Se habría sentido agradecido de tenerlos. Exceptuando a los niños. Por eso, cuando<br />

Bobby Garrick se acercó corriendo por el camino. MacIver cantó bajito, acunó su carga y se descorazonó.<br />

No pronunciaron ni palabra, pero el niño era como un tizón ardiente saltado del hogar. Su calor,<br />

y su aliento siseante envolvieron a MacIver. El niño corría delante de él para poder ver mejor el saco;<br />

debajo de la frente húmeda, sus ojos eran enormes, inquisitivos. Entonces, un breve gimoteo salió<br />

del saco. El niño tendió la mano de dedos frágiles y blancos.<br />

–No, hijo. –MacIver se detuvo, se hizo a un lado y continuó andando–. Será mejor que no lo toques.<br />

Se irá en paz, no lo toques.<br />

–Tiene miedo –murmuró el niño.<br />

–Ha estado tranquilo hasta ahora –dijo MacIver.<br />

Siguió cantando bajito. Pero en su canto hubo una especie de urgencia, y el gimoteo continuó.<br />

–Está muy asustado –declaró el niño.<br />

–Es porque has venido.<br />

–A mí no me tiene miedo. Déjeme que lo coja y verá.<br />

MacIver se detuvo otra vez.<br />

–Le ha llegado su hora, hijo. Si piensas en soltarlo, no servirá de nada. Ésta es la manera más<br />

piadosa. Continuaron.<br />

–¿Por qué es piadosa? –inquirió el niño.<br />

–Porque Dios comete errores y espera que nos<strong>otros</strong> los corrijamos.<br />

Del saco salió un prolongado gemido quejumbroso.<br />

–Para él no es piadoso –arguyó el niño.<br />

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