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<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />
tificar, rodeada de un montón de crías delgaduchas. Quizá produje algún ruido porque la madre voló<br />
hacia mí y, piando, abandonó a sus polluelos y se perdió, muda otra vez, en el cielo azul oscuro. La<br />
vi volar, sintiendo un penoso lazo, esperando que regresara; luego, volvía mirar a los polluelos que<br />
seguían dentro del buzón.<br />
Se movían en un nido hecho con dinero: los generosos billetes que le había pagado a Wordsong<br />
por aquellos relatos mágicos y perfectos.<br />
Me quedé sentado al volante del coche alquilado durante más de una hora, pero la madre de las<br />
avecillas no regresó. Intenté encontrar una explicación a todo aquello, y recordé algo más que Eudora<br />
Welty había escrito en su valioso libro de recuerdos de Harvard, One Writer's Beginnings: No<br />
es la voz de mi madre, ni la voz de ninguna persona que pueda identificar, y sin duda, tampoco la<br />
mía. Se refería a la voz que siempre escuchaba cuando leía, o escribía. Es para mí –escribió–, la voz<br />
del relato mismo.<br />
La obra de Wordsong era eso. Los relatos habían surgido de las ruinas de aquella casa, del abandono<br />
de una tierra que el hombre ya no necesitaba, de un camino de tierra que iba de algún sitio a<br />
ninguna parte; no había tenido un nacimiento y no podían tener una muerte. Existían. Eran. Deseaban<br />
ser leídos; una vez. Y los <strong>otros</strong> relatos de Wordsong estaban en todas partes, a mi alrededor,<br />
llegaban mucho más lejos que la vista, al fondo del camino que se extiende desde la creencia de un<br />
lector agradecido hasta la fantasía y el infinito.<br />
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