Horror 7- Stephen King y otros

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Stephen King y Otros Horror 7 trabajadores de la palabra que conocía se habría visto tentado a desarrollar las ideas aisladas, confiando en que su conmovedora originalidad conduciría a la invención de un relato memorable. Pero el misterioso autor, o la misteriosa autora, que me envió los cuatro relatos había logrado el autocontrol y tuvo la previsión de convertir cada uno de ellos en algo desarrollado por completo, sin vestigio de viñeta, con lo cual logró que los cuatro fueran tan perfectos y completos que aplicar en sus páginas una marca de rotulador azul habría sido un pecado a ojos de Dios. Todo aquel que me haya entregado una obra sabe, al menos eso creo yo, cuan excepcionales y extraordinarios eran los escritos de Wordsong. Mi propia opinión me parecía poco profesional, porque me asombraba la devoción que despertaba en mí. Pero intuía que la aparición de Wordsong me daba la oportunidad de que un Mencken o un Max Perkins reconocieran y promovieran el genio. Cuando terminé de leer aquel primer relato, me sobrecogió tanto lo logrado que estaba que me sentí... «redimido». Entonces me enteré de que sólo me estaba permitido «leerlo», no presentarlo. Por primera vez a lo largo de mi vida, en la segunda mitad del siglo, me había topado con un escritor, o escritora, de ficción que, literalmente hablando, escribía por el placer de hacerlo. Al principio me pareció una blasfemia. Con el tiempo, llegué a pensar que era casi divino. Pero estuviese o no editorialmente atrapado entre el cielo y el infierno, me sentí inundado por la nada caritativa sensación de descubrimiento; momentos después de haber devorado aquel primer relato, estaba dispuesto a aceptarlo y comprarlo. No tenía ni idea de quién podía ser Wordsong; lo que estaba claro era que resultaba imposible creer que un novato lo hubiera creado. Pensé en los gigantes del género que habían utilizado seudónimos en el pasado, pero no logré reconocer aquel estilo inefable. Y en ese momento, no sabía que jamás llegaría a tener la ocasión de ver la firma del autor (o de la autora) en un cheque aceptado. Fue la llamada telefónica, con instrucciones del autor, que recibí momentos después de mi primera lectura, la que me proporcionó gran parte de la información que expongo. Le dije al genio frustrado que hablaba al otro lado de la línea que yo insistía en pagar por el relato, porque así cerraría el trato y evitaría que otros editores me lo arrebatasen; con eso, quizá él (o ella) cambiara de idea. –Si de veras lo aprecia tanto –murmuró la voz en mi oído–, puede pagarme, pero ha de ser en metálico. Por supuesto, se trataba de un atropello. Dije que procuraría hacer lo que me pedía. –Es lo que cualquiera debería pretender de usted –me repuso. Cuando me esforcé por saber por qué pedía el dinero en metálico y al contado sin que su relato fuera publicado, la comunicación se cortó de inmediato. No obstante, cumplí con lo pactado: el editor era un caballero, y, a pesar de que la transacción no le entusiasmaba demasiado, la aprobó. Aunque arriesgado, le envié el dinero a Wordsong a las señas que me había dado: el número de un buzón rural de uno de esos Estados que nadie recuerda jamás cuando intenta nombrar todas las partes de ese abigarrado Estados Unidos: un Estado más salvaje, más libre, menos poblado, y un pueblo que hasta los diccionarios geográficos más expertos olvidan citar. Nunca me fue concedido el permiso para publicar el maravilloso relato. Unas condiciones igual de asombrosas se repitieron cuando reuní material para posteriores antologías. Y en cada ocasión, mi exquisito orgullo, mi celo editorial, se vieron deslumbrados por una llamada telefónica en la que se me pedía que si «apreciaba» la nueva obra. prometiera no permitir que se publicase nunca, y entonces yo cumplía con la obligación autoimpuesta de adquirir la narración. Creo que, en el fondo, yo esperaba llegar a reunir un número tal de joyas de ficción como aquélla para, un buen día, formar 148

Stephen King y Otros Horror 7 una colección de relatos que valiera un Potosí; aquello inscribiría mi nombre junto al de antólogos como Campbell, Boucher, Grant, Schiff, Derleth y el resto. Para ser sincero, hubo momentos en los que me sentí muy enfadado, casi furioso por la forma en que Wordsong «me dejaba» pagar por un material que nadie más leería, excepto el editor (quien, obviamente, exigía leer lo que estaba pagando). En fin, que.... que comencé a sentirme como perseguido por la extraña voz del autor (o de la autora) al oírla en nuestras conversaciones telefónicas. En realidad, la comunicación era malísima y la voz se caracterizaba por unas pausas vocales matizadas, tan carentes de inflexión que me habría sonado distante aun en el caso de que la comunicación hubiera sido buena. Y en cada llamada, aquella voz sonaba masculina y femenina al mismo tiempo, aunque no en el sentido andrógino. Tenía fuerza: su integridad estaba implícita y la peculiar fusión de fortaleza y suavidad siempre convertía el sexo de Wordsong en algo sin importancia, hasta el momento en que colgábamos y yo empezaba a mover la cabeza, desesperado y lleno de dudas. Cuando el cuarto relato llegó, la situación empezó a cambiar... para empeorar. No me refiero a la historia; ¡qué va! Era la mejor, si cabe. Nunca he leído una obra de ficción, y es la pura verdad, que despertara una emoción tan profunda en mí; que me hiciera reír y llorar, sentir terror y curiosidad, experimentar el suspense; un relato que me emocionara con su final tan único, tan sorprendentemente adecuado. El problema radicaba en la inevitable y maldita llamada telefónica, y en la declaración final de Wordsong de que aquel cuarto relato sería el «último». Por fin, se me informó del porqué. Pero no puedo contárselo a nadie, salvo en la medida en que los lectores de esta extraña historia sean capaces de entrever el motivo. Toda la verdad. Está aquí, ante los ojos de los lectores. Segundos después de mi última discusión telefónica –que fue más bien una perorata unilateral.... dado que empecé por suplicar y acabé a gritos–, decidí tratar de conseguir personalmente el permiso de Wordsong para publicar sus relatos. Si eso fallaba, quizá después de conocer al genio yo habría logrado aprender algo más de él y de sus motivaciones. Descubrí que podía cubrir en avión gran parte de la distancia que me separaba de aquel Estado perdido, aunque no sin tener que efectuar varios transbordos a lo largo del recorrido. Nadie se molestaba en viajar hasta allí, salvo yo. El viaje corrió por mi cuenta; no me había atrevido a poner de nuevo a prueba la paciencia del editor. También se me había ocurrido que quizá éste deseara acompañarme y. debo reconocerlo, me inundaba una sensación tal de misión personal que no estaba dispuesto a compartir mi encuentro con el enigmático autor (o autora). Cuando por fin me encontré en el pueblo de destino, me enteré, por desgracia, de que para llegar hasta el sitio al que me dirigía, debía alquilar un destartalado coche de ocho años del único servicio de alquiler en sesenta kilómetros a la redonda. No tardé en encontrarme en caminos de tierra por los que nadie había transitado desde la guerra de Corea, salvo el cartero rural, claro está. El polvo del camino tenía un aspecto de enfurruñada permanencia, una manera de depositarse, incluso de llamar la atención, que resultaba prácticamente hostil. Se levantaba en espiral desde debajo de las cubiertas de mi anciano vehículo, como mechones de cabello blanco alrededor del cuello de un empresario jubilado que aún conserva ciertas influencias poderosas y desagradables. Tampoco me ayudó el drástico cambio climático. Había dejado atrás la ventosa y taciturna Indianápolis y el esforzado motor de mi vehículo desprendía un calor tal que sofocaba. Cuanto más avanzaba por el camino de tierra, sin ver nunca ni vehículos ni personas, más se afanaba mi imaginación por vencerme. «¿Y si Wordsong fuera... literalmente un «escritor» (o escritora) fantasma?», me preguntaba. ¿Y si fuera una de esas personas de poco éxito en la vida, y con tantas ansias por dejar una señal de su paso por la tierra, que se hubiera aferrado a una existencia parcial dejando las manos atadas a su escritorio, para poder así intentar una vez más la obra cumbre, utilizando para ello las visiones especiales susurradas a su oído en el momento de la 149

<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

trabajadores de la palabra que conocía se habría visto tentado a desarrollar las ideas aisladas, confiando<br />

en que su conmovedora originalidad conduciría a la invención de un relato memorable. Pero<br />

el misterioso autor, o la misteriosa autora, que me envió los cuatro relatos había logrado el autocontrol<br />

y tuvo la previsión de convertir cada uno de ellos en algo desarrollado por completo, sin vestigio<br />

de viñeta, con lo cual logró que los cuatro fueran tan perfectos y completos que aplicar en sus<br />

páginas una marca de rotulador azul habría sido un pecado a ojos de Dios.<br />

Todo aquel que me haya entregado una obra sabe, al menos eso creo yo, cuan excepcionales y<br />

extraordinarios eran los escritos de Wordsong.<br />

Mi propia opinión me parecía poco profesional, porque me asombraba la devoción que despertaba<br />

en mí. Pero intuía que la aparición de Wordsong me daba la oportunidad de que un Mencken o<br />

un Max Perkins reconocieran y promovieran el genio. Cuando terminé de leer aquel primer relato,<br />

me sobrecogió tanto lo logrado que estaba que me sentí... «redimido».<br />

Entonces me enteré de que sólo me estaba permitido «leerlo», no presentarlo.<br />

Por primera vez a lo largo de mi vida, en la segunda mitad del siglo, me había topado con un escritor,<br />

o escritora, de ficción que, literalmente hablando, escribía por el placer de hacerlo. Al principio<br />

me pareció una blasfemia. Con el tiempo, llegué a pensar que era casi divino. Pero estuviese o<br />

no editorialmente atrapado entre el cielo y el infierno, me sentí inundado por la nada caritativa sensación<br />

de descubrimiento; momentos después de haber devorado aquel primer relato, estaba dispuesto<br />

a aceptarlo y comprarlo. No tenía ni idea de quién podía ser Wordsong; lo que estaba claro<br />

era que resultaba imposible creer que un novato lo hubiera creado. Pensé en los gigantes del género<br />

que habían utilizado seudónimos en el pasado, pero no logré reconocer aquel estilo inefable. Y en<br />

ese momento, no sabía que jamás llegaría a tener la ocasión de ver la firma del autor (o de la autora)<br />

en un cheque aceptado.<br />

Fue la llamada telefónica, con instrucciones del autor, que recibí momentos después de mi primera<br />

lectura, la que me proporcionó gran parte de la información que expongo. Le dije al genio<br />

frustrado que hablaba al otro lado de la línea que yo insistía en pagar por el relato, porque así cerraría<br />

el trato y evitaría que <strong>otros</strong> editores me lo arrebatasen; con eso, quizá él (o ella) cambiara de idea.<br />

–Si de veras lo aprecia tanto –murmuró la voz en mi oído–, puede pagarme, pero ha de ser en<br />

metálico.<br />

Por supuesto, se trataba de un atropello. Dije que procuraría hacer lo que me pedía.<br />

–Es lo que cualquiera debería pretender de usted –me repuso.<br />

Cuando me esforcé por saber por qué pedía el dinero en metálico y al contado sin que su relato<br />

fuera publicado, la comunicación se cortó de inmediato.<br />

No obstante, cumplí con lo pactado: el editor era un caballero, y, a pesar de que la transacción<br />

no le entusiasmaba demasiado, la aprobó. Aunque arriesgado, le envié el dinero a Wordsong a las<br />

señas que me había dado: el número de un buzón rural de uno de esos Estados que nadie recuerda<br />

jamás cuando intenta nombrar todas las partes de ese abigarrado Estados Unidos: un Estado más<br />

salvaje, más libre, menos poblado, y un pueblo que hasta los diccionarios geográficos más expertos<br />

olvidan citar.<br />

Nunca me fue concedido el permiso para publicar el maravilloso relato. Unas condiciones igual<br />

de asombrosas se repitieron cuando reuní material para posteriores antologías. Y en cada ocasión,<br />

mi exquisito orgullo, mi celo editorial, se vieron deslumbrados por una llamada telefónica en la que<br />

se me pedía que si «apreciaba» la nueva obra. prometiera no permitir que se publicase nunca, y entonces<br />

yo cumplía con la obligación autoimpuesta de adquirir la narración. Creo que, en el fondo,<br />

yo esperaba llegar a reunir un número tal de joyas de ficción como aquélla para, un buen día, formar<br />

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