Horror 7- Stephen King y otros

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Stephen King y Otros Horror 7 zambullirse para ayudar a papá a salvar a mamá. Se le enreda un pie en el bañador cuando está a punto de quitárselo y cae al agua. Sabe nadar un poco. Pero no lo suficiente. Felder podría echarse a reír o a llorar: su esposa y su hijo están en el agua, y él, que no sabe nadar ni en la bañera, intenta salvarles. Pero así es mejor: Otra horrible tragedia estival. El pescador de la barca: él se encargará de revelar a la gente la secuencia de hechos. Se acercará remando, para tratar de ayudar; es probable que algún diario, en una nota completa, cite su pesar: Sabía que ya era demasiado tarde incluso antes de llegar al lugar... Así es mejor; Felder está en el fondo, la luz que se refleja en su cabeza se apaga; se le ocurren ideas sueltas, aunque confusas, antes de que todo desaparezca. Así es mejor; no necesitará telefonear a padres ni suegros; su hermana, los hermanos de ella: sus amigos, algún director de funeraria. Es conmovedor, una verdadera tragedia, una tragedia sin calificativos, algo que durante años causará una profunda conmoción entre las personas que los conocieron bien. Nunca volverán a planificar unas vacaciones sin pensar en la terrible tragedia que les ocurrió a los Felder. Ninguno de los que los conoce volverá a irse de vacaciones al lago George. Y él sólo había dicho: ¡El año que viene, saldremos de la ciudad los tres meses de verano, aunque tenga que dimitir! Y los tres se habían echado a reír como locos a punto de salvarse de una condena por asesinato, y Felder se alejó del asiento trasero y la alegría desenfrenada reflejada en el rostro de su hijo y vio levantarse tan de prisa la parte posterior del remolque que le pareció que éste retrocedía en lugar de avanzar. Así es mejor: la madre era una gran nadadora, pero tuvo algún problema; el padre no sabía nadar, pero no quiso permitir que su mujer se ahogara; el niño de cuatro años cayó al agua –a él fue a quien se le enredó un pie con los muelles de una cama, eso fue lo que sucedió– al tratar de salvar a sus padres. Así es mucho, pero mucho mejor que estar de pie en la Interestatal 87, junto a la Policía Estatal, con apenas un rasguño en la frente. Así está mejor; de este modo. Felder también logra morir. Felder se abraza al fondo, traga con fuerza el agua fría y oscura que lo envuelve veloz. 146

Stephen King y Otros Horror 7 WORDSONG J. N. Williamson A los diecinueve años, gané el medio chelín de los Irregulares de Baker Street; eso me convirtió para siempre en uno de los sesenta IBS originales. He visto a, o conversado con Ella Fitzgerald, James Garner, el Pato Donald (Clarence Nash), Ella F., Barry Goldwater, David Hartwell, Ella F., Frank Edwards, Lou Holtz, Peter Straub, Ella, Ilona Massey (me ofreció una prueba de cine), Spike Jones, Ray Bradbury, Ella y Walt Disney. He conocido a, o intercambiado correspondencia con: J. Edgar Hoover, John A. Keel, el entrenador Bobby Knight, Colin Wilson, Jacques Vallee (experto en OVNI y víctima de un terremoto), Andy Rooney, Anthony Boucher, Shelley Berman, Adrian Conan Doyle, James J. Kilpatrick, la secretaria personal de George Bernard Shaw, Dean Koontz, Bob Newhart, la secretaria privada de Winston Churchill, August Derleth, Christopher Morley, Rex Stout y J. D. Salinger. Me he acostado con Mary Williamson. *** Cuando la magia verdadera llegaba por correo, lo más probable era que aquel juego de manos literario fuera pergeñado por alguno de los Ray, Richard o Roberts. Ocasionalmente, en la línea donde figuraba el nombre del autor, aparecía un Dennis. un Jim o un David, y más raramente, un Steve. Fuera cual fuese el oculto motivo, ninguna de las obras de ficción que prefería para las antologías que yo editaba eran escritas jamás por un nombre menos corriente como Donald o George, o por ejemplo, Randolph u Oscar. Todos eran John, Alan, Bill, y Tom. No fallaba. Dicha anomalía me mosqueaba tanto como los nombres de las mujeres cuyos relatos yo seleccionaba; porque, en el caso del ostensible sexo débil, se producía todo lo contrario. Las damas que se lanzaban a mi estanque de posibilidades literarias siempre llevaban nombres como Ardath, Mona, Bari o Lisa, Jeannette o Annette o Jessica, Tabbie o Tanith. ¡Ni una Mary, Hellen, Linda o Jane a la vista! En realidad, a la única escritora que leía con frecuencia –fuera del género– se llamaba Eudora. No obstante, los mejores relatos presentados para mis colecciones fueron escritos por alguien cuyo nombre no daba pista alguna acerca del sexo del autor. Y aunque yo aceptaba, ansioso, cada relato mágico de aquella misteriosa pluma, nunca me fue permitido publicar uno siquiera. Antes de explicar esta extraña secuencia de hechos, permítanme expresar la mística esperanza de que la presencia, o la esencia, de ese extraordinario artista quede reflejada, de alguna manera, en las presentes y excelentes obras de ficción que sí me permitieron –a través de los amables oficios del editor– ofrecerles a ustedes. Si algo de la magia narrativa de Wordsong llega a formar parte de ustedes, como ha llegado a formar parte de mí, podrán considerarse afortunados. Cuando reunía el material para la primera antología que llevaría mi nombre, leí por primera vez aquellas encantadoras narraciones, escritas con seudónimo. Y cada vez que comenzaba otra antología. Wordsong me enviaba otro relato. Cada uno de ellos se basaba en una idea nueva, y cada argumento surgía de caracterizaciones reales como la vida misma, fascinantes en su introspección psicológica. Cuando sostengo que cada idea parecía nueva, lo digo en serio. Quienes han visto alguna vez un viejo libro titulado Plotto, que se jactaba de contener todas las ideas que un escritor pudiera necesitar, podrán imaginarse lo sorprendido y encantado que me sentía. Cualquiera de los 147

<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

WORDSONG<br />

J. N. Williamson<br />

A los diecinueve años, gané el medio chelín de los Irregulares de Baker Street; eso me convirtió para<br />

siempre en uno de los sesenta IBS originales. He visto a, o conversado con Ella Fitzgerald, James<br />

Garner, el Pato Donald (Clarence Nash), Ella F., Barry Goldwater, David Hartwell, Ella F., Frank<br />

Edwards, Lou Holtz, Peter Straub, Ella, Ilona Massey (me ofreció una prueba de cine), Spike Jones,<br />

Ray Bradbury, Ella y Walt Disney.<br />

He conocido a, o intercambiado correspondencia con: J. Edgar Hoover, John A. Keel, el entrenador<br />

Bobby Knight, Colin Wilson, Jacques Vallee (experto en OVNI y víctima de un terremoto), Andy<br />

Rooney, Anthony Boucher, Shelley Berman, Adrian Conan Doyle, James J. Kilpatrick, la secretaria<br />

personal de George Bernard Shaw, Dean Koontz, Bob Newhart, la secretaria privada de Winston<br />

Churchill, August Derleth, Christopher Morley, Rex Stout y J. D. Salinger.<br />

Me he acostado con Mary Williamson.<br />

***<br />

Cuando la magia verdadera llegaba por correo, lo más probable era que aquel juego de manos literario<br />

fuera pergeñado por alguno de los Ray, Richard o Roberts. Ocasionalmente, en la línea donde<br />

figuraba el nombre del autor, aparecía un Dennis. un Jim o un David, y más raramente, un Steve.<br />

Fuera cual fuese el oculto motivo, ninguna de las obras de ficción que prefería para las antologías<br />

que yo editaba eran escritas jamás por un nombre menos corriente como Donald o George, o por<br />

ejemplo, Randolph u Oscar. Todos eran John, Alan, Bill, y Tom. No fallaba.<br />

Dicha anomalía me mosqueaba tanto como los nombres de las mujeres cuyos relatos yo seleccionaba;<br />

porque, en el caso del ostensible sexo débil, se producía todo lo contrario. Las damas que<br />

se lanzaban a mi estanque de posibilidades literarias siempre llevaban nombres como Ardath, Mona,<br />

Bari o Lisa, Jeannette o Annette o Jessica, Tabbie o Tanith. ¡Ni una Mary, Hellen, Linda o Jane<br />

a la vista! En realidad, a la única escritora que leía con frecuencia –fuera del género– se llamaba<br />

Eudora.<br />

No obstante, los mejores relatos presentados para mis colecciones fueron escritos por alguien<br />

cuyo nombre no daba pista alguna acerca del sexo del autor. Y aunque yo aceptaba, ansioso, cada<br />

relato mágico de aquella misteriosa pluma, nunca me fue permitido publicar uno siquiera.<br />

Antes de explicar esta extraña secuencia de hechos, permítanme expresar la mística esperanza<br />

de que la presencia, o la esencia, de ese extraordinario artista quede reflejada, de alguna manera, en<br />

las presentes y excelentes obras de ficción que sí me permitieron –a través de los amables oficios<br />

del editor– ofrecerles a ustedes. Si algo de la magia narrativa de Wordsong llega a formar parte de<br />

ustedes, como ha llegado a formar parte de mí, podrán considerarse afortunados.<br />

Cuando reunía el material para la primera antología que llevaría mi nombre, leí por primera vez<br />

aquellas encantadoras narraciones, escritas con seudónimo. Y cada vez que comenzaba otra antología.<br />

Wordsong me enviaba otro relato. Cada uno de ellos se basaba en una idea nueva, y cada argumento<br />

surgía de caracterizaciones reales como la vida misma, fascinantes en su introspección<br />

psicológica. Cuando sostengo que cada idea parecía nueva, lo digo en serio. Quienes han visto alguna<br />

vez un viejo libro titulado Plotto, que se jactaba de contener todas las ideas que un escritor<br />

pudiera necesitar, podrán imaginarse lo sorprendido y encantado que me sentía. Cualquiera de los<br />

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