Horror 7- Stephen King y otros

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Stephen King y Otros Horror 7 EL LAGO GEORGE EN PLENO AGOSTO John R. Bensink Bensink, un neoyorquino de pura cepa, ha publicado obras de ficción y de no ficción en New York Magazine, Playboy, Money y en el New York News, y elabora una colección de relatos que titula New York Weird. Fue coautor de una novela de terror, Piper, que se publicó en 1986. Además, J. R. ha escrito guiones para la serie de la ABC titulada «One Life to Live». Y si con todo ello no queda suficientemente reflejada la versatilidad de John, debo agregar que es también ex editor ejecutivo de Night Cry y de Twilight Zone Magazine, de Rod Serling. Conversar con él por teléfono le recuerda a uno a Harlan Ellison, que también piensa y habla con rapidez, espontaneidad y candidez, y además puede conducirle a uno a menospreciar la profundidad de sentimientos, el alcance de su compasión... Pero todas estas virtudes las descubre uno después, y sin lugar a dudas, en un relato honesto, envolvente y real como «El lago George en pleno agosto», de John Robert Bensink. *** Sólo es una miserable semana, pero, al menos, saldrán de la ciudad. Felder les enseña la casa a su esposa y a su hijo, que se muestran asombrados, pues resulta mejor de lo que él les había contado. Ya van seis primaveras que Felder no cesa de repetir: «Este verano saldremos de la ciudad». Eso significa: junio, julio y agosto. La realidad de este año: una semana de vacaciones, que no pueden permitirse el lujo de pagar. Pero da lo mismo: comen macarrones, queso y perritos calientes durante una semana y Felder procurará no pensar en el adelanto que consiguió con la MasterCard y con el que pagará una ganga de alquiler: mil doscientos dólares. La casa, a la orilla del agua, es como una cabaña, húmeda a pesar de que afuera hace calor (más de treinta y dos grados), y está llena de muebles rústicos que hicieron los indios, le dice al niño. De inmediato, lo que todos desean es estar en el lago, bautizar su llegada, la semana que pasarán juntos, la suerte que han tenido al encontrar un sitio tan bonito, con la temporada tan avanzada. Ni siquiera han descargado el coche de alquiler..., además, puede esperar. La esposa de Felder lleva el traje de baño en el bolso. Se cambia rápidamente en el lavabo. El niño comienza a hacer pucheros. Su esposa, la maga, hace desaparecer el puchero sacando del bolso su bañador anaranjado. ... voilà! La sonrisa le dura más de lo que tarda en desnudarse y subirse el bañador por las delgaduchas piernas. Del revés, pero qué más da; todo se comunica con una mirada entre marido y mujer que también dice: «Este es el momento, no lo echemos a perder ocupándonos de tecnicismos, el niño está a punto de estallar, vayamos al lago y bañémonos de una vez..., ¡continuemos con las vacaciones!» Así lo hacen; salen corriendo de la casa; recorren el sendero que lleva al agua, el niño va en el centro, y no tiene la menor idea de por qué el bañador le tira tanto en la entrepierna –qué más da–, la esposa de Felder se adelanta y los guía, descalza, sin andar con cuidado para evitar las piedras, sino saltando con gracia y, a pesar de ello, no pisa ni un guijarro. Felder los sigue, un tanto rezagado, no porque no esté entusiasmado igual que ellos, sino porque le gusta saborear aquello, desea llevarles esa ventaja: su esposa y su hijo corren por el sendero cu- 144

Stephen King y Otros Horror 7 bierto de vegetación, riéndose, y el sol los ilumina con los rayos que se filtran entre las hojas. Ha tenido tan poco tiempo para sentirse tan agobiado como es debido por su buena suerte de los últimos años: esa esposa, que lo quiere tanto, y Felder no puede evitar preguntarse qué ve en él: ese hijo, cuya adoración es total, que por papá puede interrumpir un llanto agónico a la dulce orden de «quiero una sonrisa»; esa sonrisa, que nace como un amanecer repentino. Ha estado tan inmerso en su trabajo, con su deseo de sobrevivir en Nueva York, preocupado por cómo seguiría, «seguirían», subsistiendo, tan ocupado tratando de no preocuparse por lo caro que está todo... y quejándose de lo caro que está todo. Desea ese momento: eso es la felicidad. Quisiera inmovilizarles allí mismo, en el sendero. Sólo por un momento. Para así poder tener un punto de vista móvil. Para permitirse el lujo de acercarse mucho a su esposa y a su hijo y observarles íntimamente. Tocarles... Ella no se despide..., pero ¿cómo iba a saberlo? La esposa de Felder llega corriendo hasta el muelle de madera. Se zambulle, su cuerpo delgado, de largas piernas, se arquea al entrar en el agua. Sus miembros, de un blanco urbano, resaltan contra el negro del traje de baño. No muy lejos (pero demasiado como para ayudar) se ve a un hombre en una barca de remos. Pesca, de pie en la barca, y mira hacia la orilla donde están ellos. La esposa de Felder se mete debajo del agua. El niño se encuentra de pie, al final del muelle. Felder se le acerca. Los dos miran el agua con fijeza. Nada ocurre. Es casi negra. El lago George en pleno agosto: se puede nadar, pero, aun así. hay corrientes que sobrevivieron mil inviernos, corrientes heladas que se elevan del centro, del fondo, provocando calambres en los nadadores, inmovilizándolos. Es lo que dirá el médico forense... La esposa de Felder ya no vuelve a aparecer. Al golpearse la cabeza en una piedra, o enredarse una pierna en los viejos muelles de una cama que alguien arrojara allí..., ¿serían de la casa que alquilaron? El médico forense dirá por lo menos dos de estas tres cosas: cogió una mala corriente del lago George, se golpeó la cabeza en una piedra, se le enredó una pierna... Y el marido y el hijo se ahogaron al tratar de salvarla... Y no sube, no subirá a la superficie. Felder no olvida, no puede olvidarlo: ¡no sabe nadar! Siempre pensó que en una situación así (que no llegaría a ocurrir, imposible), si la vida de un ser querido dependiera del equilibrio entre su incapacidad y su deseo, él se desnudaría, se lanzaría al agua y salvaría esa vida. Todo lo que jamás habría sido capaz de aprender, le sería dado, como por arte de magia. «Más tarde» se daría cuenta de que había ocurrido un milagro –como esas madres que levantan coches para salvar a sus hijos atrapados, asombradas de haber poseído, durante unos segundos, una fuerza sobrehumana. Felder no sabe nadar. Nunca supo, nunca sabría. Y Felder morirá en el intento de salvar a su esposa. Se desviste rápidamente, quedando en calzoncillos, y lanza la ropa al agua. Se zambulle. Es decir, lo que para él es zambullirse. La boca se le llena de agua. Escupe. Hunde la cabeza, busca a su esposa, es una gran nadadora –le gusta el detalle: ¿por qué suelen ahogarse las personas que saben nadar bien?–, pero ocurre que se golpeó la cabeza, o la cogió una corriente, o el pie se le enredó en algo. Y no puede hacer lo más simple. Abrir los ojos debajo del agua. Nunca pudo. Pero ahora es preciso. ¿Cómo encontrarla si no, allá en el fondo? Se esfuerza. Y se ríe por dentro. Todo se vuelve negro. Felder sale a la superficie, no porque quiera o porque se obligue a hacerlo, simplemente porque sale. Le parece que nota el agua en los pulmones. Y además está el niño, a pocos metros, en el muelle, que se desnuda igual que papá, se baja el bañador anaranjado por las huesudas piernas, va a 145

<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

bierto de vegetación, riéndose, y el sol los ilumina con los rayos que se filtran entre las hojas. Ha<br />

tenido tan poco tiempo para sentirse tan agobiado como es debido por su buena suerte de los últimos<br />

años: esa esposa, que lo quiere tanto, y Felder no puede evitar preguntarse qué ve en él: ese<br />

hijo, cuya adoración es total, que por papá puede interrumpir un llanto agónico a la dulce orden de<br />

«quiero una sonrisa»; esa sonrisa, que nace como un amanecer repentino. Ha estado tan inmerso en<br />

su trabajo, con su deseo de sobrevivir en Nueva York, preocupado por cómo seguiría, «seguirían»,<br />

subsistiendo, tan ocupado tratando de no preocuparse por lo caro que está todo... y quejándose de lo<br />

caro que está todo. Desea ese momento: eso es la felicidad. Quisiera inmovilizarles allí mismo, en<br />

el sendero. Sólo por un momento. Para así poder tener un punto de vista móvil. Para permitirse el<br />

lujo de acercarse mucho a su esposa y a su hijo y observarles íntimamente. Tocarles...<br />

Ella no se despide..., pero ¿cómo iba a saberlo?<br />

La esposa de Felder llega corriendo hasta el muelle de madera. Se zambulle, su cuerpo delgado,<br />

de largas piernas, se arquea al entrar en el agua. Sus miembros, de un blanco urbano, resaltan contra<br />

el negro del traje de baño.<br />

No muy lejos (pero demasiado como para ayudar) se ve a un hombre en una barca de remos.<br />

Pesca, de pie en la barca, y mira hacia la orilla donde están ellos. La esposa de Felder se mete debajo<br />

del agua. El niño se encuentra de pie, al final del muelle. Felder se le acerca.<br />

Los dos miran el agua con fijeza. Nada ocurre. Es casi negra. El lago George en pleno agosto: se<br />

puede nadar, pero, aun así. hay corrientes que sobrevivieron mil inviernos, corrientes heladas que se<br />

elevan del centro, del fondo, provocando calambres en los nadadores, inmovilizándolos.<br />

Es lo que dirá el médico forense...<br />

La esposa de Felder ya no vuelve a aparecer.<br />

Al golpearse la cabeza en una piedra, o enredarse una pierna en los viejos muelles de una cama<br />

que alguien arrojara allí..., ¿serían de la casa que alquilaron?<br />

El médico forense dirá por lo menos dos de estas tres cosas: cogió una mala corriente del lago<br />

George, se golpeó la cabeza en una piedra, se le enredó una pierna...<br />

Y el marido y el hijo se ahogaron al tratar de salvarla...<br />

Y no sube, no subirá a la superficie. Felder no olvida, no puede olvidarlo: ¡no sabe nadar! Siempre<br />

pensó que en una situación así (que no llegaría a ocurrir, imposible), si la vida de un ser querido<br />

dependiera del equilibrio entre su incapacidad y su deseo, él se desnudaría, se lanzaría al agua y<br />

salvaría esa vida. Todo lo que jamás habría sido capaz de aprender, le sería dado, como por arte de<br />

magia. «Más tarde» se daría cuenta de que había ocurrido un milagro –como esas madres que levantan<br />

coches para salvar a sus hijos atrapados, asombradas de haber poseído, durante unos segundos,<br />

una fuerza sobrehumana.<br />

Felder no sabe nadar. Nunca supo, nunca sabría. Y Felder morirá en el intento de salvar a su esposa.<br />

Se desviste rápidamente, quedando en calzoncillos, y lanza la ropa al agua. Se zambulle.<br />

Es decir, lo que para él es zambullirse. La boca se le llena de agua. Escupe. Hunde la cabeza,<br />

busca a su esposa, es una gran nadadora –le gusta el detalle: ¿por qué suelen ahogarse las personas<br />

que saben nadar bien?–, pero ocurre que se golpeó la cabeza, o la cogió una corriente, o el pie se le<br />

enredó en algo. Y no puede hacer lo más simple. Abrir los ojos debajo del agua. Nunca pudo. Pero<br />

ahora es preciso. ¿Cómo encontrarla si no, allá en el fondo? Se esfuerza. Y se ríe por dentro. Todo<br />

se vuelve negro.<br />

Felder sale a la superficie, no porque quiera o porque se obligue a hacerlo, simplemente porque<br />

sale. Le parece que nota el agua en los pulmones. Y además está el niño, a pocos metros, en el muelle,<br />

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