Horror 7- Stephen King y otros

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Stephen King y Otros Horror 7 –Un momento –dijo el gordo al tiempo que levantaba la mano. Las demás personas que lanzaban se detuvieron. El hombre del tenderete se inclinó por encima de la mesa. El sudor se le colaba por debajo del cuello de la camisa de manga larga. Cambió de comisura el cigarro que llevaba en la boca al tiempo que extraía las cinco pelotas de la pecera. Se enderezó y las observó. Se colgó el bastón de bambú del antebrazo izquierdo e hizo rodar las pelotas entre las palmas de las manos. –¡De acuerdo, señores! –exclamó. Se aclaró la garganta–. ¡Sigan lanzando! ¡Llévense un premio! Dejó caer las pelotas en el interior de la cesta que tenía debajo del mostrador. Aceptó otra moneda de veinticinco centavos del hombre del mono de trabajo y le colocó delante las consabidas tres pelotas. El hombre del traje negro levantó la mano y lanzó la sexta pelota. El gordo vio cómo describía una trayectoria curva en el aire. La pelota cayó en el interior de la pecera que acababa de vaciar. Una vez en el interior, no rodó ni una sola vez. Llegó al fondo, rebotó en una ocasión, derecha hacia arriba, cayó de nuevo y quedó inmóvil. El gordo agarró el cenicero, volvió a colocarlo en el estante y sacó una pecera como las que había sobre la mesa. En su interior, lleno de agua teñida de rosa, nadaba una carpa dorada. –¡Aquí tiene! –dijo. Se alejó y con el bastón dio unos golpecitos en las peceras vacías–. ¡Acérquense! –exclamó–. ¡Lancen una pelota a la pecera! ¡Llévense un premio! ¡Es muy fácil! Al volverse, observó que el hombre del traje arrugado había apartado a un lado la pecera con la carpa dorada y depositado otra moneda de veinticinco centavos sobre el mostrador. –Póngame otras tres pelotas de ping-pong –pidió. El gordo lo miró. Movió el cigarro húmedo que llevaba prendido a los labios. –Póngame otras tres pelotas de ping-pong –repitió el hombre alto. El tipo del sombrero de paja vaciló. De repente, advirtió que la gente lo miraba y, sin pronunciar una palabra, aceptó la moneda y colocó las tres pelotas de ping-pong sobre el mostrador. Se dio la vuelta y golpeó ligeramente las peceras con el bastón. –¡Adelante, prueben suerte! –dijo–. ¡Es el juego más fácil de toda la feria! Se quitó el sombrero de paja y se enjugó la frente con la manga izquierda. Estaba casi calvo. El sudor le había aplastado contra el cráneo los pocos pelos que le quedaban en la cabeza. Volvió a ponerse el sombrero de paja y colocó tres pelotas de ping-pong delante de un chico. Guardó la moneda de veinticinco centavos en la caja metálica que tenía debajo del mostrador. A esas alturas, ya había cierto número de personas que observaba al hombre alto. Cuando lanzó la primera de las tres pelotas a la pecera, algunos lo aplaudieron y un niño lo vitoreó. El gordo lo miró con suspicacia. Sus ojillos se movieron veloces cuando el hombre del traje negro lanzó a la pecera, junto a las otras dos, la segunda pelota de ping-pong. Frunció el ceño y. por un momento, dio la impresión de que iba a hablar. Al parecer, los aplausos lo irritaban. El hombre del traje arrugado lanzó la tercera pelota. Cayó encima de las otras tres. Varias personas vitorearon y todo el mundo aplaudió. El hombre del tenderete tenía las mejillas más enrojecidas. Volvió a colocar la pecera con la carpa dorada en su estante. Señaló hacia un estante superior e inquirió: –¿Qué elige? 140

Stephen King y Otros Horror 7 El hombre alto puso otra moneda de veinticinco centavos sobre el mostrador. –Póngame otras tres pelotas de ping-pong –repuso. El hombre del sombrero de paja se lo quedó mirando con fijeza. Mordisqueó el cigarro. Una gota de sudor le bajó por el puente de la nariz. –Dele las pelotas de ping-pong –dijo uno de los mirones. El gordo echó un vistazo a su alrededor, y logró sonreír. –¡Muy bien! –dijo rápidamente. Sacó de la cesta otras tres pelotas de ping-pong y las hizo rodar entre las palmas de las manos. –No vaya a darle ahora las malas –gritó alguien con tono burlón. –¡Aquí no hay pelotas malas! –repuso el gordo–. ¡Todas son iguales! Puso las pelotas sobre el mostrador y recogió la moneda. La lanzó a la caja metálica. El hombre del traje negro levantó la mano. –Un momento –dijo el gordo. Se volvió y se inclinó sobre la mesa. Levantó la pecera, la volvió boca abajo y metió en la cesta las cuatro pelotas de ping-pong que había dentro. Pareció vacilar antes de volver a colocar la pecera en su sitio. Ya no jugaba nadie más. Todo el mundo observaba con curiosidad al hombre alto. Éste levantó la mano y lanzó la primera de las tres pelotas, la cual describió una trayectoria curva en el aire y fue a caer en la pecera entrando recta por el cuello. Rebotó una vez, y luego se quedó inmóvil. La gente; vitoreó y aplaudió. El gordo se frotó las cejas con la mano izquierda y se sacudió el sudor de la punta de los dedos con un ademán iracundo. El hombre del traje negro lanzó la segunda pelota de ping-pong. Fue a caer en la misma pecera. –¡Espere! –ordenó el gordo. El hombre alto lo miró. –¿Qué hace? –preguntó el gordo. –Lanzar pelotas de ping-pong –respondió el hombre alto. Todo el mundo se echó a reír. El rostro del gordo se tornó más rojo aún. –¡Eso ya lo sé! –Lo hacen con espejos –dijo alguien y todo el mundo volvió a reírse. –Muy gracioso –dijo el gordo. Cambió de comisura el cigarro húmedo que llevaba entre los labios y con un breve ademán, ordenó–: Continúe. El hombre alto del traje negro levantó la mano y lanzó la tercera pelota de ping-pong, la cual describió una trayectoria curva por el interior del tenderete como impulsada por una mano invisible. Cayó en la pecera, encima de las otras dos. Todo el mundo vitoreó y aplaudió. El gordo del sombrero de paja cogió una cacerola y la depositó en el mostrador. El hombre del traje negro ni siquiera la miró, colocó otra moneda de veinticinco centavos en el mostrador y dijo: –Otras tres pelotas de ping-pong. El gordo se alejó de él y gritó: –¡Acérquense y lancen una pelota de ping-pong...! Las protestas de todos ahogaron sus gritos. Se volvió, colérico, y gritó: –¡Cuatro rondas por jugador! 141

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–Un momento –dijo el gordo al tiempo que levantaba la mano.<br />

Las demás personas que lanzaban se detuvieron. El hombre del tenderete se inclinó por encima<br />

de la mesa. El sudor se le colaba por debajo del cuello de la camisa de manga larga. Cambió de comisura<br />

el cigarro que llevaba en la boca al tiempo que extraía las cinco pelotas de la pecera. Se enderezó<br />

y las observó. Se colgó el bastón de bambú del antebrazo izquierdo e hizo rodar las pelotas<br />

entre las palmas de las manos.<br />

–¡De acuerdo, señores! –exclamó. Se aclaró la garganta–. ¡Sigan lanzando! ¡Llévense un premio!<br />

Dejó caer las pelotas en el interior de la cesta que tenía debajo del mostrador. Aceptó otra moneda<br />

de veinticinco centavos del hombre del mono de trabajo y le colocó delante las consabidas tres<br />

pelotas.<br />

El hombre del traje negro levantó la mano y lanzó la sexta pelota. El gordo vio cómo describía<br />

una trayectoria curva en el aire. La pelota cayó en el interior de la pecera que acababa de vaciar.<br />

Una vez en el interior, no rodó ni una sola vez. Llegó al fondo, rebotó en una ocasión, derecha hacia<br />

arriba, cayó de nuevo y quedó inmóvil.<br />

El gordo agarró el cenicero, volvió a colocarlo en el estante y sacó una pecera como las que había<br />

sobre la mesa. En su interior, lleno de agua teñida de rosa, nadaba una carpa dorada.<br />

–¡Aquí tiene! –dijo. Se alejó y con el bastón dio unos golpecitos en las peceras vacías–. ¡Acérquense!<br />

–exclamó–. ¡Lancen una pelota a la pecera! ¡Llévense un premio! ¡Es muy fácil!<br />

Al volverse, observó que el hombre del traje arrugado había apartado a un lado la pecera con la<br />

carpa dorada y depositado otra moneda de veinticinco centavos sobre el mostrador.<br />

–Póngame otras tres pelotas de ping-pong –pidió.<br />

El gordo lo miró. Movió el cigarro húmedo que llevaba prendido a los labios.<br />

–Póngame otras tres pelotas de ping-pong –repitió el hombre alto.<br />

El tipo del sombrero de paja vaciló. De repente, advirtió que la gente lo miraba y, sin pronunciar<br />

una palabra, aceptó la moneda y colocó las tres pelotas de ping-pong sobre el mostrador. Se dio la<br />

vuelta y golpeó ligeramente las peceras con el bastón.<br />

–¡Adelante, prueben suerte! –dijo–. ¡Es el juego más fácil de toda la feria!<br />

Se quitó el sombrero de paja y se enjugó la frente con la manga izquierda. Estaba casi calvo. El<br />

sudor le había aplastado contra el cráneo los pocos pelos que le quedaban en la cabeza. Volvió a<br />

ponerse el sombrero de paja y colocó tres pelotas de ping-pong delante de un chico. Guardó la moneda<br />

de veinticinco centavos en la caja metálica que tenía debajo del mostrador.<br />

A esas alturas, ya había cierto número de personas que observaba al hombre alto. Cuando lanzó<br />

la primera de las tres pelotas a la pecera, algunos lo aplaudieron y un niño lo vitoreó. El gordo lo<br />

miró con suspicacia. Sus ojillos se movieron veloces cuando el hombre del traje negro lanzó a la<br />

pecera, junto a las otras dos, la segunda pelota de ping-pong. Frunció el ceño y. por un momento,<br />

dio la impresión de que iba a hablar. Al parecer, los aplausos lo irritaban.<br />

El hombre del traje arrugado lanzó la tercera pelota. Cayó encima de las otras tres. Varias personas<br />

vitorearon y todo el mundo aplaudió.<br />

El hombre del tenderete tenía las mejillas más enrojecidas. Volvió a colocar la pecera con la<br />

carpa dorada en su estante. Señaló hacia un estante superior e inquirió:<br />

–¿Qué elige?<br />

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