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Horror 7- Stephen King y otros

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<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

TALENTOS OCULTOS<br />

Richard Matheson<br />

En «He is Legend», tributo a Dick Matheson «compilado por Mark Rathbun y Graeme Flanagan»,<br />

el primero comentó que el autor de «Soy leyenda, Hell House» y la serie «SOC» había dicho que «resulta<br />

fácil disuadirle» para que no acabe un trabajo que tiene en marcha: «... una o dos personas lo<br />

rechazarán, y yo me doy por vencido...». Es una pena.<br />

En el encantador folleto de Rathbun y Flanagan, Ray Bradbury dice:<br />

«Richard Matheson merece que le dediquemos nuestro tiempo, nuestra atención y un gran cariño»,<br />

mientras que Robert Bloch sostiene que Matheson «nos ha enriquecido a todos».<br />

Y sigue haciéndolo en el relato que se inserta a continuación, una obra original, de una extraña inquietud,<br />

que al lector le costará olvidar. Su protagonista lleva el tema de los deportes hasta límites<br />

diabólicos.<br />

***<br />

Un hombre, vestido con un traje negro y arrugado, entró en el recinto de la feria. Era alto y delgado,<br />

y tenía la piel del color del cuero puesto a secar. Debajo de la chaqueta llevaba una desteñida<br />

camisa deportiva negra, de rayas amarillas. Tenía el cabello negro y grasiento, con raya en medio, y<br />

peinado hacia atrás sobre ambos lados. Sus ojos eran de un azul pálido. El rostro carecía de expresión.<br />

A pesar de los treinta y nueve grados al sol, no transpiraba.<br />

Se dirigió a uno de los tenderetes y observó a la gente que intentaba lanzar pelotas de ping-pong<br />

al interior de decenas de peceras dispuestas sobre una mesa. Un hombre gordo, con un sombrero de<br />

paja, agitaba un bastón de bambú en la mano derecha y no cesaba de decirle a todo el mundo lo<br />

fácil que era.<br />

–¡Prueben suerte! –gritaba–. ¡Elévense un premio! ¡Es muy fácil!<br />

Entre los labios llevaba un cigarrillo apagado, a medio fumar, y al hablar, lo desplazaba de una<br />

comisura de la boca a la otra.<br />

El hombre alto, del traje negro y arrugado, permaneció un rato observando. Ninguno de los presentes<br />

lograba meter ni una pelota de ping-pong en las peceras. Algunos trataban de lanzar las pelotas<br />

dentro. Otros intentaban hacerlas rebotar antes en la mesa. Pero nadie tenía suerte.<br />

Al cabo de siete minutos, el hombre del traje negro se abrió paso por entre el gentío hasta quedar<br />

delante del tenderete. Sacó una moneda de veinticinco centavos del bolsillo derecho del pantalón y<br />

la depositó sobre el mostrador.<br />

–¡Sí, señor! – dijo el gordo–. ¡Pruebe suerte!<br />

Lanzó la moneda al interior de una caja metálica que había debajo del mostrador. Tendió la mano<br />

y sacó de una cesta tres mugrientas pelotas de ping-pong. Las depositó sobre el mostrador<br />

haciéndolas sonar y el hombre alto las recogió.<br />

–¡Lance una pelota a la pecera! –exclamó el gordo–. ¡Llévese un premio! ¡Es muy fácil!<br />

El sudor le goteaba por el enrojecido rostro. Tomó la moneda de veinticinco centavos que le entregaba<br />

un adolescente y puso tres pelotas de ping-pong delante del muchacho.<br />

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