Horror 7- Stephen King y otros
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Stephen King y Otros Horror 7 la Catorce A. ¡Muy cerca de casa, pequeño! ¡Espero que tu abuela haya echado mucha leña al fuego! El Scout avanzó por el camino nevado hasta que llegaron al buzón de brillante color anaranjado que indicaba la entrada a la granja del abuelo. Alan respiró con lentitud y sintió que el alivio le invadía los huesos. No había querido contárselo a su abuelo, pero el blanco de la tormenta y el frío intenso le habían afectado y tenía un terrible dolor de cabeza, quizá de tanto forzar los ojos. –¿Pero qué rayos... ? El abuelo se interrumpió y disminuyó la velocidad al ver que en las roderas cubiertas de nieve del sendero de entrada se erguía una silueta alta y delgada. –Abuelo, es él... –dijo Alan con un hilo de voz. El hombre sombrío se hizo a un lado cuando el Scout se le acercó. Con rabia, el abuelo bajó el cristal de la ventanilla y dejó que la nieve entrara en el vehículo. Por encima del aullido del viento le gritó al forastero: –¡Habrase visto descaro, venir hasta mi casa! Los ojos parapeteados tras el pasamontañas se volvieron más negros, y no parpadearon. –No tenía muchas alternativas –repuso la voz «camaleónica». El abuelo quitó el seguro a la puerta y descendió para enfrentarse al hombre. –¿Qué insinúa usted con eso? Una risa suave se abrió paso entre el ulular del viento. –¡Vamos! Usted sabe muy bien quién soy.... y por qué estoy aquí. Aquellas palabras detuvieron en seco al abuelo. Alan notó que el rostro del anciano palidecía de pronto. El abuelo asintió. –Puede ser –aceptó–, pero nunca pensé que sería de este modo... –Existen infinidad de modos –le explicó el forastero–. Discúlpeme, pero hágase a un lado... –¿Cómo? –el abuelo parecía asombrado. Alan se había bajado del Scout y estaba de pie, detrás de los dos hombres. Notó que en la garganta de su abuelo anidaba un terror genuino, presintió el temor en su voz temblorosa. Sin darse cuenta, Alan comenzó a alejarse del Scout. La cabeza le latía como si en ella golpeara un martillo neumático. –¿Es mi mujer? –preguntó el abuelo con un hilo de voz. El hombre sombrío negó con la cabeza. El abuelo lanzó un fuerte gemido que se convirtió en palabras: –¡No! ¡El no! ¡No puede decirlo en serio! –Aneurisma... –sentenció la voz terriblemente suave desde detrás del pasamontañas. De repente, el abuelo aferró al forastero por el hombro y lo obligó a volverse para mirarlo de frente. –¡No! –gritó, crispado–. ¡A mí! ¡Lléveme a mí! –No puedo –respondió el hombre. –Abuelo, ¿qué pasa? 136
Stephen King y Otros Horror 7 Alan comenzaba a sentirse mareado. Los martillazos que sentía en la cabeza se habían convertido en un fuego devorador. Le dolía tanto que sintió ganas de gritar. –¡Sí puede! –aulló el abuelo–. ¡Yo sé que puede! Alan vio que el abuelo alargaba la mano y se aferraba al pasamontañas del hombre alto y delgado. En cuanto lo tocó se deshizo en pedazos y cayó debajo del sombrero de ala flexible. Por un instante. Alan vio, o al menos creyó ver, que debajo del pasamontañas no había «nada». Fue como mirar fijamente un cielo nocturno y de pronto darse cuenta de la infinidad, de la eternidad de todo. Para Alan, aquello ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, y luego, por otro momento, vio unas arrugas blancas, angulares, y las cuencas de los ojos negras y vacías. La nieve se arremolinaba a su alrededor; de pronto, el abuelo comenzó a forcejear con el hombre, y entonces el dolor de cabeza casi lo cegó. Alan lanzó un grito cuando el hombre rodeó a su abuelo con sus largos brazos delgados; por un instante fue como si los dos se hubiesen puesto a bailar en la nieve. –¡Corre; pequeño! –le gritó el abuelo. Alan se dirigió hacia la casa, luego se volvió para mirar atrás y vio que el abuelo se desplomaba sobre la nieve. El hombre alto y sombrío había desaparecido. –¡Abuelo! Alan corrió junto al anciano, que yacía boca arriba, con los ojos vidriosos mirando fijamente la tormenta. –Llama a tu abuela.... de prisa –le ordenó el anciano–. Es el corazón. –No te mueras, abuelo..., ¡ahora no! Alan estaba desesperado, no sabía qué hacer. Quería pedir ayuda, pero no quería dejar a su abuelo en medio de aquella tormenta. –No hay alternativa –dijo el anciano–. Un trato es un trato. Alan miró a su abuelo, intrigado al máximo. –¿Cómo? El abuelo dio un respingo cuando un nuevo dolor le taladró el pecho. –Ya no importa... El anciano cerró los ojos y exhaló su último suspiro. Los copos de nieve se posaron bailoteando sobre su rostro, y, en ese momento. Alan descubrió que su dolor de cabeza había desaparecido, igual que el hombre sombrío. 137
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Alan comenzaba a sentirse mareado. Los martillazos que sentía en la cabeza se habían convertido<br />
en un fuego devorador. Le dolía tanto que sintió ganas de gritar.<br />
–¡Sí puede! –aulló el abuelo–. ¡Yo sé que puede!<br />
Alan vio que el abuelo alargaba la mano y se aferraba al pasamontañas del hombre alto y delgado.<br />
En cuanto lo tocó se deshizo en pedazos y cayó debajo del sombrero de ala flexible. Por un instante.<br />
Alan vio, o al menos creyó ver, que debajo del pasamontañas no había «nada». Fue como mirar<br />
fijamente un cielo nocturno y de pronto darse cuenta de la infinidad, de la eternidad de todo. Para<br />
Alan, aquello ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, y luego, por otro momento, vio unas arrugas<br />
blancas, angulares, y las cuencas de los ojos negras y vacías.<br />
La nieve se arremolinaba a su alrededor; de pronto, el abuelo comenzó a forcejear con el hombre,<br />
y entonces el dolor de cabeza casi lo cegó. Alan lanzó un grito cuando el hombre rodeó a su<br />
abuelo con sus largos brazos delgados; por un instante fue como si los dos se hubiesen puesto a bailar<br />
en la nieve.<br />
–¡Corre; pequeño! –le gritó el abuelo.<br />
Alan se dirigió hacia la casa, luego se volvió para mirar atrás y vio que el abuelo se desplomaba<br />
sobre la nieve. El hombre alto y sombrío había desaparecido.<br />
–¡Abuelo!<br />
Alan corrió junto al anciano, que yacía boca arriba, con los ojos vidriosos mirando fijamente la<br />
tormenta.<br />
–Llama a tu abuela.... de prisa –le ordenó el anciano–. Es el corazón.<br />
–No te mueras, abuelo..., ¡ahora no!<br />
Alan estaba desesperado, no sabía qué hacer. Quería pedir ayuda, pero no quería dejar a su abuelo<br />
en medio de aquella tormenta.<br />
–No hay alternativa –dijo el anciano–. Un trato es un trato.<br />
Alan miró a su abuelo, intrigado al máximo.<br />
–¿Cómo?<br />
El abuelo dio un respingo cuando un nuevo dolor le taladró el pecho.<br />
–Ya no importa...<br />
El anciano cerró los ojos y exhaló su último suspiro.<br />
Los copos de nieve se posaron bailoteando sobre su rostro, y, en ese momento. Alan descubrió<br />
que su dolor de cabeza había desaparecido, igual que el hombre sombrío.<br />
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