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<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />
Siguieron adelante en silencio salvo por los crujidos que los neumáticos arrancaban a la nieve y<br />
por el flap, flap de las escobillas del limpia-parabrisas al tratar de quitar los duros copos que golpeaban<br />
el cristal. Las salidas de la calefacción todavía distribuían aire frío en el habitáculo, y el<br />
aliento de Alan se helaba en cuanto lo exhalaba.<br />
Se imaginó que eran exploradores en un planeta lejano, un mundo alienígena de hielo y vientos<br />
eternamente congelados. Se trataba de una aventura instantánea del tipo que sólo puede formarse en<br />
las mentes de niños imaginativos de diez años. En la tempestad se formaban criaturas: unas cosas<br />
enormes, blancas, colosales. Cosas pálidas, con aspecto de reptil y ojos malvados. Alan entornó los<br />
párpados y miró a través del parabrisas, mientras se preparaba en la cúpula blindada de la ametralladora<br />
por si alguna de esas «cosas» los atacaba. La reventaría con sus cañones láser...<br />
–¿Qué rayos será eso? –masculló el abuelo.<br />
De repente. Alan salió de su mundo de fantasía y miró más allá de los limpiaparabrisas. En el<br />
centro de la blanca nada había una silueta negra. A medida que el Scout avanzaba por el camino invisible,<br />
acercándose al objeto contrastado, éste se fue haciendo más claro y definido.<br />
Era un hombre. Estaba de pie junto a lo que parecía el costado del camino, y hacía señas al<br />
abuelo con la mano enguantada.<br />
El abuelo frenó despacio, detuvo el Scout y se inclinó hacia su derecha para abrir la puerta. La<br />
nieve entró en el vehículo, precediendo al forastero, y se clavó en las ropas de Alan como un cuchillo<br />
helado.<br />
–¿Hacia dónde va? –gritó el abuelo por encima del aullido del viento–. Yo me dirijo al pueblo...<br />
–Ya me vale –repuso el forastero.<br />
Alan lo miró de reojo cuando subió y se sentó en el asiento trasero. Llevaba una americana fina<br />
que le estaba demasiado grande, como las prendas raídas de un espantapájaros. Al cuello llevaba<br />
enrollada firmemente una bufanda negra y un pasamontañas azul le cubría el rostro debajo de un<br />
sombrero de ala flexible. A Alan no le gustó nada no poder verle el rostro al forastero.<br />
–¡Ahí fuera hace un frío de mil demonios! –comentó el hombre al tiempo que palmeteaba con<br />
las manos enguantadas. Entonces lanzó una risita y añadió–: Vaya expresión tan cómica, ¿no? ¡Un<br />
frío de mil demonios! No tiene mucho sentido, desde luego. Pero la gente sigue utilizándola, ¿verdad?<br />
–Eso parece –dijo el abuelo mientras metía la primera y reanudaba la marcha.<br />
Alan echó un vistazo al anciano, que parecía una versión de su padre en viejo, y creyó ver que<br />
en su rostro arrugado se formaba una expresión preocupada, si no aprensiva.<br />
–La cuestión es que no tiene gracia... –dijo el forastero, bajando un poco la voz–. Todo el mundo<br />
se cree que los demonios viven en el infierno, y que el infierno es un sitio «caliente», pero no<br />
tiene por qué serlo, ¿sabe?<br />
–Lo cierto es que nunca se me había ocurrido pensarlo –admitió el abuelo, manipulando los<br />
mandos de la calefacción.<br />
Hacía mucho frío, pensó Alan. Y daba la impresión de que aquel trasto no quería funcionar.<br />
El niño se echó a temblar sin estar muy seguro si era por la falta de calor o por las palabras y la<br />
voz del forastero.<br />
–Por cierto, tiene más sentido pensar en el infierno como un sitio lleno de todo tipo de dolores<br />
«diferentes». Lo que quiero decir es que el fuego es tan poco imaginativo, ¿no le parece? En cambio<br />
el frío.... algo tan frío como ese viento de ahí fuera podría ser igual de malo. ¿verdad?<br />
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