Horror 7- Stephen King y otros
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Stephen King y Otros Horror 7 bosque francés al fondo, que protegía su joven carne asustada. Los ojos del anciano se abrieron, miraron la oscuridad con fijeza, y se vidriaron nada más abrirlos. El olor a orina se acentuó en la vieja carcasa de metal oxidado. El hielo continuó con su tarea de volver a cerrar la escotilla de un modo firme y eficaz. Y si la herrumbre la sellaba para siempre, ¿quién iba a interesarse..., o a quién podría importarle? 124
Stephen King y Otros Horror 7 EL ESCONDITE Steve Rasnic Tem En su introducción a «Night Visions», de 1984, el editor Alan Ryan observa muy oportunamente que «gran parte de las mejores obras» de los trabajadores de lo fantástico están constituidas por relatos, y añade que los lectores que asisten a convenciones sobre el tema suelen tener un mejor conocimiento de las narraciones cortas que los miembros del jurado. Si esto es cierto porque los relatos representan mejor la obra de los escritores que las novelas (tal como Ryan sugiere) o porque las historias de terror tienden a ser creadas por escritores de talento que no trabajan exclusivamente en este oficio, por lo que pueden dedicarle más tiempo, hay un aspecto que sí está claro, y es que muchas de las listas en que se menciona a los mejores escritores vivientes de relatos de terror incluyen a Steve Rasnic Tem, el barbado poeta de Colorado. A Tem no le llevó mucho tiempo lograr esta notoriedad. Atrae de inmediato la atención de su interlocutor con ideas, lugares y personas reconocibles; en su estilo reticente, trabaja con emociones identificables, y luego se interna en la fantasía de un modo tan sutil que el resultado suele parecer real y conmovedoramente aterrador. «El escondite» es una pequeña obra maestra que reúne todas estas características. *** Todas las casas en las que Jeniffer había vivido tenían un escondite. Un lugar secreto en el fondo de un armario, o detrás de una puerta, o debajo de un porche. Un lugar donde los pensamientos eran privados y donde se podía ser lo que una más deseara. Jeniffer pensaba que quizá todas las casas venían así. O mejor aún, quizá bastaba con que una se inventase los escondites porque era necesario tenerlos, y eso los hacía aparecer. Como la magia. Jeniffer nunca había entrado en ninguno de los escondites de ninguna de las muchas casas en las que había vivido. Siempre tuvo demasiado miedo. Lo que sí hacía era meterse dentro de sí misma y soñar en cómo sería todo dentro de aquellos escondites. Los sueños no siempre eran bonitos. En esta casa, el escondite estaba debajo del porche de ladrillos, en el frío extremo norte, junto a un arbusto, donde nunca iba nadie, ni siquiera sus padres. Su mamá decía que la tierra era demasiado mala como para poner allí un parterre de flores. El agujero se había formado al faltar cinco o seis ladrillos. Era la única abertura debajo del porche, todo lo demás era puro ladrillo. Jeniffer alcanzaba a ver la tierra negra de dentro, y si se colocaba a pocos metros de distancia, que era todo lo más que llegaba a acercarse al escondite, veía un viejo zapato enmohecido, y un poco más adentro, una botella de color marrón. Aquélla era su duodécima casa, suya y de su mamá; había tenido más casas que años llevaba cumplidos. Esta vez tenía un papá, y no sólo el novio de mamá, y ésta le había prometido que le duraría. No estaba mal, pero, a veces, era un poco gruñón, aunque también le leía cuentos y la llevaba de paseo y le decía que la quería, pero se lo decía de verdad. Ninguno de los anteriores se lo había dicho nunca. Ella estaba crecida para su edad. Y quizá fuera un pelín regordeta («mi gordita», la llamaba su nuevo papá, y se reía). Y era más alta que todos los niños de su clase. «De huesos grandes», había 125
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<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />
EL ESCONDITE<br />
Steve Rasnic Tem<br />
En su introducción a «Night Visions», de 1984, el editor Alan Ryan observa muy oportunamente<br />
que «gran parte de las mejores obras» de los trabajadores de lo fantástico están constituidas por relatos,<br />
y añade que los lectores que asisten a convenciones sobre el tema suelen tener un mejor conocimiento<br />
de las narraciones cortas que los miembros del jurado.<br />
Si esto es cierto porque los relatos representan mejor la obra de los escritores que las novelas (tal<br />
como Ryan sugiere) o porque las historias de terror tienden a ser creadas por escritores de talento<br />
que no trabajan exclusivamente en este oficio, por lo que pueden dedicarle más tiempo, hay un aspecto<br />
que sí está claro, y es que muchas de las listas en que se menciona a los mejores escritores vivientes<br />
de relatos de terror incluyen a Steve Rasnic Tem, el barbado poeta de Colorado.<br />
A Tem no le llevó mucho tiempo lograr esta notoriedad. Atrae de inmediato la atención de su interlocutor<br />
con ideas, lugares y personas reconocibles; en su estilo reticente, trabaja con emociones identificables,<br />
y luego se interna en la fantasía de un modo tan sutil que el resultado suele parecer real y<br />
conmovedoramente aterrador. «El escondite» es una pequeña obra maestra que reúne todas estas características.<br />
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Todas las casas en las que Jeniffer había vivido tenían un escondite. Un lugar secreto en el fondo<br />
de un armario, o detrás de una puerta, o debajo de un porche. Un lugar donde los pensamientos<br />
eran privados y donde se podía ser lo que una más deseara.<br />
Jeniffer pensaba que quizá todas las casas venían así. O mejor aún, quizá bastaba con que una se<br />
inventase los escondites porque era necesario tenerlos, y eso los hacía aparecer. Como la magia.<br />
Jeniffer nunca había entrado en ninguno de los escondites de ninguna de las muchas casas en las<br />
que había vivido. Siempre tuvo demasiado miedo.<br />
Lo que sí hacía era meterse dentro de sí misma y soñar en cómo sería todo dentro de aquellos<br />
escondites. Los sueños no siempre eran bonitos.<br />
En esta casa, el escondite estaba debajo del porche de ladrillos, en el frío extremo norte, junto a<br />
un arbusto, donde nunca iba nadie, ni siquiera sus padres. Su mamá decía que la tierra era demasiado<br />
mala como para poner allí un parterre de flores. El agujero se había formado al faltar cinco o seis<br />
ladrillos. Era la única abertura debajo del porche, todo lo demás era puro ladrillo. Jeniffer alcanzaba<br />
a ver la tierra negra de dentro, y si se colocaba a pocos metros de distancia, que era todo lo más que<br />
llegaba a acercarse al escondite, veía un viejo zapato enmohecido, y un poco más adentro, una botella<br />
de color marrón.<br />
Aquélla era su duodécima casa, suya y de su mamá; había tenido más casas que años llevaba<br />
cumplidos. Esta vez tenía un papá, y no sólo el novio de mamá, y ésta le había prometido que le duraría.<br />
No estaba mal, pero, a veces, era un poco gruñón, aunque también le leía cuentos y la llevaba<br />
de paseo y le decía que la quería, pero se lo decía de verdad. Ninguno de los anteriores se lo había<br />
dicho nunca.<br />
Ella estaba crecida para su edad. Y quizá fuera un pelín regordeta («mi gordita», la llamaba su<br />
nuevo papá, y se reía). Y era más alta que todos los niños de su clase. «De huesos grandes», había<br />
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