Horror 7- Stephen King y otros

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Stephen King y Otros Horror 7 –Parece ser que no ha tenido usted una buena noche en el Crescent –dijo como al desgaire. Con el cinturón, ató los tobillos a Hooke y lo ajustó bien–. Ya se lo dije yo, tenía que haberse marchado a Bloomfield. Luego sacó el brazo rígido de Hooke del féretro y se puso de pie. El corpulento Feer agarró el extremo del cinturón y comenzó a arrastrar a Hooke por el barro. –Todo ese rollo que Darnell le contó sobre Bu... no son más que historias de pescadores. Pura carnada. Para atraerle hasta aquí. En el Crescent no hay peces así. Los residuos químicos que echaron cambiaron muchas cosas por aquí. Como los gusanos, por ejemplo. El único efecto que tuvieron en los barbos fue crearles una afición exclusiva por esos gusanos. Feer se detuvo al cabo de unos quince metros. Giró a Hooke sobre un costado para que viera que se encontraba al borde de una tumba vacía. –Ya los gusanos les dio un apetito especial –continuó Feer–. Los hemos estado alimentando desde entonces, pero en el Crescent nos quedamos sin gente. Ahora sólo comen de vez en cuando. Alguna cosa que les permita engordar para que tengamos, al menos, para unos cuantos días de pesca. Con un pequeño gruñido, empujó a Hooke hacia la tumba. Hooke cayó dentro y se quedó allí tendido sin hacer ruido; tenía los ojos muy abiertos y llenos de barro. Debajo de él notó cómo se retorcían los gusanos. –No se preocupe, señor Hooke. Será rápido, ya verá–. Su voz tenía un demencial tono consolador. No había en ella el más leve asomo de compasión, ni de sentido del mal–. Esos bichos me oyen cavar aunque estén en el otro extremo del camposanto. Y, además, a los hombres los huelen. Hooke los notó arrastrarse por su espalda, y cómo le dejaban un rastro húmedo al subir por sus piernas. Se lanzaron sobre él, atravesando las paredes de la estrecha sepultura. Acudían a la llamada de la pala que les invitaba a cenar. –Por cierto –añadió Feer, como si se le hubiese ocurrido una reflexión de última hora–, el veneno estaba en el café. Supongo que usted pensará que es muy duro pasar de pescador a cebo: pero, en cualquier caso, así acabaremos todos, ¿no? Si la gente deja de buscar a Bu, Darnell no dudará en obligarme a beber ese café con tal de conseguir gusanos para un día de pesca. –Lanzó una carcajada. Sonó genuina y sin remordimientos–. Ya sabe –añadió– los pescadores haríamos cualquier cosa con tal de poder seguir lanzando el sedal. Hooke sintió que un gusano se deslizaba lentamente por el perfil de su mandíbula e intentó, con cuidado, introducirle su helada cabeza en la boca abierta. Entonces, la primera palada de tierra le golpeó la espalda y desde lo alto de la sepultura le llegaron las últimas palabras que oiría en su vida: –Nos veremos por la mañana, señor Hooke. 114

Stephen King y Otros Horror 7 SUPERABA A FETCHIT Charles R. Saunders Dos metros cuarenta, ciento ochenta kilos, dueño de una risa que yo pagaría por escuchar, escribe sobre todo fantasía: en especial la serie, a menudo clarividente, de novelas de DAW sobre Imaron, llamado también el« Tarzán negro». En realidad. Charles R. Saunders sólo aparenta el tamaño que posee e Imaron es algo más que un héroe negro de la jungla. Del mismo modo que el autor, radicado en Canadá, es algo más que grande o negro; es filósofo, escritor versátil y un fanático del baloncesto. Igual que yo. En cierta ocasión llegó incluso a viajar hasta Indianápolis para ver a Oscar Robertson, en Crispus Attucks High. Aunque no descubrimos juntos a Oscar; no era el momento adecuado. Ojalá lo hubiera sido. Últimamente, Charlie se ha apuntado unos cuantos tantos en el mundo del cine, con el guión «Amazon», de Roger Gorman, y otro título: «Erzulie», del que estaba escribiendo una novela. (Si la memoria no me falla, es un término del vudú.) *** Hospital-Residencia del Cine y la Televisión, 1987 El cuerpo del anciano era tan pequeño y frágil que apenas lograba hundir el colchón de la cama de hospital. Pero el enfermero se las veía y se las deseaba para mantenerlo acostado. –¡No! –gritaba el anciano mientras empujaba contra los brazos que le mantenían los hombros clavados al colchón–. ¡No! –Maldita sea, ¿por qué no puede dejar de mover ese viejo culo? –gruñó el enfermero. Empujó con más fuerza y notó cómo los huesos de las clavículas le pinchaban las manos. Trató de no fijarse en los ojos hundidos y arrugados del paciente. Aquellos ojos lo miraron como si él fuera la encarnación del «Ku-Klux-Klan», y lo único blanco que llevaba encima era el uniforme. De pronto, una mano enorme, pegada a un brazo de peso pesado, apartó al enfermero con tal fuerza que el hombre tuvo que alargar ambas manos para amortiguar el choque contra la pared. Se volvió a mirar hacia la cama y vio a la enfermera Henrietta que acunaba al anciano entre sus brazos. –¿Por qué rayos ha hecho eso, mujer? –gritó el enfermero. –Vete a la Sala de Enfermeras –le ordenó Henrietta sin mirarlo–. Y espérame allí. El enfermero salió de la habitación. Llevaba apenas una semana trabajando en el HRCT, pero ya sabía que no le convenía meterse con Henrietta, que era lo bastante corpulenta como para jugar de defensa en los Rams de Los Ángeles. Al cerrar la puerta tras de sí, oyó que Henrietta le susurraba al anciano: –Tranquilo, Peanut. Nadie te hará daño. Cálmate... El enfermero se sentó tranquilamente ante la mesa cubierta de melladuras. Un vaso de plástico, de los de la máquina de café, echaba humo ante él. No le prestó atención. Esperaba a Henrietta. y se preguntaba si iría a despedirle. Le había costado tanto conseguir aquel empleo... Henrietta entró como una reina. Se instaló en una silla, delante de la del enfermero. A pesar de su corpulencia, la silla la aceptó sin protestar. 115

<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

SUPERABA A FETCHIT<br />

Charles R. Saunders<br />

Dos metros cuarenta, ciento ochenta kilos, dueño de una risa que yo pagaría por escuchar, escribe<br />

sobre todo fantasía: en especial la serie, a menudo clarividente, de novelas de DAW sobre Imaron,<br />

llamado también el« Tarzán negro».<br />

En realidad. Charles R. Saunders sólo aparenta el tamaño que posee e Imaron es algo más que un<br />

héroe negro de la jungla. Del mismo modo que el autor, radicado en Canadá, es algo más que grande<br />

o negro; es filósofo, escritor versátil y un fanático del baloncesto. Igual que yo. En cierta ocasión<br />

llegó incluso a viajar hasta Indianápolis para ver a Oscar Robertson, en Crispus Attucks High. Aunque<br />

no descubrimos juntos a Oscar; no era el momento adecuado. Ojalá lo hubiera sido.<br />

Últimamente, Charlie se ha apuntado unos cuantos tantos en el mundo del cine, con el guión<br />

«Amazon», de Roger Gorman, y otro título: «Erzulie», del que estaba escribiendo una novela. (Si la<br />

memoria no me falla, es un término del vudú.)<br />

***<br />

Hospital-Residencia del Cine y la Televisión, 1987<br />

El cuerpo del anciano era tan pequeño y frágil que apenas lograba hundir el colchón de la cama<br />

de hospital. Pero el enfermero se las veía y se las deseaba para mantenerlo acostado.<br />

–¡No! –gritaba el anciano mientras empujaba contra los brazos que le mantenían los hombros<br />

clavados al colchón–. ¡No!<br />

–Maldita sea, ¿por qué no puede dejar de mover ese viejo culo? –gruñó el enfermero.<br />

Empujó con más fuerza y notó cómo los huesos de las clavículas le pinchaban las manos. Trató<br />

de no fijarse en los ojos hundidos y arrugados del paciente. Aquellos ojos lo miraron como si él fuera<br />

la encarnación del «Ku-Klux-Klan», y lo único blanco que llevaba encima era el uniforme.<br />

De pronto, una mano enorme, pegada a un brazo de peso pesado, apartó al enfermero con tal<br />

fuerza que el hombre tuvo que alargar ambas manos para amortiguar el choque contra la pared. Se<br />

volvió a mirar hacia la cama y vio a la enfermera Henrietta que acunaba al anciano entre sus brazos.<br />

–¿Por qué rayos ha hecho eso, mujer? –gritó el enfermero.<br />

–Vete a la Sala de Enfermeras –le ordenó Henrietta sin mirarlo–. Y espérame allí.<br />

El enfermero salió de la habitación. Llevaba apenas una semana trabajando en el HRCT, pero ya<br />

sabía que no le convenía meterse con Henrietta, que era lo bastante corpulenta como para jugar de<br />

defensa en los Rams de Los Ángeles. Al cerrar la puerta tras de sí, oyó que Henrietta le susurraba al<br />

anciano:<br />

–Tranquilo, Peanut. Nadie te hará daño. Cálmate...<br />

El enfermero se sentó tranquilamente ante la mesa cubierta de melladuras. Un vaso de plástico,<br />

de los de la máquina de café, echaba humo ante él. No le prestó atención. Esperaba a Henrietta. y se<br />

preguntaba si iría a despedirle. Le había costado tanto conseguir aquel empleo...<br />

Henrietta entró como una reina. Se instaló en una silla, delante de la del enfermero. A pesar de<br />

su corpulencia, la silla la aceptó sin protestar.<br />

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