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Horror 7- Stephen King y otros

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<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

Faltaba poco para medianoche cuando decidió internarse en el lago. Había permanecido sentado<br />

junto a la fogata, bebiéndose el café de Darnell. Pensó en aquellos ancianos y sus historias de pescadores,<br />

sonriendo ante tamañas tonterías. Pero luego tragó saliva ante la idea de que una criatura<br />

llamada Belcebú estuviera nadando en silencio en lo profundo de aquellas aguas negras que se extendían<br />

a sus pies. Probablemente, habría sido una satisfacción regresar al Troller's Unión con un<br />

barbo del lago Crescent, en el que se apreciaran las mutaciones producidas por los residuos químicos<br />

que pudiera tener como señales de identificación. ¡Pero ir tras Bu! «Eso significaría la inmortalidad»,<br />

pensó Hooke. ¿Cuánto podría pesar? ¿Veinte kilos? ¿Veinticinco? Había leído en alguna<br />

parte que en el río Mississippi había barbos de hasta treinta y un kilos. Y en el Amazonas, ejemplares<br />

mastodónticos de hasta un quintal y medio, pero los pescadores les huían porque eran venenosos.<br />

Los ancianos del almacén de Feer se comportaban como si el lago Crescent fuese una reserva<br />

sagrada de animales que era mejor no ver. Y le recomiendo un sedal de prueba de cuarenta y cinco<br />

kilos. «¡Hostias –pensó Hooke–, con un sedal así podría pescar un pez vela de cuatrocientos cincuenta<br />

kilos!»<br />

Durante un buen rato, estuvo dándole vueltas a la idea de salir con la caña ligera y el sedal para<br />

dos kilos y medio. Luego cogió el pesado anzuelo de cuatro puntas y el frasco de veneno que Darnell<br />

le prestara. No dejaba de preguntarse qué debía saber un hombre para sentirse impulsado a pergeñar<br />

una trampa de aquel calibre. Y cuando notó que no era capaz de responder a esa pregunta,<br />

preparó el anzuelo tal como el anciano le había indicado y lo ató al sedal de cuarenta y cinco kilos<br />

en la caña más recia. Después, llenó un termo con café, se colgó del brazo la cesta de mimbre con<br />

lombrices de Crescent y, arrastrando los pies, se internó en la negrura.<br />

Echó el ancla a unos quince metros de la orilla de la cala. El agua aparecía lisa como la superficie<br />

de un espejo. Y la cala entera permanecía en completo silencio. No se oían sonidos nocturnos.<br />

Nada. Aunque las historias que circulaban por ahí fueran mitos, pensó Hooke, el Crescent era el lugar<br />

más desagradable que había visitado jamás.<br />

Abrió la cesta de mimbre y metió la mano en ella para sacar un gusano. Eso bastó para que la<br />

cesta se animara de movimientos serpenteantes y babosos. Retiró la mano, espantado. Con la linterna<br />

iluminó el interior de la cesta y tuvo la primera visión de los gusanos de Crescent.<br />

Eran monstruosos, como víboras brillantes. Calculó que algunos tendrían unos doce centímetros<br />

de longitud por dos de diámetro. «Dios santo –pensó–, esos productos químicos han provocado la<br />

mutación de todo.» Lanzó un vistazo al agua. Un temor, nuevo y real, se apoderó de Hooke.<br />

Se volvió a mirar hacia la orilla y, por un momento, consideró la posibilidad de regresar. Pero<br />

había alardeado demasiado con aquella excursión de pesca. Les había dicho a los del Troller's<br />

Unión que él era pescador y que un pescador haría cualquier cosa con tal de seguir lanzando el sedal.<br />

«Cualquier cosa.» Incluso aceptar el reto del Crescent.<br />

Hooke tragó saliva, luego volvió a meter la mano en la cesta para sacar uno de los gusanos. Sintió<br />

como una especie de calambre en la mano. Le temblaba como la de un niño asustado. «¡Domínate!»<br />

Tocó uno de los gusanos; éste se contrajo rápidamente, y saltó sobre su mano, enroscándosele<br />

con fuerza a la muñeca. Aquello fue como para cortarle la circulación.<br />

Recogió el anzuelo de Darnell y se dispuso a obligar al gusano a bajar a uno de los ganchos. El<br />

bicho se le enroscó con más fuerza alrededor de la muñeca. Hooke comenzó a respirar, nervioso. Lo<br />

único que deseaba era quitarse aquel bicho de encima. Cuando por fin logró colocarlo en el anzuelo,<br />

lanzó éste a las negras aguas. No había más sonido que el de su propia respiración. Al levantar la<br />

pesada caña, notó un movimiento al final del sedal. Sabía que no se trataba de un pez. Era «aquel<br />

gusano» que luchaba.<br />

Hooke sintió náuseas. Notó una tirantez en el pecho. «¿Es posible que esté tan asustado?», se<br />

preguntó. Maldijo su ego.<br />

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