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Horror 7- Stephen King y otros

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<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

ía agarrada a su trasero, cayó con él. Lanzó un breve chillido al partírsele el espinazo.<br />

Maurice, convencido de que el animal, que no había cesado de retorcerse, continuaba su ataque,<br />

se levantó de inmediato, y. tambaleándose, fue hasta el otro extremo del refugio, con una respiración<br />

de asmático. Cogió la sartén del Grillogaz para defenderse y, boquiabierto, vio a la gata retorciéndose.<br />

Con un alarido de júbilo, Maurice agarró las mantas y corrió hacia la criatura indefensa.<br />

Cubrió a Mog con ellas y luego le pegó con la sartén hasta que el animal dejó de moverse y dejaron<br />

de oírse sus pequeños quejidos debajo de las mantas. Acto seguido, Maurice tomó un cilindro de<br />

gas butano de base plana y. usando las dos manos para levantarlo, lo dejó caer sobre un bulto donde<br />

imaginó que se encontraría la cabeza de Mog.<br />

Finalmente, se sentó en la cama, con el pecho palpitante, y, mientras la sangre le manaba de las<br />

heridas, se echó a reír con aire triunfante.<br />

Después, tuvo que vivir otra semana más con el cadáver en descomposición.<br />

Ni siquiera una triple capa de bolsas de polietileno, bien cerradas, y con el interior profusamente<br />

rociado de desinfectante, pudo contener el hedor, como tampoco los productos químicos del interior<br />

del retrete Porta Potti lograron corroer el cuerpo. Al cabo de tres días, el hedor era insoportable;<br />

Mog había encontrado la forma de vengarse.<br />

Además, al aire del interior del refugio le estaba ocurriendo algo. Cada vez le resultaba más<br />

difícil respirar, y no era sólo por el horrendo olor a putrefacto que la gata desprendía. El aire comenzaba<br />

a escasear día a día y. últimamente, hora a hora.<br />

Maurice había planeado permanecer en el interior del refugio durante seis semanas por lo menos,<br />

quizá ocho, si lograba aguantarlo, hubiera oído o no las sirenas indicadoras de que todo estaba<br />

en calma; pero ahora, apenas transcurridas cuatro semanas, supo que tendría que arriesgarse a salir.<br />

Algo había taponado el sistema de ventilación. Por más que se pasara horas dándole vueltas a la<br />

manivela del equipo Microflow Survivaire, o mantuviera el motor en marcha con la batería de coche<br />

de doce voltios, el aire no se renovaba. Al inspirar, la garganta emitió un leve silbido, y el hedor<br />

le llenó las fosas nasales como si se encontrara sumergido en la cloaca más profunda y hedionda.<br />

Tenía que obtener aire limpio, estuviera o no cargado de radiación; de lo contrario, moriría poco a<br />

poco, aunque por distintos motivos que los de allá arriba. Morir asfixiado, rodeado de la pestilencia<br />

burlona del cadáver de la gata, no era forma de acabar. Además, en algunos folletos se advertía que<br />

catorce días bastaban para que la precipitación radiactiva concluyera.<br />

Maurice se levantó de la cama y. presa de un mareo, se aferró a la mesita. El vivo resplandor<br />

blanco de la lámpara de butano le encandiló los ojos, ribeteados de rojo. Con miedo a respirar, y<br />

con más miedo aún de no hacerlo, avanzó a trompicones hacia la torrecilla. Tuvo que emplear todas<br />

sus fuerzas para subir los pocos peldaños de la escalera y se detuvo a descansar justo debajo de la<br />

compuerta: la cabeza le daba vueltas y sus pulmones, apenas hinchados, protestaron. Pasaron unos<br />

minutos antes de que pudiera levantar un brazo y girar el mecanismo de apertura.<br />

«Gracias a Dios –pensó–. Gracias a Dios que voy a salir, que voy a alejarme de esa endiablada<br />

gata rojiza. No importa cómo esté todo ahí fuera, no importa quién o qué haya podido sobrevivir.»<br />

Sería un bendito alivio el poder salir de aquella jodida pocilga nauseabunda.<br />

Dejó que la compuerta cayera sobre su gozne. Una nube de polvo le cubrió la cabeza y los hombros,<br />

y después de mucho pestañear, cuando se hubo quitado los pequeños granillos de polvo de los<br />

ojos, lanzó un débil grito de consternación. Entonces comprendió el motivo del estrépito de una semana<br />

antes; los restos de un edificio cercano, su propia casa sin duda, se habían desmoronado, tapando,<br />

los escombros, el suelo que era el techo del refugio, obstruyéndole el suministro de aire, y la<br />

vía de escape.<br />

Con los dedos trató de excavar en la losa de hormigón; pero apenas logró mellar la superficie.<br />

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