Horror 7- Stephen King y otros

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Stephen King y Otros Horror 7 del refugio llenándolo de demonios de afiladas garras. El haz luminoso de la linterna buscó y buscó sin encontrar nada, pero la luz saturante descubrió, al cabo de unos momentos, un demonio único. El gato rojizo lo había espiado desde debajo de la cama con sus recelosos ojos amarillos. En tiempos mejores, a Maurice nunca le habían gustado los felinos y, en verdad, éstos no habían sentido demasiado afecto por él. Tal vez ahora, en la peor de las épocas (para los de allá arriba, al menos) debería aprender a convivir con ellos. –Ven aquí, lentorro –llamó al felino con indiferencia–. No tienes nada que temer, bonito. O bonita. Al cabo de unos días descubrió que era «bonita». La gata se negó a moverse. No le había gustado cómo temblaba y se sacudía aquel cuarto, y tampoco le agradaba el olor de aquel humano. Bufó una advertencia, y la cabeza inclinada del hombre desapareció de su vista. Horas después, sólo el olor de la comida logró sacarla de su escondite. –Vaya, lo típico –exclamó Maurice con tono reprobador–. Los gatos y los perros se presentan siempre que huelen comida. La gata, que había permanecido encerrada en la cámara subterránea durante tres días, sin comer ni beber, y sin siquiera contar con un ratón para mordisquear, se vio en la obligación de darle la razón. No obstante, se mantuvo a prudente distancia del hombre. Absorto más por aquella situación que por la de arriba, Maurice le lanzó a la gata un pedazo de carne de lata guisada, y el animalito esperó un momento, asustado, antes de abalanzarse sobre el alimento y engullirlo. –El estómago ha podido más que el miedo, ¿eh? –Maurice sacudió la cabeza y sonrió burlón–. Phyllis me hacía lo mismo, aunque con el dinero –comentó a la gata comilona y poco desinteresada, refiriéndose a su ex esposa, que lo había abandonado quince años antes, al cabo de año y medio de matrimonio–. En cuanto aparecían los billetes de una libra, fresquitos, ella venga zumbar a su alrededor como las moscas sobre la mierda. Y te aseguro que nunca se quedaba mucho tiempo una vez que las arcas estaban vacías. Me sacó hasta el último penique, la muy zorra. ¡Que disfrute de sus desiertos, igual que los demás! Su risa sonó forzada, porque todavía ignoraba hasta dónde llegaba su propia seguridad. Maurice echó la mitad de la carne en una sartén que había sobre el fogón de gas. –Dejaré el resto para esta noche –dijo, sin estar seguro si hablaba con la gata o consigo mismo. Acto seguido, abrió una latita de judías verdes y las mezcló con la carne–. Es gracioso de qué modo te abre el apetito un holocausto. –Su risa siguió sonando algo nerviosa y la gata lo miró, intrigada–. Está bien, supongo que tendré que darte de comer. Está clarísimo que no puedo echarte. Maurice sonrió ante sus comentarios humorísticos. Por el momento, se tomaba bastante bien la aniquilación de la raza humana. –Veamos, tendré que buscarte un plato para que comas. Y algo donde puedas hacer tus necesidades, claro. Puedo eliminarlas con mucha facilidad, con tal de que las hagas siempre en el mismo sitio. ¿No te he visto ya en alguna parte? Me parece que tu dueña no te buscará más. Todo esto es bastante agradable, ¿no te parece? Ya que estamos puestos, podría llamarte Mog 6 . ¿no? Parece que vamos a tener que aguantarnos mutuamente durante una temporada... de la T.) Y así fue como Maurice J. Kelp y Mog se unieron a esperar que el holocausto pasara. 6 Maurice juega con el nombre de la gata. Ya que ésta se mueve despacio, la llama Mog (moverse lentamente). (N. 102

Stephen King y Otros Horror 7 Al concluir la primera semana, el bicho había dejado de pasearse sin cesar por el refugio. Al concluir la segunda semana, Maurice le había tomado bastante cariño a la gata. Sin embargo, al concluir la tercera semana, la tensión comenzó a notarse. Igual que le había ocurrido a Phyllis, a Mog le resultaba un poco duro convivir con Maurice. Tal vez fueran sus chistes, tontos pero enfermizos. O sus continuas regañinas. Pudo haber sido su mal aliento incluso. Fuera cual fuese el motivo, la gata se pasaba mucho tiempo contemplando a Maurice y gran parte del resto esquivando sus sofocantes abrazos. Maurice no tardó en sentirse agraviado por el rechazo, incapaz de comprender la ingratitud de la gata. ¡La había alimentado, le había dado un hogar! ¡Le había salvado la vida! Y a pesar de ello, se paseaba por el refugio como una cautiva, se escondía debajo de la litera, y lo miraba con aquellos ojos funestos y desconfiados como si.... como si..., como si estuviera volviéndose loco, eso era. Aquella mirada le resultaba en cierto modo familiar, y le recordaba como.... como solía mirarlo Phyllis. Y no sólo era eso, la gata se estaba volviendo furtiva. Más de una vez, Maurice se había despertado en plena noche al oír el ruido que el animal hacía al merodear entre los suministros de alimentos para robarle comida; le mordía los paquetes de comida deshidratada, le arañaba la película plástica que cubría las latas medio llenas de alimentos. La última vez, Maurice había estado a punto de pifiarla, de perder el control. Dio una patada a la gata y ésta se defendió, dejándole un zarpazo de cuatro surcos en la espinilla. De haber gozado de otro humor, Maurice hasta podría haber admirado la forma diestra en que Mog esquivó los misiles que a continuación dirigió contra ella (una sartén, latas de fruta, hasta el retrete autolimpiador). Después de aquel suceso, la gata no volvió a ser la misma. Se acurrucaba en los rincones, bufaba cada vez que él se le acercaba, se escabullía tras el escaso mobiliario o se emboscaba debajo de la litera; nunca utilizaba la bandeja de plástico que Maurice se había preocupado de prepararle para que hiciera sus necesidades, como si hubiese sido atrapada en aquel rincón para ser muerta a palos. O algo peor. Poco tiempo después, mientras Maurice estaba dormido, Mog pasó a la ofensiva. A diferencia de lo sucedido la primera vez, cuando Maurice despertó, con la gata acurrucada sobre el pecho, en esta ocasión se encontró con las afiladas garras clavadas en el rostro y con Mog escupiéndole saliva y bufando de la manera más aterradora. Maurice lanzó un chillido y echó al enfurecido animal lejos de sí, pero Mog volvió al ataque de inmediato, con el lomo arqueado y el cuerpo hinchado por la pelambre electrizada. Una de sus garras estuvo a punto de vaciarle un ojo, y un mordisco del felino se le llevó parte de una oreja antes de que lograra quitarse al bicho de encima. Se habían mirado desde los extremos opuestos de la cama, Maurice, encogido en el suelo, con los dedos sobre la frente y la mejilla, surcadas de profundas heridas (aún no se había percatado de que le faltaba el trozo de oreja); la gata, encaramada a las mantas, gruñía y arqueaba el lomo y los ojos le brillaban con un desagradable fulgor amarillento. Volvió a abalanzarse sobre Maurice, convertida en una borrosa mancha rojiza, en una erizada pelambrera enfurecida, toda colmillos y uñas afiladas. Él logró levantar las mantas en su provecho; por desgracia, su radio de huida era limitado. Subió por la pequeña escalera que llevaba a la torrecilla y se acurrucó en lo alto (desde el suelo hasta la compuerta no habría más de dos metros y medio), con las piernas encogidas y la cabeza apoyada en la tapa metálica. Mog subió tras él y le clavó las uñas en las nalgas. Maurice aulló y se precipitó al suelo, no por el dolor, sino porque, allá arriba, algo había caído con estrépito provocando una vibración de proporciones sísmicas que sacudió los paneles de acero del refugio. Al caer Maurice, la gata, que segu- 103

<strong>Stephen</strong> <strong>King</strong> y Otros <strong>Horror</strong> 7<br />

del refugio llenándolo de demonios de afiladas garras. El haz luminoso de la linterna buscó y buscó<br />

sin encontrar nada, pero la luz saturante descubrió, al cabo de unos momentos, un demonio único.<br />

El gato rojizo lo había espiado desde debajo de la cama con sus recelosos ojos amarillos.<br />

En tiempos mejores, a Maurice nunca le habían gustado los felinos y, en verdad, éstos no habían<br />

sentido demasiado afecto por él. Tal vez ahora, en la peor de las épocas (para los de allá arriba, al<br />

menos) debería aprender a convivir con ellos.<br />

–Ven aquí, lentorro –llamó al felino con indiferencia–. No tienes nada que temer, bonito. O bonita.<br />

Al cabo de unos días descubrió que era «bonita».<br />

La gata se negó a moverse. No le había gustado cómo temblaba y se sacudía aquel cuarto, y<br />

tampoco le agradaba el olor de aquel humano. Bufó una advertencia, y la cabeza inclinada del hombre<br />

desapareció de su vista. Horas después, sólo el olor de la comida logró sacarla de su escondite.<br />

–Vaya, lo típico –exclamó Maurice con tono reprobador–. Los gatos y los perros se presentan<br />

siempre que huelen comida.<br />

La gata, que había permanecido encerrada en la cámara subterránea durante tres días, sin comer<br />

ni beber, y sin siquiera contar con un ratón para mordisquear, se vio en la obligación de darle la<br />

razón. No obstante, se mantuvo a prudente distancia del hombre.<br />

Absorto más por aquella situación que por la de arriba, Maurice le lanzó a la gata un pedazo de<br />

carne de lata guisada, y el animalito esperó un momento, asustado, antes de abalanzarse sobre el<br />

alimento y engullirlo.<br />

–El estómago ha podido más que el miedo, ¿eh? –Maurice sacudió la cabeza y sonrió burlón–.<br />

Phyllis me hacía lo mismo, aunque con el dinero –comentó a la gata comilona y poco desinteresada,<br />

refiriéndose a su ex esposa, que lo había abandonado quince años antes, al cabo de año y medio de<br />

matrimonio–. En cuanto aparecían los billetes de una libra, fresquitos, ella venga zumbar a su alrededor<br />

como las moscas sobre la mierda. Y te aseguro que nunca se quedaba mucho tiempo una vez<br />

que las arcas estaban vacías. Me sacó hasta el último penique, la muy zorra. ¡Que disfrute de sus<br />

desiertos, igual que los demás!<br />

Su risa sonó forzada, porque todavía ignoraba hasta dónde llegaba su propia seguridad.<br />

Maurice echó la mitad de la carne en una sartén que había sobre el fogón de gas.<br />

–Dejaré el resto para esta noche –dijo, sin estar seguro si hablaba con la gata o consigo mismo.<br />

Acto seguido, abrió una latita de judías verdes y las mezcló con la carne–. Es gracioso de qué modo<br />

te abre el apetito un holocausto. –Su risa siguió sonando algo nerviosa y la gata lo miró, intrigada–.<br />

Está bien, supongo que tendré que darte de comer. Está clarísimo que no puedo echarte.<br />

Maurice sonrió ante sus comentarios humorísticos. Por el momento, se tomaba bastante bien la<br />

aniquilación de la raza humana.<br />

–Veamos, tendré que buscarte un plato para que comas. Y algo donde puedas hacer tus necesidades,<br />

claro. Puedo eliminarlas con mucha facilidad, con tal de que las hagas siempre en el mismo<br />

sitio. ¿No te he visto ya en alguna parte? Me parece que tu dueña no te buscará más. Todo esto es<br />

bastante agradable, ¿no te parece? Ya que estamos puestos, podría llamarte Mog 6 . ¿no? Parece que<br />

vamos a tener que aguantarnos mutuamente durante una temporada...<br />

de la T.)<br />

Y así fue como Maurice J. Kelp y Mog se unieron a esperar que el holocausto pasara.<br />

6 Maurice juega con el nombre de la gata. Ya que ésta se mueve despacio, la llama Mog (moverse lentamente). (N.<br />

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