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Ocio - Confiar

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VARIACIONES<br />

SOBRE EL OCIO<br />

Cuentos, semblanzas y un epílogo<br />

Selección y notas<br />

Elkin Obregón S.<br />

1


Primera edición<br />

5.000 ejemplares<br />

Medellín, julio del 2006<br />

Edición especial 35 años<br />

1.000 ejemplares<br />

Medellín, septiembre de 2007<br />

Edita:<br />

CONFIAR Cooperativa Financiera<br />

Calle 52 Nº 49-40 Tel. 5718484 Medellín<br />

confiar@confiar.com.co<br />

www.confiar.coop<br />

ISBN volumen: 958-33-9822-5<br />

ISBN obra completa: 958-4702-7<br />

Ilustración carátula:<br />

Alexánder Bermúdez Echeverri<br />

Diseño e Impresión:<br />

Pregón Ltda.<br />

2<br />

Este libro no tiene valor comercial<br />

y es de distribución gratuita


Índice<br />

Un baile con carrera ................................ 7<br />

Ricardo Restrepo<br />

El libro 1605 ............................................. 29<br />

Manuel Mujica Lainez<br />

Verano de 1939<br />

Fragmento de un diario ........................... 39<br />

Anaïs Nin<br />

Yo y el ladrón ........................................... 47<br />

Wenceslao Fernández Flórez<br />

Un buen empleo para las ciudades<br />

(Cuadro tercero) ...................................... 57<br />

Cuento de escuela ................................... 67<br />

Machado de Assis<br />

“Intermezzo” ........................................... 85<br />

Camilo José Cela<br />

3


Desde la pecera ........................................ 91<br />

Los buenos días ....................................... 99<br />

Giovanni Francesco Straparola<br />

Su primer baile ........................................ 105<br />

Katherine Mansfield<br />

Bote de motor .......................................... 121<br />

Dezsö Kosztolányi<br />

Epílogo<br />

Tres sillones de colores ............................ 137<br />

Miguel Gila<br />

4


¡Y tanta tierra joven por escasez de músculos!<br />

¡tanta industria novísima! ¡tanto almacén enorme!<br />

Pero es tan bello ver fugarse los crepúsculos...<br />

León de Greiff, Tergiversaciones.<br />

5


Un baile con carrera<br />

Ricardo Restrepo<br />

7


RICARDO RESTREPO (1847-1932). Nació y<br />

murió en Medellín. Dedicado ante todo al ejercicio<br />

de la política y a su profesión de abogado,<br />

escribió muy poco. Sus textos literarios aparecieron<br />

en periódicos y publicaciones del Medellín<br />

de la época, como El Oasis y El Liceo Antioqueño,<br />

entre otros. La crónica o relato que aquí<br />

se transcribe está fechado en Medellín, el 3 de<br />

agosto de 1870.<br />

8


Hace algunos días me encontraba yo,<br />

un domingo por la mañana, sentado al frente<br />

de mi escritorio, revolviendo inútilmente<br />

mi memoria para ver si hallaba algo que contestar<br />

a las incesantes preguntas que me hacía<br />

un pliego de papel blanco extendido sobre<br />

la mesa. Cansado de registrar sin provecho<br />

hasta los más recónditos rincones de mi<br />

imaginación, iba ya a archivar el importuno<br />

papel cuando observé que la cocinera de casa<br />

se había parado en la puerta de mi cuarto.<br />

En su aire tímido y en la sonrisa de irresolución<br />

que vagaba por su rostro, conocí que tenía<br />

algo que decirme, y queriendo evitar sus<br />

rodeos, le dije para animarla:<br />

—¡Hola ña Fulgencia! ¿Usted por aquí?<br />

Parece que alguna cosa se le ofrece, y si yo<br />

puedo servirle téngala por conseguida.<br />

—Pues es, niño, que yo vengo a pedirle<br />

un favor; pero usted tal vez no me lo ha-<br />

9


ce, contestó la cocinera agachando la cabeza<br />

y arañando la pared a la cual se había recostado.<br />

—¿Y qué favor será ese? Sepamos a ver,<br />

ña Fulgencia.<br />

—Pues es que esta noche vamos a hacer<br />

una cenita y a bailar un poquito, y nosotras<br />

querríamos que usted nos honrara la casita<br />

asomándose por allá aunque sea un rato.<br />

—¡Vamos, ña Fulgencia! ¡Conque lo que<br />

usted me pide es que vaya a divertirme esta<br />

noche! Pues acepto con mil amores. Y, ¿dónde<br />

es el baile?<br />

—Allá en Guanteros en la casita de nosotras.<br />

Todos los convidados son personas muy<br />

decentes y no hay que temer ningún bochinche.<br />

—Está bien, ña Fulgencia. Le agradezco<br />

la invitación, y cuente usted conmigo.<br />

Teniendo ya un baile y una cena en perspectiva,<br />

tomé el pliego de papel y lo guardé,<br />

esperando que los acontecimientos de la noche<br />

me suministraran algo que contarle.<br />

Cuando fueron las ocho de la noche me<br />

puse a reflexionar sobre lo que debía hacer.<br />

Yo no había estado nunca en reuniones de<br />

esa clase, y por lo mismo tenía deseo de asistir<br />

a la que ahora se me presentaba, movido<br />

por el aliciente que lo desconocido tiene para<br />

todas las imaginaciones.<br />

10


Yo no temía que en aquella diversión hubiera<br />

peligro alguno, pues si pudiera haberlo<br />

la cocinera no me habría convidado. Así<br />

pues, no vacilé en mi resolución y comencé<br />

a vestirme.<br />

Dudaba yo si debería ir de ruana o de levita;<br />

pero temiendo que la primera se considerara<br />

como un desprecio, escogí la última,<br />

la cual acompañé de pantalón y chaleco blancos.<br />

Así ataviado me encaminé a la casa del<br />

baile, la cual está situada en una de las calles<br />

más desiertas e ignoradas del barrio de<br />

Guanteros.<br />

Cuando llegué acababan de bailar una<br />

pieza, lo cual se conocía por el movimiento<br />

y ruido de trajes que se oía en la sala. Empujé<br />

la puerta de la calle, y como la casa no tenía<br />

zaguán ni cosa parecida, me encontré inmediatamente<br />

en la sala.<br />

Con el ruido que hice al abrir la puerta<br />

todos los ojos se clavaron en mí, los unos<br />

con sorpresa, los otros con enojo. Saludé a<br />

las personas que estaban cerca, dándoles las<br />

buenas noches; pero la mayor parte permanecieron<br />

en silencio y las demás me contestaron<br />

con tono apenas perceptible.<br />

¡Malo! dije yo para mis adentros al ver el<br />

recibimiento que se me hacía.<br />

Pero ya estaba en la sala, no podía salir<br />

sin siquiera decir a qué había ido, y esperan-<br />

11


do que se presentara ña Fulgencia o alguna<br />

persona conocida, me puse a observar para<br />

saber en dónde y con quiénes me hallaba.<br />

La sala en que nos encontrábamos era<br />

una pieza bastante pequeña y sólo tenía dos<br />

puertas: la una era la de la calle, por donde yo<br />

había entrado, y la otra, que estaba al frente,<br />

probablemente conducía a la cocina o a las<br />

habitaciones que servían de dormitorio.<br />

El bello sexo estaba representado en el<br />

baile por seis u ocho ñapangas, ostentosamente<br />

ataviadas tratando de imitar las modas<br />

reinantes entre las señoras, y, a imitación<br />

también de algunas de éstas, superabundantemente<br />

untada la cara con una espesa capa<br />

de yeso y bolo.<br />

Los personajes pertenecientes al sexo feo<br />

eran tres o cuatro artesanos de fisonomía<br />

simpática y pacífica, y uno de aspecto grave<br />

y belicoso, que sentado al lado de la ñapanga<br />

más hermosa, hablaba con tono solemne<br />

y mesurado y con la suficiencia de un orador<br />

cuyas palabras son oráculos. Finalmente, como<br />

el personaje más conspicuo, com la figura<br />

culminante del baile, un cachaco, bien vestido<br />

y muy acicalado, paseaba su satisfecha<br />

persona de un extremo a otro de la sala, acariciándose<br />

las patillas y mirándolos a todos<br />

con aire de protección.<br />

Cuando el artesano orador y el cachaco<br />

conquistador observaron mi presencia, am-<br />

12


os me clavaron los ojos con una fijeza que<br />

me dio en qué pensar. El artesano se volvió<br />

luego hacia sus compañeros y comenzó a hablarles<br />

mirándome de reojo: evidentemente<br />

se trataba de mí. En cuanto al Adonis de las<br />

patillas, me miró un rato, se sonrió sardónicamente,<br />

y luego me volvió la espalda con el<br />

aire más despreciativo del mundo.<br />

¡Bonitos estamos! continué yo diciendo<br />

para mi coleto. ¡Mucho me divertiría yo aquí<br />

si me quedara!<br />

Y me dirigí a la puerta de la calle; pero<br />

en el momento de abrirla, un golpecito que<br />

sentí en el hombro me hizo volver la cara y<br />

me encontré con la regocijada figura de Gervasio<br />

Parra.<br />

—¡Hola, chico! —me gritó—. Cuánto celebro<br />

verte aquí. Se conoce que tú eres hombre<br />

de buen gusto cuando vienes a estas tagarnias.<br />

¡No sabes cuánto vamos a divertirnos!<br />

—¡Hombre! Pensaba irme porque me parece<br />

que mi presencia tiene aquí pocas simpatías;<br />

pero ya que te encuentro, me quedo.<br />

—¡Sí, sí, hombre. ¡Por supuesto!<br />

Antes de pasar adelante es preciso decir<br />

cuatro palabras sobre el nuevo actor que se<br />

presenta.<br />

Parra pertenece a una familia honrada<br />

que, a pesar de su pobreza, ocupa una buena<br />

13


posición social. Aprendió en la escuela a leer,<br />

escribir y contar medianamente, y luego se<br />

fue a una oficina pública en donde por rigurosa<br />

escala ha subido desde aspirante a meritorio<br />

hasta oficial de a veinte pesos, de ley<br />

por supuesto. Hombre de un buen humor inagotable,<br />

es una especie de cosmopolita o anfibio<br />

social: alternativamente cachaco y artesano,<br />

lleva con tanto desembarazo la ruana<br />

como la levita, trata a todo el mundo de<br />

igual a igual y tutea a todo aquel a quien habla<br />

por segunda vez, si desde la primera no<br />

lo ha hecho. Es, en suma, el hombre más feliz<br />

de esta tierra, y, aunque sin intención ni<br />

conocimiento, el más perfecto modelo republicano.<br />

—Camina, pues. Ven yo te hago conocido<br />

con toda esta gente —, me dijo Parra cogiéndome<br />

de un brazo y tratando de llevarme<br />

a media sala.<br />

—¡Aguarda, hombre! Vamos poco a poco.<br />

Como yo nunca he estado en estas reuniones,<br />

es preciso que me orientes un poco<br />

y me digas qué clase de gente es ésta y cómo<br />

debe uno tratarla.<br />

—Pues bien, ¡mira! Toodas estas damas<br />

son honradas criadas que, sabiendo que esta<br />

noche había baile, han dejado las casas en<br />

que servían, con el pretexto de que tenían<br />

una tía enferma o cualquier otro semejante.<br />

14


Es muy fácil que alguna de ellas haya estado<br />

en tu casa; pero no debes darte por entendido;<br />

sino que debes tratarlas a todas de señorita<br />

y de hágame el favor, y es conveniente que<br />

les prodigues el mayor número de cortesías<br />

que te sea posible. De esa manera te granjearás<br />

sus simpatías y te convidarán a cuanta<br />

función pongan. No vayas a creer que aquí<br />

se baila guabina o bunde. ¡Nada de eso! Todas<br />

estas damas bailan polka, vals o strauss,<br />

y te aseguro que lo hacen tan bien como cualquier<br />

señorita de alto tono.<br />

—Está bien; pero pasemos a los hombres.<br />

¿Quién es aquel cachaco que parece tan<br />

satisfecho de su persona y que de cuando en<br />

cuando me mira y se sonríe atusándose los<br />

bigotes?<br />

—¡Ah, hombre! Ése es un sujeto curioso<br />

que conviene tengas presente. Es Quintero,<br />

el celebérrimo Quintero. Es un muchacho<br />

de una familia pobre y humilde y que sin<br />

embargo anda siempre bien vestido y con algunas<br />

monedas en el bolsillo, aunque no se<br />

le ve oficio ni beneficio ninguno. Cuando le<br />

preguntan de dónde saca dinero, dice que se<br />

ha encontrado una mina, y yo tengo para mí<br />

que la tal mina es la explotación y desplumamiento<br />

de uno que otro barbilampiño que se<br />

le atraviesa. Quintero no pertenece al gremio<br />

de artesanos, pues aunque en apariencia los<br />

15


acata, interiormente los desprecia y se considera<br />

como muy superior a ellos. Tampoco<br />

pertenece a la clase de los cachacos, pues los<br />

aborrece de muerte y trata siempre de buscarles<br />

camorra. Su manía constante es decir<br />

que esta sociedad trata a sus hijos como feroz<br />

madrastra, que aquí se desconoce el mérito,<br />

y que se estima a cada uno por su dinero<br />

y no por sus prendas morales. Yo no sé si<br />

eso será cierto; pero si fuéramos a premiar<br />

a cada cual por sus méritos, de seguro que<br />

el bueno de Quintero no recogería muchos<br />

votos en su favor. Y sin embargo, ahí donde<br />

ves a ese personaje que parece tan huraño, es<br />

el sujeto más manual del mundo. De seguro<br />

que él tiene prevención contra ti, que pasas<br />

por hombre de plata, como él dice; pero<br />

si quieres echártelo al bolsillo, salúdalo con<br />

amabilidad en donde lo encuentres, ofrécele<br />

trago en el teatro o acéptalo cuando te lo<br />

ofrezca, y así puedes contar con él como tu<br />

mejor amigo.<br />

—Te agradezco los consejos y ahora me<br />

vas a presentar a él. Pero, ¿quién es aquel artesano<br />

que está sentado al lado de aquella ñapanga<br />

bonita y que desde que estoy aquí no<br />

ha cesado de mirarme con malos ojos?<br />

—Ése es un sujeto que debes estudiar,<br />

porque es el curioso tipo de una clase que,<br />

aunque poco común en nuestra sociedad,<br />

16


no deja de tener algunos representantes. El<br />

maestro Hilario es un sastre que goza de una<br />

merecida reputación como hombre honrado,<br />

y que tiene cierto talento natural, aunque<br />

muy mal dirigido desgraciadamente. Deseando<br />

instruirse, ha buscado alimento para<br />

su espíritu en las novelas socialistas de Eugenio<br />

Sue y compañía, y no pierde ocasión de<br />

leer cuanto se publica con tendencias a rebajar<br />

a los ricos, a quienes él llama ladrones,<br />

sin excepción, o a adular a la clase obrera. De<br />

este modo el maestro Hilario se ha formado<br />

en su cabeza un mundo imaginario para<br />

nosotros, aunque real para otras sociedades.<br />

Es hombre que habla muy serio del pauperismo<br />

y de protección a las industrias nacionales;<br />

que reniega contra la tiranía del capital,<br />

y no desespera de la emancipación de<br />

los proletarios y del engrandecimiento de la<br />

oprimida clase de los artesanos. En una palabra,<br />

el maestro Hilario es un socialista con<br />

sus puntas de comunista, como dicen ustedes<br />

los que han estado en el Colegio. Desde<br />

ahora te digo que si tratas de ganar sus simpatías<br />

pierdes el tiempo, pues él aborrece de<br />

muerte a los cachacos. Es de aquellos artesanos<br />

que, si uno no los saluda, se la juran por<br />

orgulloso, y si trata de saludarlos, desvían la<br />

cara por el tonto placer de hacerse los desdeñosos<br />

o despreciativos o de pasar por vícti-<br />

17


mas. Así, pues, si él te habla, lo que seguramente<br />

no hará, conténtate con contestarle y<br />

trata de no enredarte con él.<br />

—En cuanto a los demás artesanos que<br />

miras aquí —, continuó Parra después de una<br />

breve pausa—, nada tengo que decirte. Son<br />

el tipo común de la generalidad de nuestros<br />

artesanos, industriosos, atentos, deseosos de<br />

instruirse, y enemigos de toda cuestión política<br />

y de vanas discusiones, en las que la<br />

experiencia les ha enseñado que nada tienen<br />

qué ganar y sí mucho qué perder.<br />

Orientado ya acerca del modo como debía<br />

conducirme, perdí la timidez que me había<br />

hecho permanecer aislado. Conducido<br />

por Parra nada tenía que temer, pues él, veterano<br />

en asuntos de tagarnias y conocedor<br />

de todos sus misterios, me enseñaría el arte<br />

de ganarme la buena voluntad de aquella comunidad.<br />

La primera operación de Parra fue presentarme<br />

a Quintero. Este truhán, a quien<br />

yo había encontrado varias veces en la calle<br />

y a quien nunca había saludado, me recibió<br />

con un aire medio amenazador, como esperando<br />

a ver de qué manera me conducía<br />

con él. Yo, que estaba preparado, traté de ser<br />

lo más amable posible y le dirigí algunas palabras<br />

halagüeñas. Inmediatamente cambió<br />

de tono: puso a mi disposición su persona y<br />

18


todas sus habilidades, y quedamos tan amigos<br />

como si nos hubiéramos conocido desde<br />

la infancia.<br />

Una hora después estaba yo en el apogeo<br />

de la popularidad, merced a la intervención<br />

de Parra y Quintero. Sólo el impenetrable<br />

maestro Hilario me hacía oposición y continuaba<br />

mirándome con malos ojos.<br />

Sin embargo, conociendo yo cuán fácil<br />

es en un país republicano “pasar del solio a la<br />

barra del Senado”, no me dejé cegar por el aura<br />

popular. Y cierto que hice bien, pues pronto<br />

comenzaron a lloverme calamidades.<br />

Serían como las doce de la noche cuando<br />

ña Fulgencia fue a preguntarnos si sería ya<br />

hora de cenar. Oyendo nuestra contestación<br />

afirmativa, salió con algunos hombres y luego<br />

comenzaron a traer mesas que colocaron<br />

en el centro de la sala. Sobre ellas pusieron<br />

algunos dulces, muchas botellas, y una enorme<br />

cantidad de platos y bandejas, que probablemente<br />

habían conseguido a título de préstamo<br />

en todas las vecindades.<br />

Cuando la mesa estuvo servida, cada<br />

danzante se apresuró a dar el brazo a una de<br />

las damas presentes. Púseme a pensar cuál<br />

sería la que yo debía elegir; pero cuando terminé<br />

mis meditaciones ya la elección era inútil,<br />

pues sólo habían quedado sentados los<br />

manes de una vieja, que probablemente tam-<br />

19


ién era señorita, pues así lo revelaban los<br />

muchos remilgos que hacía, la escandalosa<br />

crinolina en que se había metido y la formidable<br />

capa de estuco con que había cubierto<br />

su casi calavera. ¡Ya no había remedio! Acerqueme<br />

valerosamente, y con muchas cortesías<br />

supliqué a la terrible arpía que se dignara<br />

aceptar mi brazo. Hízolo así la vieja con una<br />

majestad digna de mejor causa, y nos acercamos<br />

triunfalmente a la cabecera de la mesa<br />

que, como lugar más prominente, me había<br />

sido designado.<br />

Cuando ya me sentaba oí al maestro Hilario<br />

que decía a sus vecinos:<br />

—Estos cachacos del diablo se meten<br />

siempre donde nadie los llama. Pero llegará<br />

el día en que el pueblo altivo conozca sus derechos,<br />

y entonces los ricos ladrones nos pagarán<br />

las verdes y las maduras.<br />

Iba yo a contestar al maestro Hilario que<br />

a mí me habían convidado, cuando un violento<br />

empujón dado a la puerta nos hizo sobresaltar,<br />

y todos volvimos los ojos. Inmediatamente<br />

entraron cuatro o cinco hombres,<br />

todos de bayetón y sombrero de pedrada, rostros<br />

huraños, ojos inyectados de sangre, el<br />

pelo cayendo en mechones desgreñados sobre<br />

la frente, y llevando en la mano gigantescos<br />

garrotes que jactanciosamente hacían resonar<br />

contra las puertas y muebles. El horri-<br />

20


le tufo que despedían manifestaba bien que<br />

cada uno de ellos estaba de sustituto de un<br />

tonel, y que su legítimo domicilio debía ser<br />

el estanco de licores destilados.<br />

La aparición de aquellas siniestras figuras<br />

produjo en todos el efecto de un rayo. Todos<br />

nos quedamos en silencio y cada cual comenzó<br />

a lanzar miradas afanosas buscando<br />

el lugar por donde la fuga pudiera efectuarse.<br />

El que tenía una figura más matroz se acercó<br />

a la mesa, mientras los demás se hacían a las<br />

dos únicas puertas de la sala o se colocaban<br />

cerca de las pocas velas que la alumbraban.<br />

Entonces el primero, después de examinar a<br />

los concurrentes con una mirada turbia y estúpida,<br />

dijo con voz aguardientosa:<br />

—Buenas noches, mis caballeros. Yo también<br />

vengo a divertirme.<br />

—¡Hola, mi amigo Ponzoña! —exclamó<br />

entonces alegremente el hasta ahí taciturno<br />

y majestuoso maestro Hilario—. ¡Cuánto<br />

me alegro de que un verdadero hijo del pueblo,<br />

como tú, venga a nuestras diversiones!<br />

Y poniéndose de pie fue a dar la mano al<br />

satánico Ponzoña.<br />

Mientras ellos cruzaban en voz muy baja<br />

algunas palabras, pregunté yo a Parra:<br />

—¿Quién es esta gente?<br />

—Son los sujetos más malos de esta tierra<br />

—me dijo—. El tal Ponzoña es un carni-<br />

21


cero que no puede pasar ocho días sin pelear,<br />

y de seguro que vienen a ponerla con nosotros,<br />

pues la levita les hace bailar el garrote.<br />

El único modo de escapar es ver si podemos<br />

ganarlos, y como probablemente te considerarán<br />

como jefe, es preciso que trates de ponerlos<br />

de tu parte ofreciéndoles trago. Ponzoña<br />

se llama el maestro Menalco.<br />

Ya para entonces los dos maestros habían<br />

acabado de hablar, y Ponzoña, clavándome<br />

los ojos de una manera capaz de hacer<br />

dar vahido, me preguntó:<br />

—¡Hola! ¿Y este cachaco quién es?<br />

—Un servidor de usted, maestro Menalco,<br />

que desea que ustedes se diviertan aquí<br />

con nosotros. Y para celebrar nuestro conocimiento<br />

espero que usted y sus compañeros<br />

nos acompañarán a tomar un trago a su<br />

salud.<br />

—Muchas gracias, mi caballero —me<br />

contestó Ponzoña acercándoseme—. Yo no<br />

necesito de que ningún pepito caripelao me<br />

dé trago. Yo tengo plata, mire usté.<br />

Y metiendo la mano al bolsillo, arrojó sobre<br />

la mesa un real y una navaja descomunal.<br />

—¿Cómo es eso? —saltó Quintero que<br />

las echaba de jaque— ¿Vienen ustedes aquí<br />

a insultarnos?<br />

—¡Ello no! Don... don como se llame —<br />

dijo Ponzoña con un tono fingidamente hu-<br />

22


milde—. Yo lo que quiero es encender este tabaco<br />

para irme.<br />

Y sacando su cigarro se acercó a una vela<br />

e hizo como si fuera a encenderlo. Inmediatamente<br />

se apagaron las velas, y en medio<br />

de la profunda oscuridad se oyó el ruido<br />

amenazador de los garrotes que se levantaban.<br />

Entonces la confusión fue horrible: las<br />

mujeres corrían desatentadas de un lado para<br />

otro dando medrosos aullidos y pidiendo<br />

socorro; los platos volaban a estrellarse contra<br />

las paredes, impulsados por los poderosos<br />

garrotes, y en medio del tumulto se oía la voz<br />

de Ponzoña que, cual otro Bozzaris, animaba<br />

a los suyos gritándoles:<br />

—¡Arriba, muchachos! Cuiden las puertas<br />

para que nadie se escape, y palo con el cachaco.<br />

Parra, que probablemente era entendido<br />

también en achaques de garrotazos, me cogió<br />

de un brazo y me hizo meter debajo de<br />

la mesa, sobre la cual llovían tremendos golpes<br />

que me buscaban, pues los invasores habían<br />

resuelto que yo fuera la víctima propiciatoria.<br />

Mientras tanto el maestro Hilario<br />

se había hecho a una puerta, y gritaba entusiasmado:<br />

—¡Arriba, pueblo valeroso! ¡Arriba, oprimidos<br />

proletarios! ¡Abajo la aristocracia del<br />

dinero, y palo con el cachaco!<br />

23


Apurada estaba haciéndose mi situación,<br />

pues ya los garrotes comenzaban a zumbar<br />

por debajo de la mesa, cuando Quintero, que<br />

se había armado con un taburete, vio un poco<br />

de luz por la puerta que daba al interior, y,<br />

guiándose por ella, asestó al maestro Hilario<br />

tan rudo taburetazo, que lo trajo mal parado<br />

o más bien mal caído al suelo. Al ver la puerta<br />

entreabierta todos los aporreados de adentro<br />

trataron de salir, y yo, deslizándome y ocultándome<br />

entre una docena de crinolinas, logré<br />

pasar al corredor, sin más aumento que<br />

dos chichones en la cabeza y sin más disminución<br />

que la de mi levita, que dejó las faldas<br />

como trofeo de los vencedores. La noche estaba<br />

oscura como boca de lobo y llovía a cántaros.<br />

Como yo no conocía la topografía del<br />

lugar, me lancé en la primera dirección que<br />

se me presentó, y resbalándome en el lodo<br />

del patio, caí y me empantané de la cabeza a<br />

los pies, dejando el sombrero y un botín en<br />

la caída. Logré levantarme, y para huir de los<br />

garrotes que ya me parecía que me estaban<br />

midiendo las costillas, me entré por la primera<br />

puerta que encontré. Aquella puerta daba<br />

a la cocina, en donde algunas mujeres fugitivas<br />

se habían asilado, y tomándome por uno<br />

de los atacantes comenzaron a gritar:<br />

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Que me asesinan!<br />

24


Ya no era tiempo de andar con cumplimientos,<br />

y yo, olvidando las recomendaciones<br />

de Parra y el tratamiento de señoritas, les<br />

dije:<br />

—Patronas, por todos los diablos, callen<br />

la boca que yo también ando fugitivo.<br />

Pero ellas no me atendían y seguían gritando<br />

desaforadamente:<br />

—¡Socorro por Dios! ¡Socorro, que nos<br />

asesinan!<br />

Temiendo que aquellos gritos pudieran<br />

atraer a mis perseguidores, salí de la cocina, y<br />

observando que había una tapia medio arruinada,<br />

me puse a escalarla valerosamente. Había<br />

ya logrado llegar a la cima cuando dos garroteros<br />

me distinguieron por los pantalones<br />

blancos en medio de la oscuridad, y se me vinieron<br />

encima gritando:<br />

—¡Al cachaco, que se nos va! ¡Atajen,<br />

atajen!<br />

No teniendo tiempo para bajar con maña,<br />

me incorporé para tomar vuelo y saltar<br />

en medio de la lluvia de piedras y palos que<br />

me lanzaban, pero mi esfuerzo fue enteramente<br />

inoficioso: un garrote, vigorosamente<br />

lanzado, me comunicó tal impulso, que<br />

sin quererlo di el salto más estupendo de que<br />

tenga noticia. Si lo hubiera dado voluntariamente<br />

y en pleno día, mi reputación como<br />

gimnástico no tendría rival en el mundo.<br />

25


No bien había caído, todo magullado y<br />

lleno de contusiones, cuando dos enormes<br />

mastines se abalanzaron sobre mí con unos<br />

aullidos que claramente revelaban intenciones<br />

hostiles. Felizmente la sabia y previsora<br />

Naturaleza ha puesto siempre el remedio al<br />

lado del mal, y encontrando yo a mano el garrote<br />

que me había hecho volar, pude libertarme<br />

de mis caninos verdugos, mas no sin<br />

dejar entre sus dientes algunas tiras de mis<br />

pantalones. En fin, después de saltar media<br />

docena de tapias y de sostener combate con<br />

todos los perros del barrio, logré llegar a la calle,<br />

en donde di gracias a Dios de haber salido<br />

con vida.<br />

Cuando llegué a casa y me contemplé detenidamente,<br />

no pude menos de reírme de<br />

mi estrambótica figura. El pantalón y el chaleco<br />

blancos, que en tan mala hora se me ocurrió<br />

ponerme, estaban tan embarrados que<br />

no parecían sino ropa de peón cargador de<br />

tierra; el sombrero y un botín habían desaparecido;<br />

la levita se hallaba convertida en chaqueta,<br />

por la falta de las faldas, y estaba a<br />

punto de dividirse en dos porciones por un<br />

ancho descosido que le llegaba hasta el cuello.<br />

Las manos y la cara las tenía despedazadas<br />

por las ramas y piedras de que había tenido<br />

que prenderme en las subidas y bajadas<br />

de tapias, y la columna vertebral me dolía como<br />

si la tuviera desencajada.<br />

26


Al otro día supe que del baile habían resultado<br />

seis heridos, que mi nombre se daba<br />

como el de uno de los agresores, y que probablemente<br />

sería llamado por el juez del crimen<br />

a responder por el delito de ataque a las<br />

personas y a las cosas con escalamiento y en<br />

cuadrilla de malhechores. Mientras se sigue<br />

el juicio, y para lo futuro, hago juramento solemne<br />

de no volver a bailes en que sean necesarios<br />

la agilidad en la carrera y profundos<br />

conocimientos de gimnástica.<br />

De Revista de la Universidad de Antioquia,<br />

Nº 203, enero - marzo 1986.<br />

27


El libro 1605<br />

Manuel Mujica Lainez<br />

29


MANUEL MUJICA LAINEZ (1910-1984).<br />

Argentino, de él escribió Jorge Luis Borges: “Escéptico<br />

de casi todas las cosas, no lo fue nunca<br />

de la belleza”. Novelista, cuentista e historiador,<br />

pueden citarse entre sus obras las novelas El unicornio,<br />

El laberinto, Cecil, El escarabajo, Los cisnes,<br />

etc., y colecciones de relatos como Aquí vivieron,<br />

Los ídolos o Misteriosa Buenos Aires. Su extensa<br />

novela Bomarzo dio origen a una hermosa ópera<br />

del también argentino Alberto Ginastera.<br />

30


—¡Un par de pantuflos de terciopelo negro!<br />

El pulpero los alza, como dos grandes escarabajos,<br />

para que el sol destaque su lujo.<br />

Bajo el alero, los cuatro jugadores miran<br />

hacia él. Queda el escribano con el naipe en<br />

alto y exclama:<br />

—Si gano, los compraré.<br />

Y la hija del pulpero, con su voz melindrosa:<br />

—Son dignos del pie del señor escribano.<br />

Éste le guiña un ojo y el juego continúa,<br />

porque el flamenco que hace las veces de banquero<br />

les llama al orden.<br />

—¡Doce varas de tela de Holanda! ¡Dos<br />

sobrecamas guarnecidas, con sus flocaduras!<br />

A la sombra del parral, Lope asienta lo<br />

que le dictan, dibujando la bella letra redonda.<br />

31


Están en el patio de tierra apisonada. A<br />

un lado, en torno de una mesa que resguarda<br />

el alerillo, cuatro hombres —el molinero<br />

flamenco, el escribano, un dominico y un<br />

soldado— prueban la suerte al lansquenete,<br />

el juego inventado en Alemania en tiempos<br />

de Carlos Quinto o antes aun, cuando reinaba<br />

su abuelo Maximiliano de Habsburgo,<br />

el juego que las tropas llevaron de un extremo<br />

al otro de los dominios imperiales. Más<br />

acá, cerca de la parra, la hija del pulpero se ha<br />

ubicado en una silla de respaldo, entre dos tinajones.<br />

Es una muchacha que sería bonita<br />

si suprimiera la capa de bermellón y de albayalde<br />

con los cuales pretende realzar su encanto.<br />

Entre tanta pintura ordinaria, brillan<br />

sus ojos húmedos. Viste una falda amplísima,<br />

un verdugado, cuyos pliegues alisa con<br />

las uñas de ribete negro. Sobre el pecho, bajo<br />

la gorguera, tiemblan los vidrios de colores<br />

de una joya falsa. Su padre, arremangado,<br />

sudoroso, trajina en mitad del patio. Un negro<br />

le ayuda a desclavar las barricas y las cajas,<br />

de donde va sacando las mercaderías que<br />

sigilosamente desembarcaron la noche anterior.<br />

Son fardos de contrabando, venidos de<br />

Porto Bello, en el otro extremo de América.<br />

Se los envió Pedro González Refolio, un sevillano.<br />

Buenos Aires contrabandea del gobernador<br />

abajo, pues es la única forma de que<br />

32


subsista el comercio, así que el tendero apenas<br />

recata el tono cuando dicta:<br />

—¡Arcabuces! ¡Siete arcabuces!<br />

El soldado gira hacia él. Se le escapan los<br />

ojos tras las armas de mecha y las horquillas.<br />

Protesta el banquero:<br />

—¡A jugar, señores!<br />

Y baraja los naipes cuyo as de oros se envanece<br />

con el escudo de castilla y de león y el<br />

águila bicéfala.<br />

—¡Una alfombra fina, de tres ruedas!<br />

¡Cuatro sábanas de Ruán!<br />

Lope sigue apuntando en su cuaderno.<br />

Ni el pulpero ni su hija saben escribir, de modo<br />

que el mocito tiene a su cargo la tarea de<br />

cuentas y copias. Se hastía terriblemente. La<br />

muchacha lo advierte; abandona por un momento<br />

el empaque y, con mil artificios de coquetería,<br />

se acerca a él. Le sirve un vaso de<br />

vino:<br />

—Para el escritor.<br />

El escritor suspira y lo bebe de un golpe.<br />

¡Escritor! Eso quisiera ser él y no un escribiente<br />

miserable. La niña le come con los ojos. Se<br />

inclina para recoger el vaso y murmura:<br />

—¿Vendrás esta noche?<br />

El adolescente no tiene tiempo de responder,<br />

pues ya está diciendo el pulpero:<br />

—Aquí terminamos. Una... dos... tres...<br />

cinco varas de raso blanco para casullas...<br />

33


Las ha desplegado mientras las medía<br />

y ahora emerge, más transpirado y feo que<br />

nunca, entre tanta frágil pureza que desborda<br />

sobre las barricas.<br />

—Y esto, ¿qué es?<br />

Levanta en la diestra un libro que se escondía<br />

en lo hondo de la caja. Azárase el mercader:<br />

—¿Cómo diablos se metió esto entre los<br />

géneros?<br />

Lo abre torpemente y como las letras nada<br />

le transmiten, lo lanza por los aires, hacia<br />

los jugadores. El escribano lo caza al vuelo.<br />

Conserva los naipes en una mano y con<br />

la otra lo hojea.<br />

—Es una obra publicada este año. Miren<br />

sus mercedes: Madrid, 1605.<br />

Se impacienta el banquero, a quien acosan<br />

los mosquitos:<br />

—¿Qué se hace aquí? ¿Se lee o se juega?<br />

Por su izquierda, hace cortar al dominico<br />

la baraja.<br />

El fraile toma a su vez el libro (no es mucho<br />

lo que contiene: algo más de trescientas<br />

páginas), y declara, doctoral:<br />

—Acaso sea un peligroso viajero y convenga<br />

someterlo al Santo Oficio.<br />

—Nada de eso —arguye el dueño de la<br />

pulpería—. Luego se meterían en averiguaciones<br />

de cómo llegó a mis manos.<br />

34


Y el soldado: —No puede ser cosa mala,<br />

pues está dedicado al Duque de Béjar.<br />

El escribano se limpia los anteojos y resopla:<br />

—Para mí no hay más duque que el Duque<br />

de Lerma.<br />

Allí se echan todos a discutir. Bastó que<br />

se nombrara al favorito para que la tranquilidad<br />

del patio se rompiera como si en él hubieran<br />

entrado cien avispas. Por instantes el<br />

tono desciende y los personajes atisban a su<br />

alrededor. Es que el pulpero, irritado, ha dicho<br />

que el señor Felipe III es el esclavo del duque<br />

y que ese hombre altivo gobierna España<br />

a su antojo. Sobre las voces distintas, crece<br />

la del molinero:<br />

—¿jugamos? ¿Jugamos, pues?<br />

La niña palmotea desde su silla dura y<br />

aprovecha la confusión para dirigir a Lope<br />

miradas de incendio.<br />

—¡Haya paz, caballeros! —ruega el dominico—.<br />

He estado recorriendo el comienzo<br />

de este libro y no me parece que merezca<br />

tanta alharaca. Es un libro de burlas.<br />

Menea la cabeza el escribano:<br />

—¿A dónde iremos a parar con las sandeces<br />

que agora se estampan? Déme su merced algo<br />

como aquellos libros que leíamos de muchachos<br />

y nos deleitaban. “Las Sergas de Esplandián”...<br />

—“Lisuarte de Grecia”...<br />

—“Palmerín de Oliva”...<br />

35


Los jugadores han quedado en silencio,<br />

pues la evocación repentina les ha devuelto<br />

a su juventud y a las novelas que les hacían<br />

soñar en la España remota, en la quietud de<br />

los caseríos distantes, de los aposentos provincianos<br />

donde, a la luz de la lumbre, los<br />

guerreros fantásticos se aparecían, con una<br />

dama en la grupa del caballo, pronunciando<br />

maravillosos discursos en el estruendo de las<br />

armas de oro.<br />

Sólo el molinero de Flandes, que nunca<br />

ha leído nada insiste con su protesta:<br />

—Si no se juega, me voy.<br />

Sosiéganse los demás.<br />

—Mejor será que lo demos a Lope —resume<br />

el escribano—. A nosotros ya nada nuevo<br />

nos puede atraer, pues hemos sido educados<br />

en el oficio de las buenas letras. Señores,<br />

se pierde la raza. Empieza la época de la estupidez<br />

y de la blandura. ¡Ay, don Duardos de<br />

Bretaña, don Clarisel, don Lisuarte!<br />

El pulpero suelta una carcajada gorda y<br />

alinea los arcabuces bajo la parra.<br />

—¡Otra vuelta de vino de Guadalcanal!<br />

Y el libro, casi desencuadernado por los tirones,<br />

aletea una vez más por el aire, hacia el<br />

muchacho meditabundo que afila su pluma.<br />

Ahora la casa duerme, negra de sombras,<br />

blanca de estrellas infinitas. La muchacha,<br />

cansada de aguardar a su desganado aman-<br />

36


te, cruza el patio de puntillas, hacia su habitación.<br />

Espía por la puerta y le ve, echado de<br />

bruces en el lecho. A la claridad de un velón,<br />

está leyendo el libro, el maldito libro de tapas<br />

color de manteca. Ríe, ensimismado, a mil leguas<br />

de Buenos Aires, del tendero, del olor a<br />

frutas y ajos que inunda la casa.<br />

No lo puede tolerar el orgullo de la hija<br />

del pulpero. Entra y le recrimina por lo bajo,<br />

con bisbiseo afanoso, de miedo de que su padre<br />

la oiga:<br />

—¡Mala entraña! ¿Por qué no has venido?<br />

Lope quiere replicarle, pero tampoco se<br />

atreve a levantar la voz. Sucédese así un diálogo<br />

ahogado, entre la niña cuyos rubores<br />

pugnan por aparecer bajo la máscara de bermellón,<br />

y el mocito que se defiende con el volumen,<br />

como si espantara moscas.<br />

Por fin, ella le quita el libro, con tal fiereza<br />

que deja en sus manos las tapas de pergamino.<br />

Y huye con él apretado contra el seno,<br />

rabiosa, hacia su cuarto.<br />

Allí, frente al espejo, la presencia familiar<br />

de las alhajas groseras, de los botes de<br />

ungüento y de los peines de asta y de concha,<br />

la serena un poco, aunque no aplaca la<br />

fiebre de su desengaño. Comienza a peinarse<br />

el cabello rubio. El libro permanece abandonado<br />

entre las vasijas. Habla sola, haciendo<br />

muecas, apreciando la gracia de sus hoyue-<br />

37


los, de su perfil. Le enrostra al amante ausente<br />

su indiferencia, su desamor. Sus ojos verdes,<br />

que enturbian las lágrimas, se posan sobre<br />

el libro abandonado, y su cólera renace.<br />

Voltea las páginas, nerviosa. Al principio hay<br />

algunas en que las líneas no cubren el total<br />

del folio. Ignora que son versos. Quisiera saber<br />

qué dicen, qué encierran esas misteriosas<br />

letras enemigas, tan atrayentes que su seducción<br />

pudo más que los encantos de los cuales<br />

sólo goza el espejo impasible.<br />

Entonces, con deliberada lentitud, rasga<br />

las hojas al azar, las retuerce, las enrosca<br />

en tirabuzón y las anuda en sus rizos dorados.<br />

Se acuesta, transformada su cabellera<br />

en la de una medusa caricaturesca, entre cuyos<br />

bucles absurdos asoman, aquí y allá, los<br />

arrancados fragmentos de “Don Quijote de<br />

la Mancha”. Y llora.<br />

38<br />

De Misteriosa Buenos Aires. Ed. Sudamericana, 1979.


Verano de 1939<br />

Fragmento de un diario<br />

Anaïs Nin<br />

39


ANAÏS NIN (1903-1977). Hija del célebre compositor<br />

y pianista español Joaquín Nin, nació en<br />

París, pero se la considera norteamericana. Vivió<br />

largas temporadas en su ciudad natal. Cultivó<br />

la danza, y estudió psicoanálisis con Otto<br />

Rank. Ensayista, novelista, cuentista, es autora<br />

además de un extensísimo Diario, escrito prácticamente<br />

a lo largo de toda su vida, que da cabal<br />

cuenta de sus inquietudes, logros y vivencias,<br />

convirtiéndose a la vez en un vasto cuadro de la<br />

vida intelectual y artística de su tiempo.<br />

40


He escrito el cuento sobre Albertine, la<br />

criada que tenía cuando vivía en la casa flotante.<br />

Es un retrato exacto.<br />

El mes de agosto nos fuimos todos de<br />

viaje. Henry se fue a Grecia a pasar una temporada<br />

con los Durrell, yo me fui a Saint-Tropez<br />

con Helba y Gonzalo.<br />

Saint-Tropez era un paraíso con sus numerosas<br />

playas desiertas rodeadas de bosques<br />

de pinos. Una vida tahitiana, todo el<br />

día en traje de baño, cocinando bajo los árboles,<br />

al lado mismo de la playa. De día las<br />

aguas transparentes, de noche la vida animada<br />

de los cafés dispuestos a lo largo del puerto<br />

con música y baile. Mientras tomaba el<br />

desayuno en el café por las mañanas, podía<br />

ver los trabajos de limpieza de los yates que<br />

luego iban a utilizarse durante el día. Un lugar<br />

bello y pacífico. Calor, languidez, mucha<br />

sed, largos paseos en bicicleta. Lozanía y sua-<br />

41


vidad, vivos colores en la ropa de la playa. Las<br />

chicas con el pecho descubierto, sentadas en<br />

coches descapotables, al viento. El placer se<br />

vivía con mucha intensidad, como si todos<br />

supiéramos que aquel sería el último de los<br />

veranos bellos.<br />

Bailes de noche en los cafés del puerto,<br />

o a veces en los bailes pueblerinos, en las esquinas<br />

de las calles, con la banda del pueblo,<br />

bailando con el cartero, el carpintero y el que<br />

arregla las bicicletas. Gonzalo entraba y salía<br />

de los matorrales como un verdadero indio,<br />

con el pelo revuelto, los pies desnudos, los<br />

ojos brillantes como los de un animal; Gonzalo,<br />

subiéndose a los árboles, cocinando en<br />

una hoguera de leña, recordando su infancia<br />

vivida en la naturaleza. Pareció volver a encontrar<br />

su juventud, su inocencia, su integridad.<br />

Helba y él vivieron en una pequeña casa<br />

de campo en las colinas, y yo en una habitación<br />

que alquilé cerca del puerto.<br />

Llegó Winter of Artifice, con una cubierta<br />

completamente azul. Era un día de mucho<br />

calor. Yo iba vestida con mi traje español de<br />

algodón, y llevaba una flor roja en el pecho.<br />

Me senté en el café y los amigos se congregaron<br />

a mi alrededor para mirar el libro.<br />

En los clubes nocturnos hacían cosas como<br />

apagar de repente las luces y anunciar:<br />

“Éste es el cuarto de hora de la pasión. Pue-<br />

42


den besarse, pero que nadie les sorprenda en<br />

el momento de hacerlo”. Las luces volvían a<br />

encenderse de repente, y a muchos les sorprendían.<br />

¡Quince minutos de pasión!<br />

Llegó Jean Carteret y se fue a dormir a<br />

una tienda que instaló en la playa. Nos encontrábamos<br />

en el puerto a la hora de desayunar,<br />

en el bar Sénequièr, donde los croissants<br />

se deshacían en la boca. Jean me hablaba de<br />

sus aventuras en Laponia y me enseñaba fotografías.<br />

Gonzalo y Helba no se levantaron<br />

ningún día antes de la una de la tarde.<br />

Gonzalo me leyó un día en la playa una<br />

descripción de la Exposición de Agricultura<br />

celebrada en Moscú. Jean Carteret me habló<br />

de astrología mientras Gonzalo echaba chispas<br />

de pensar que pudieran creerse tales majaderías.<br />

Cientos de bicicletas recorrían la costa.<br />

El bañero nos invitó a tomar una bouillabaisse<br />

en la playa. Se comprometió a cocinarla<br />

en una olla gigante de hierro en la misma<br />

playa, si nosotros le proporcionábamos<br />

el pescado. Cumplimos con nuestra parte<br />

del trato, y nos sentamos alrededor del fuego<br />

aquella misma noche, y, mientras la bouillabaisse<br />

hervía, nosotros cantamos subidos<br />

en los vapores que olían a ajo y azafrán.<br />

Una vez, mientras estábamos nadando,<br />

las aguas vibraron con un estruendo aterra-<br />

43


dor. Retumbaban los cañones. Los aviones,<br />

sobrevolándonos, empezaron a hacer vuelos<br />

de prueba.<br />

Luego Gonzalo descubrió un lugar cuyo<br />

patrón fabricaba absenta, y empezó a beber<br />

en secreto, lo cual le hizo aún más salvaje y<br />

alocado. La alegría de Saint-Tropez y la vida<br />

infernal de Helba y Gonzalo contrastaban<br />

violentamente. Gonzalo ya no llegaba nunca<br />

a tiempo de gozar del sol y la playa. Helba se<br />

puso enferma y Gonzalo se quedaba encerrado<br />

con ella. Pero, al mismo tiempo, se enfadaba<br />

mucho si me iba a la playa sin ellos. Yo<br />

no sabía que bebía y no podía comprender su<br />

locura. Se puso tan intratable que le amenacé<br />

con irme. Hice mis maletas y me fui a la estación<br />

de autobuses. Perdí el autobús. Regresé<br />

y encontré a Gonzalo sentado delante de<br />

la puerta cerrada de mi habitación, tan abatido<br />

y aplastado que terminamos riendo los<br />

dos, y me confesó que se había dado a la absenta,<br />

la bebida que había enloquecido a muchos<br />

poetas franceses.<br />

Unos pocos días más de alegría, de comer<br />

fruta dulce y jugosa en la playa, de bailes,<br />

de sentarse por las noches en torno a fuegos<br />

campestres, de sentarse en los cafés del<br />

puerto, al atardecer, para contemplar el espectáculo<br />

dufyniano de los barcos de vela y<br />

la gente contenta paseando.<br />

44


Y luego...<br />

LA GUERRA.<br />

Movilización. El dolor de las mujeres.<br />

En una noche desaparecieron todos los<br />

yates y todos los veraneantes. Yo regresé en<br />

un tren lleno de soldados.<br />

De Diario II (1934-1939).<br />

Ed. Bruguera, 1984.<br />

Traducción de Enrique Hegewicz.<br />

45


Yo y el ladrón<br />

Wenceslao Fernández Flórez<br />

47


WENCESLAO FERNÁNDEZ FLÓREZ<br />

(1885-1964). Aunque cultivó con igual fortuna<br />

muy diversas temáticas (desde semblanzas de<br />

su tierra gallega hasta relatos fantásticos), se le<br />

considera ante todo uno de los grandes humoristas<br />

de la literatura española. Algunas obras:<br />

Visiones de neurastenia, El malvado Carabel,<br />

Las siete columnas, El secreto de Barba Azul,<br />

Los que no fuimos a la guerra, etc.<br />

48


Cuando el señor Garamendi se marchó a<br />

veranear, me dijo:<br />

—Hombre, usted que no tiene nada que<br />

hacer, présteme el favor de echar, de cuando<br />

en cuando, un ojo a mi casa.<br />

No es cierto que yo no tenga que hacer,<br />

y el señor Garamendi lo sabe perfectamente;<br />

pero él opina que cuando uno no sale a veranear<br />

y no es por causa de algún gran negocio,<br />

es para dedicarse totalmente al descanso<br />

con la voluptuosa pereza de no buscar los<br />

billetes ni cargar con la familia. Me limité a<br />

preguntar:<br />

—¿Qué entiende usted exactamente por<br />

“echar un ojo”?<br />

—Creo que está bien claro —contestó de<br />

mal humor.<br />

—¿Debo pasearme por las habitaciones de<br />

su casa con un ojo abierto, posando sucesivamente<br />

la mirada en los muebles, en los...?<br />

49


—No. ¡Qué tontería! Quiero decir que<br />

me agradará que pase usted algún día frente<br />

al edificio y vea si siguen cerradas las persianas,<br />

y que le pregunte al portero si hay novedad<br />

y hasta que suba a tantear la puerta.<br />

Usted no sabe nada de estos asuntos; pero en<br />

el mundo hay muchos ladrones, y entre los<br />

ladrones existe una variedad que trabaja especialmente<br />

durante el verano, y es a la que<br />

más temo. Se enteran de cuáles son los pisos<br />

que han quedado sin moradores, y los desvalijan<br />

sin prisas y cómodamente. Algunas veces<br />

se quedan allí dos o tres días viviendo de<br />

lo que encuentran, durmiendo en las magníficas<br />

camas de los señores, eligiendo concienzudamente<br />

lo que vale y lo que no vale la pena<br />

de llevarse. No hay defensa contra ellos.<br />

La primera noticia que se tiene es el desorden<br />

que se advierte en la casa al volver, cuando<br />

ya todo es irremediable y lo robado está mal<br />

vendido o bien oculto.<br />

—Bueno —concedí bostezando—; pues<br />

echaré ese ojo.<br />

La verdad es que no pensaba hacerlo. Garamendi<br />

abusa un poco de mí con sus encomiendas<br />

engorrosas desde que me hizo dos<br />

o tres favores que él recuerda mejor que yo.<br />

Luego..., luego me abruma con sus gabanes,<br />

con sus puros, con sus gafas, con su vientre,<br />

con sus muelas de oro. Cuando descubro un<br />

50


nuevo defecto en él, tengo un placer íntimo.<br />

Entonces le encontré pusilánime. Tener miedo<br />

a los ladrones me pareció la más grotesca<br />

puerilidad. Yo no creo en eso.<br />

Pasaron los días; me recreé en el calorcillo<br />

de Madrid, me senté en algunas terrazas,<br />

recordé mi niñez volviendo a ver las viejas<br />

películas que los “cines” exhiben a bajo<br />

precio en estos meses, y una tarde que estaba<br />

más ocioso y más emperezado que nunca<br />

en mi despacho, pensando vagamente en<br />

que era demasiado ascético al dormir tan sólo<br />

una hora de siesta cuando nada me impedía<br />

dormir dos, y que la Humanidad no me<br />

agradecería jamás este sacrificio, recordé de<br />

repente:<br />

“¡Anda! Pues no he pasado ni una sola<br />

vez ante la casa de Garamandi.”<br />

Y únicamente —lo aseguro— para poder<br />

darle mi palabra de honor de que había atendido<br />

su encargo, aproximé lentamente mi<br />

mano al teléfono y marqué su número.<br />

Oí, medio desmoronado en la butaca, el<br />

ruido del timbre, que sonaba en la desierta<br />

vivienda del veraneante.<br />

—¡Trrrr!... ¡Trrrr!...<br />

Y... nada más.<br />

Una voz apagada, desconocida, llegó por<br />

el hilo:<br />

—¡Diga!<br />

51


—¿Como “diga” —exclamé extrañadísimo—.<br />

¿No es ésa la casa del señor Garamendi?<br />

La voz se hizo atiplada, como la de las<br />

máscaras que disimulan, y clamó con una<br />

alegría que no venía a cuento:<br />

—¡Sí, sí! ¡Es aquí, es aquí! ¿Cómo está<br />

usted?<br />

Me quedé estupefacto.<br />

—Oiga —hablé—: ¿me hace el favor de<br />

decir qué está haciendo...?<br />

Siguió un silencio embarazoso.<br />

—¿No será usted un ladrón?<br />

Nueva pausa.<br />

—Si es usted un ladrón, no me lo niegue<br />

—exigí.<br />

—Bueno —dijo la voz, ya con acento natural,<br />

un poco ronca—. La verdad es que, en<br />

efecto, soy un ladrón.<br />

—¡Pues me ha fastidiado usted, porque<br />

tengo mucha amistad con el señor Garamendi,<br />

y me encargó, al marchar, que vigilase su<br />

casa! A ver ahora qué le digo.<br />

—Puede usted contarle lo que sucede —<br />

insinuó la voz, un poco acobardada.<br />

—¡Bonita idea! —protesté—. ¿Cómo<br />

voy a confesarle que estuvimos dialogando?<br />

Aun si usted no hubiese cometido la idiotez<br />

de contestar...<br />

—Fue un impulso espontáneo —se disculpó—.<br />

Estaba aquí, junto al teléfono; sonó,<br />

52


y maquinalmente me puse al habla. Yo también<br />

tengo teléfono, y la costumbre...<br />

—¡Vaya un conflicto!<br />

—Crea usted que lo siento de veras.<br />

—Claro que si le pido que deje ahí todo<br />

y vaya a entregarse a la Comisaría más<br />

próxima...<br />

—No; no lo haría... ¿Para qué engañarle?<br />

—Al menos, dígame: ¿se lleva usted mucho?<br />

—No hablemos de eso: una porquería.<br />

Perdone si le ofendo; pero ese amigo de usted<br />

no tiene nada que le quite a uno de cuidados.<br />

—¡Hombre, no me diga...! La escribanía<br />

de plata es maciza y valiosa...<br />

—Ya está en el saco, y unas alhajitas y el<br />

puño de oro de un bastón y dos gabanes de<br />

invierno. Nada. No es negocio.<br />

—¿Vio usted una bandejita de plata que<br />

debe de haber en el comedor, con unas flores<br />

en relieve?<br />

—Sí.<br />

—¿Está en el saco?<br />

—No. Las otras, sí; pero ésta tiene apenas<br />

un baño; es de metal blanco.<br />

—Bien; pero no negará que es bonita.<br />

—No vale nada.<br />

—Llévesela usted.<br />

—No quiero.<br />

53


—¡Llévesela usted, idiota! ¿No comprende<br />

que si la deja van a darse cuenta de que no<br />

es de plata? Y... se la he regalado yo. Llévesela.<br />

—En fin...: Por hacerle un favor; pero sólo<br />

me servirá de estorbo.<br />

—¿Ha recorrido ya toda la casa? Yo no<br />

conozco más que el despacho. Creo que está<br />

bien puesta, ¿no?<br />

—¡Psch! Muchas pretensiones; poco gusto.<br />

Debe tratarse de un caballero roñoso.<br />

—Es triste; pero no lo puedo negar. Y<br />

también es cierto que carece de gusto.<br />

—¿Quiere usted creer que tiene dos escupideras<br />

en el salón?<br />

—¡No!<br />

—Como usted lo oye. ¿No ha entrado<br />

nunca en el salón? Pues perdió un espectáculo<br />

divertido. Yo tengo costumbre de visitar<br />

casas bien amuebladas, y le aseguro que ésta<br />

es una calamidad.<br />

—¡Vaya, señor! Siempre me pareció<br />

que Garamendi presumía demasiado. Ahora<br />

que... la alcoba de la señora... de ésa sí que<br />

dicen que es un estuche, ¿verdad? Garamendi<br />

afirma que le costó una fortuna. ¿Cómo<br />

es, cómo es?<br />

—No me fijé en detalles... ¿Quiere que<br />

vuelva?<br />

–¡Oh, por Dios! No vaya usted a creer<br />

que me gusta el cotilleo. Era por... qué sé yo.<br />

54


—Lo que encontré allí fueron pieles bastante<br />

buenas.<br />

—Lo creo. Tiene una capa de renard.<br />

—Está en el saco. Y un gabán de cibelina.<br />

—Sí; eso vale más; pero también es más<br />

llamativo. Lo envidiable es la capa de renard.<br />

—¿Le gustaba a usted?<br />

—Le gustaba a Albertina..., una amiga<br />

mía...; para decirlo de una vez: a mi novia.<br />

Un día vimos a la señora de Garamendi con<br />

su capa, y Albertina no habla de otra cosa.<br />

Creo que me quiere menos, porque piensa<br />

que nunca podré regalarle unas pieles de zorro<br />

como ésas.<br />

—¿Quién sabe? ¡Caramba! No hay que<br />

amilanarse.<br />

—No..., nunca; es bien seguro...<br />

Un silencio.<br />

—Oiga..., señor.<br />

—Dígame.<br />

—Si usted me permite, yo tengo mucho<br />

gusto en ofrecerle esas pieles...<br />

—¡Qué disparate!<br />

—Nada ... Me ha sido usted simpático,<br />

y...<br />

—Pero... ¿cómo voy a consentir...? ¿Va<br />

usted a quedarse sin ellas por...?<br />

—No se preocupe. Yo ya tengo las otras,<br />

y no va a ser uno más pobre...<br />

55


—¡Ea, que no!<br />

—Bien; pues entonces se las ofrezco a Albertina.<br />

Ahora no podrá usted desdeñarlas.<br />

Piense en la alegría que tendrá...<br />

—Sí; eso es cierto...<br />

—¿Adónde se las envío?<br />

Le di mis señas.<br />

—¿Manda usted algo más?<br />

—Nada más. Y muy reconocido. Que<br />

termine “eso” con suerte.<br />

—Gracias, señor...<br />

56<br />

De La nube enjaulada (relatos de humor).<br />

Obras Completas,<br />

V. Ed. Aguilar, 1947.


Un buen empleo<br />

para las ciudades<br />

(Cuadro tercero)<br />

57


Los entusiastas de los baños de mar somos<br />

muchos, y acaso los más frenéticos estábamos<br />

en la playa de Villaboa. Hay en el<br />

mundo Sociedades de cazadores, de pescadores,<br />

de futbolistas, de poetas...; los bañófilos<br />

—por llamarnos así— no nos hemos asociado<br />

nunca, ni tenemos reglamento alguno, ni<br />

nadie nos dio lecciones, ni fijó normas; no<br />

disponemos siquiera de una revista nuestra;<br />

sin embargo, procedemos y pensamos lo mismo<br />

en todas partes. Hombres y mujeres entre<br />

los cuales no hubo la menor relación, que<br />

hablan lenguas diferentes, que no se comunicaron<br />

jamás, se producen con perfecta igualdad<br />

en una playa de la Florida que en la de<br />

Abazzia, que en la de Ostende, que en la de<br />

Sitges, que en la de Biarritz. Lo de menos es<br />

el lugar; lo importante es ser bañista. Muchedumbres<br />

innumerables langudecerían, incapaces<br />

de cualquier trabajo útil, si durante el<br />

estío no fuesen a bañarse al mar.<br />

59


Estábamos muchos sobre la arena de Villaboa,<br />

casi todos llegados de tierra adentro, y<br />

yo creo que el ruido que hacía el tren que nos<br />

llevaba era el de nuestros corazones, poseídos<br />

de jubilosa impaciencia por encontrarse<br />

en la orilla misma del Cantábrico. Habíamos<br />

elegido con escrupuloso cuidado nuestros<br />

bañadores, lo que no es ciertamente muy fácil,<br />

porque en casi todos los países una parte<br />

de las meditaciones y de la cordura de los<br />

gobernantes se refiere a determinar los trajes<br />

con que conviene bañarse, y estas reglas<br />

cambian, y sobre ellas hay que contar también<br />

con la moda, y entre las tentaciones de<br />

la moda viene el gusto de cada cual y plantea,<br />

asimismo, dudas y titubeos. Es posible<br />

elegir diez trajes de calle en diez minutos; pero<br />

el que ha de llevarse en la playa es asunto<br />

mucho más serio y demorado. Pero esto lo<br />

sabe todo hombre y toda mujer de los comprendidos<br />

en la amplísima órbita de la civilización.<br />

Ya he dicho que llegamos al mar. El primer<br />

día conservamos nuestro atuendo corriente,<br />

porque el primer día sólo corren a la<br />

playa los que disponen de un brevísimo plazo<br />

de vacaciones. Miramos al mar desde los<br />

pretiles, y el mar nos miró a nosotros, y no<br />

pasó más. Pero luego nos lanzamos alegremente<br />

uno contra otro.<br />

60


En esto de los baños de mar es preciso<br />

contar con una cosa: hay días en que uno no<br />

tiene gana de meterse en el agua, y hay días<br />

en que el agua no tiene gana de que se metan<br />

en ella. De tres semanas, el mar estuvo<br />

una enfurecido, y llovió en cuatro ocasiones<br />

más. Cuando llueve, todo el mundo se resiste<br />

a mojarse en el baño. Esto es raro, pero exactísimo.<br />

Así, no fue posible disponer más que<br />

de diez días. Ese tiempo nos compensó con<br />

abundancia.<br />

Es probable que hubiese tantas personas<br />

como arena, y todas nos entregábamos a las<br />

delicias del baño, que consistía en lo siguiente:<br />

Los niños hacían castillitos y parapetos,<br />

llevando para aquí la arena que estaba allá,<br />

y para allá la arena que está aquí, chillando<br />

todos como si viesen ahogarse a sus padres,<br />

tan insistente y horriblemente, que hacia alta<br />

mar se rizaba la superficie con el impulso<br />

de las sardinas, los calamares y las merluzas,<br />

que escapaban asustadísimos.<br />

A estos niños les ponían unos sombreros<br />

de paja muy grandes, por la misma razón que<br />

se suele poner un farol encarnado a las zanjas,<br />

para que los viésemos y pudiéramos evitarlos.<br />

Cuando alguno de ellos se acercaba a<br />

la orilla, varias mujeres y algún caballero se<br />

lanzaban a gritar, alarmados, cualquier nombre<br />

terminado en “ito”, y salía corriendo ha-<br />

61


cia la espuma una criada, que colocaba a la<br />

criatura varios metros más hacia el Ecuador.<br />

Las señoras mayores se sentaban bajo los<br />

toldos y charlaban de los mismos asuntos de<br />

que hablan en cualquier parte. Se asustaban<br />

de los saltones, aunque fuesen tan pequeños<br />

como pulgas; en cambio, ellas soltaban pulgas<br />

como saltones, y nadie decía nada. Siempre<br />

tenían el regazo y las manos ocupadas<br />

con prendas y objetos de los hijos que andaban<br />

por allí: la bolsa de la niña, el reloj del niño,<br />

la cartera del padre, y todas cuidaban de<br />

los albornoces.<br />

Los demás nos tumbábamos al sol en<br />

maillot y nos quedábamos aletargados, apenas<br />

con la conciencia precisa para ir adoptando<br />

sucesivamente las posiciones recomendables<br />

para que se tostase la piel. Boca abajo,<br />

nuestra respiración alteraba las arenas; boca<br />

arriba, el sol hacía rojos nuestros párpados,<br />

por transparencia, y cuando los abríamos<br />

el paisaje nos parecía pálido, frío y gris.<br />

De cuando en cuando, lo mismo que aquellos<br />

juramentados tagalos que se apartaban<br />

de los demás fanáticos para hacer locuras, alguien<br />

se alzaba en el tostadero y se lanzaba a<br />

correr, siguiendo la línea de la playa, con los<br />

codos hacia atrás y el pecho hacia adelante.<br />

Otra variante del baño era jugar a la pelota<br />

sobre la arena.<br />

62


Otra, buscar mariscos entre las rocas.<br />

Otra, ponerse unas gafas oscuras.<br />

Pero el agua, lo que se llama el agua, estaba<br />

desierta siempre. Usted podía mirar en<br />

cualquier momento hacia el mar, y nunca había<br />

nadie que se mojase en él más arriba de<br />

los tobillos. Únicamente algunos días entraban,<br />

santiguándose, en el líquido tres o cuatro<br />

mujeres, a las que un médico de pueblo<br />

les había recetado aquello como un sistema<br />

de curación, y que acometían la empresa con<br />

tantas precauciones como si en lugar de detenerse<br />

cuando el agua les llegaba a las corvas<br />

hubieran de seguir caminando por el Océano<br />

hasta llegar a las Azores. También se arriesgó<br />

un día el campeón de natación de no sé qué<br />

ciudad castellana, y las diferencias que comprobó<br />

entre el mar y la piscina de agua tibia<br />

del club le impresionaron tanto, que se agarró<br />

al bañero como un pulpo, y en poco estuvo<br />

que no muriesen los dos.<br />

Todos los enamorados de los baños de<br />

mar coincidimos en decir que en nuestros<br />

días el buen gusto impone que los baños de<br />

mar no se tomen precisamente en el mar, sino<br />

en piscinas que se abren junto al mar. Convencidos<br />

de ello, los concejales de Villaboa<br />

mandaron construir rápidamente una piscina<br />

encantadora, y entonces todos fuimos allí<br />

a tomar cocktails, porque el barman era muy<br />

63


ueno. Las muchachas también encontraron<br />

aquello mucho mejor para lucir sus pijamas<br />

de playa.<br />

Gran número de nosotros, los más selectos<br />

y los más entendidos, convinimos en que<br />

nada hay tan molesto, en lo que al mar se refiere,<br />

como bañarse donde hay mucha gente,<br />

ya se trate de una playa natural, ya de una<br />

piscina, y que el ideal del buen bañista que<br />

entiende estos placeres es disponer de una<br />

playita aislada donde pueda nadar a su antojo,<br />

con todo el Atlántico para él, sin mezclarse<br />

con ese gentío gritador, sin vigilantes que<br />

lo amonesten, a solas con la Naturaleza.<br />

Entonces descubrimos una playita recóndita<br />

y desierta, encajonada entre dos<br />

promontorios, tersa, virgen, de declive suave,<br />

bien resguardada, de limpia agua verde,<br />

blanca y azul, bella como escapada de un cromo.<br />

Fuimos a verla en varios botes, y declaramos<br />

que era lo que habíamos soñado para<br />

un buen baño de mar.<br />

Volvimos muchas veces, siempre con un<br />

gramófono y una merienda, y bailamos y nos<br />

divertimos sin necesidad de mojarnos ni la<br />

planta del pie.<br />

De regreso a Madrid, con treinta grados<br />

a la sombra, toda aquella gente fue entrando<br />

en su cuarto de baño, abrió los grifos y se introdujo<br />

en la pila, murmurando:<br />

64


—Ya tenía verdadera ansia de meterme<br />

un buen rato en el agua.<br />

Porque así son en nuestros tiempos los<br />

baños de mar.<br />

De La nube enjaulada.<br />

Obras completas,<br />

V. Ed. Aguilar, 1947.<br />

65


Cuento de escuela<br />

Machado de Assis<br />

67


JOAQUIM MARIA MACHADO DE ASSIS<br />

(1839-1908). Nació y murió en Río de Janeiro,<br />

ciudad de la que salió muy pocas veces. Novelista,<br />

cuentista, poeta, dramaturgo, es considerado<br />

unánimemente uno de los más grandes escritores<br />

del Brasil, dueño de una obra rica en sugestiones,<br />

en la que dibuja con sutil, fina e implacable<br />

ironía la sociedad de su tiempo, y, pudiera<br />

decirse, de todos los tiempos. Fue fundador de<br />

la Academia Brasilera de Letras.<br />

68


La escuela quedaba en la calle de Costa;<br />

una pequeña casa de dos pisos con cerca de<br />

tablas. El año, 1840. Aquel día —un lunes de<br />

mayo— me demoré unos momentos en la<br />

calle de la Princesa, pensando en el mejor sitio<br />

para irme a jugar. Vacilaba entre el cerro<br />

de San Diogo y el campo de Santa Ana, que<br />

no era por entonces el parque de hoy, construcción<br />

de gentlemen, sino un espacio rústico,<br />

más o menos infinito, poblado de lavanderas,<br />

hierba y burros sueltos. ¿Cerro o campo?<br />

He ahí el dilema. De repente me dije a mí<br />

mismo que lo mejor era la escuela. Y hacia la<br />

escuela me enrumbé. Aquí va la razón.<br />

Una semana antes me había escapado<br />

dos veces de clase, y, descubierto el caso, recibí<br />

el pago de manos de mi padre, que me dio<br />

una zurra con una vara de almendro. Las zurras<br />

de mi padre dolían durante mucho tiempo.<br />

Era un antiguo empleado del Arsenal de<br />

69


Guerra, severo e intolerante. Soñaba para mí<br />

una gran plaza en el mundo del comercio, y<br />

tenía ansias de verme en posesión de los conocimientos<br />

apropiados, leer, escribir y hacer<br />

cuentas, para conseguirme un empleo de<br />

dependiente. Me citaba nombres de millonarios<br />

que habían comenzado tras un mostrador.<br />

En suma, fue el recuerdo de aquel último<br />

castigo lo que me hizo elegir el colegio.<br />

No era yo un dechado de virtudes.<br />

Subí con cautela los escalones, para que<br />

el maestro no me oyera, y llegué a tiempo;<br />

él entró al salón tres o cuatro minutos después.<br />

Llegó con su manso andar de costumbre,<br />

en pantuflas de cordobán, con la chaqueta<br />

de lino abierta, pantalones blancos y<br />

el amplio cuello de la camisa desajustado. Se<br />

llamaba Policarpo, y tenía cerca de cincuenta<br />

años, o algo más. Una vez sentado, extrajo<br />

de un bolsillo de la chaqueta la bolsa de<br />

rapé y el pañuelo rojo, y los puso en la gaveta;<br />

después extendió la vista por el salón. Los<br />

niños, que lo habían recibido de pie, volvieron<br />

a sentarse. Todo estaba en orden. La clase<br />

comenzó.<br />

—Señor Pilar, necesito hablar contigo —<br />

me dijo en voz baja el hijo del maestro.<br />

Se llamaba Raimundo, y era suave, aplicado,<br />

tardo de entendederas. Le tomaba dos<br />

horas retener aquello que los otros memori-<br />

70


zaban en treinta o cincuenta minutos; vencía<br />

con el tiempo lo que no podía hacer aprisa<br />

con el cerebro. A esto se unía el gran temor<br />

que su padre le inspiraba. Era un niño delgado,<br />

pálido, de rostro enfermizo; en raras ocasiones<br />

lucía alegre. Llegaba a la escuela después<br />

del padre, y se retiraba antes. El maestro<br />

era más severo con él que con nosotros.<br />

—¿Qué quieres?<br />

—Después —respondió él con voz trémula.<br />

Comenzó la clase de redacción. Me cuesta<br />

decir aquí que yo era uno de los más adelantados<br />

de la escuela; pero lo era. No quiero<br />

añadir que también era de los más inteligentes,<br />

por un escrúpulo fácil de entender y<br />

de excelente efecto literario, pero no es otra<br />

mi convicción. Nótese que no era pálido ni<br />

debilucho: tenía buenos colores y músculos<br />

de hierro. En la clase de redacción, por ejemplo,<br />

acababa siempre primero que los otros,<br />

pero permanecía allí, dibujando narices en el<br />

papel o en la pizarra, ocupación sin nobleza<br />

o espiritualidad, pero en todo caso ingenua.<br />

Aquel día no fue diferente: en cuanto<br />

terminé, me puse a reproducir la nariz del<br />

maestro, dándole cinco o seis actitudes distintas,<br />

de las cuales recuerdo la interrogativa,<br />

la admirativa, la dubitativa y la meditativa.<br />

No les ponía esos nombres, pobre estu-<br />

71


diante de primeras letras que era; pero, instintivamente,<br />

les daba esas expresiones. Los<br />

demás fueron acabando; no tuve más remedio<br />

que acabar también, entregar la tarea, y<br />

volver a mi lugar.<br />

Con franqueza, me arrepentía de haber<br />

venido. Ahora que estaba preso, ardía por estar<br />

afuera, evocaba el campo y el cerro, pensaba<br />

en otros niños haraganes, Chico Tella,<br />

Américo, Carlos das Escadiñas, la fina flor<br />

del barrio y del género humano. Para colmo<br />

del desespero, vi a través de los ventanales de<br />

la escuela, en el claro azul del cielo, por encima<br />

del Cerro del Livramento, una cometa<br />

de papel, alta y ancha, sujeta a una cuerda<br />

inmensa, que flotaba soberbia en el aire.<br />

Y yo en la escuela, sentado, de piernas juntas,<br />

con el libro de lectura y la gramática en<br />

las rodillas.<br />

—Fui un bobo al venir —dije a Raimundo.<br />

—No digas eso —murmuró él.<br />

Lo miré; estaba más pálido. Recordando<br />

que otra vez había querido pedirme algo, le<br />

pregunté qué era. Raimundo se estremeció<br />

de nuevo, y me pidió que esperara un poco;<br />

era un asunto personal.<br />

—Señor Pilar... —musitó al cabo de unos<br />

minutos.<br />

—¿Ajá?<br />

72


—Tú...<br />

—¿Tú qué?<br />

Clavó los ojos en el padre, y después en<br />

algunos chicos. Uno de ellos, Curvelo, lo observaba<br />

desconfiado, y Raimundo, advirtiéndolo,<br />

me pidió unos minutos más de espera.<br />

Confieso que empezaba a arder de curiosidad.<br />

Miré a Curvelo, y me pareció que estaba<br />

atento; podía ser una simple curiosidad;<br />

pero también podía ser que hubiera algún lío<br />

entre ellos. El tal Curvelo era un tanto endiablado.<br />

Tenía once años, era mayor que nosotros.<br />

¿Qué querría de mí Raimundo? Me mecí<br />

inquieto en el asiento, instándolo en voz<br />

baja a que me dijera de una vez cuál era el<br />

asunto: nadie nos prestaba atención; o bien,<br />

por la tarde...<br />

—Por la tarde no —me interrumpió—.<br />

No puede ser por la tarde.<br />

—Pues entonces ahora...<br />

—Papá está mirando.<br />

Y, en verdad, el maestro nos miraba. Como<br />

era especialmente severo con el hijo, lo<br />

buscaba muchas veces con los ojos, para extremar<br />

su vigilancia. Pero sabíamos burlarla;<br />

metimos la nariz en el libro, y fingimos<br />

leer. Finalmente se cansó y tomó los periódicos<br />

del día, tres o cuatro, que leía siempre<br />

con atención, masticando las ideas y las pa-<br />

73


siones. No olviden que vivíamos los últimos<br />

días de la Regencia, y era grande la agitación<br />

pública. Seguramente Policarpo tenía algún<br />

partido, pero nunca supe cuál. Lo peor que<br />

podía tener, para nosotros, era la palmatoria.<br />

Y bien cerca que estaba, colgada del portal de<br />

la ventana, a la derecha, siniestra y amenazadora.<br />

Bastaba con alzar la mano, descolgarla<br />

y blandirla, con la acostumbrada fuerza, que<br />

no era poca. En todo caso, es posible que algunas<br />

veces las pasiones políticas lo absorbieran<br />

a tal punto que se olvidara de castigarnos.<br />

Aquel día, al menos, me pareció que leía<br />

los periódicos con mucho interés; de cuando<br />

en cuando alzaba los ojos, o aspiraba una pitada<br />

de rapé; pero volvía de inmediato al periódico,<br />

y se enfrascaba en la lectura.<br />

Al cabo de algún tiempo —diez o doce<br />

minutos—, Raimundo introdujo su mano en<br />

el bolsillo del pantalón, y me miró.<br />

—¿Sabes qué tengo aquí?<br />

—No.<br />

—Una moneda de plata que me dio mamá.<br />

—¿Hoy?<br />

—No, hace unos días, cuando cumplí<br />

años.<br />

—¿Plata de verdad?<br />

—De verdad.<br />

La sacó lentamente, y me la mostró desde<br />

lejos. Era una moneda de los tiempos del<br />

74


ey, no recuerdo bien el valor; pero era una<br />

moneda, y de tal calibre que me hizo saltar<br />

la sangre en el corazón. Raimundo clavó en<br />

mí una mirada pálida; después me preguntó<br />

si quería tenerla. Le respondí que se burlaba,<br />

pero él juró que no.<br />

—¿Y te quedas sin nada?<br />

—Después mamá me da otra. Tiene muchas,<br />

que le dejó el abuelo; en una cajita; algunas<br />

son de oro. ¿Quieres ésta?<br />

Mi respuesta fue extender el brazo con<br />

disimulo, tras echar una ojeada a la mesa del<br />

maestro. Raimundo retiró su mano, e hizo<br />

una mueca desvalida que quería ser sonrisa.<br />

Luego me propuso un trato, un intercambio<br />

de favores; él me daría la moneda, yo le explicaría<br />

unos puntos de la lección de sintaxis.<br />

No había logrado retener nada del libro, y temía<br />

la reacción del padre. Y, para concluir su<br />

propuesta, se frotaba la moneda contra las<br />

rodillas...<br />

Experimenté una sensación extraña. No<br />

es que tuviera de la virtud una idea muy formada,<br />

más propia de un hombre que de un<br />

niño; no es tampoco que le hiciera ascos a<br />

una que otra mentira infantil. Ambos sabíamos<br />

engañar al maestro. La novedad estaba<br />

en los términos de la propuesta, en el intercambio<br />

de lección y dinero, compra franca,<br />

directa, esto por aquello; tal fue la causa<br />

75


de la sensación. Me quedé mirándolo, medio<br />

atontado, sin poder decir nada.<br />

Compréndase que el punto aquel de la<br />

lección era difícil, y que Raimundo, no habiéndolo<br />

aprendido, recurría a un medio que<br />

le pareció útil para escapar al castigo paterno.<br />

Si me hubiera pedido de gracia el favor,<br />

lo habría obtenido, como otras veces; pero<br />

se dijera que el recuerdo de esas otras veces,<br />

el miedo de haber agotado mi buena voluntad,<br />

quedándose sin aprender lo que quería<br />

—aunque es posible que yo le hubiera enseñado<br />

mal en alguna ocasión—, fuera la causa<br />

de su propuesta. El pobre diablo contaba<br />

con el favor, pero quería asegurar su eficacia,<br />

y por eso recurría a la moneda que la madre<br />

le había dado, y que él guardaba como una<br />

reliquia o un juguete; siguió frotándola contra<br />

las rodillas, ante mis ojos, como una tentación...<br />

Realmente, era bonita, fina, blanca,<br />

muy blanca; y bien podía ser para mí, que sólo<br />

portaba cobres en el bolsillo, cuando portaba<br />

algo, cobres feos, toscos, mohosos...<br />

No quería recibirla, y me costaba rehusarla.<br />

Miré al maestro, que seguía leyendo,<br />

con tal interés que el rapé le goteaba en las<br />

narices. —Anda, tómala —me decía en un<br />

murmullo el hijo. Y la plata brillaba entre sus<br />

dedos, como si fuera un diamante... La verdad,<br />

si el maestro no viera nada, ¿qué mal ha-<br />

76


ía? Y nada podía ver, porque estaba agarrado<br />

a los periódicos, leyendo con ardor, con<br />

indignación...<br />

—Toma, toma...<br />

Eché un vistazo al salón, y sorprendí una<br />

mirada de Curvelo; le dije a Raimundo que<br />

esperara. Me pareció que el otro nos espiaba,<br />

así que disimulé; pero después de unos segundos<br />

volví a mirarlo, y —¡tanto nos acucia<br />

el deseo!— no observé nada sospechoso.<br />

De modo que cobré ánimos.<br />

—Pásala...<br />

Raimundo, con disimulo, me entregó la<br />

moneda; yo la guardé en el bolsillo del pantalón,<br />

presa de un alborozo que no puedo definir.<br />

Ahí estaba ya la moneda, conmigo, bien<br />

pegada a mi pierna. Restaba prestar el servicio,<br />

enseñar la lección, y no tardé en hacerlo,<br />

ni lo hice mal, al menos conscientemente;<br />

le pasé las explicaciones en un pedazo de<br />

papel, que él recibió con cautela y examinó<br />

con intensa concentración. Se sentía el gran<br />

esfuerzo que le costaba aprender aquella nadería;<br />

pero, mientras lograra escapar al castigo,<br />

todo iría bien.<br />

De repente miré a Curvelo, y me estremecí;<br />

tenía los ojos fijos en nosotros, y sonreía<br />

de un modo más que extraño. Me hice<br />

el desentendido; pero unos momentos después,<br />

al volver a mirarlo, le sorprendí la mis-<br />

77


ma expresión, el mismo gesto, al que se agregaba<br />

que ahora se mecía impaciente sobre el<br />

banco. Le sonreí, y él no me devolvió la sonrisa;<br />

por el contrario, frunció la frente, lo que<br />

le dio un aspecto amenazador. Mi corazón<br />

empezó a latir.<br />

—Hay que tener cuidado —dije a Raimundo.<br />

—Una última cosa —susurró él.<br />

Le hice señas de que callara; pero él insistía,<br />

y la moneda, allá en mi bolsillo, me recordaba<br />

el trato pactado. Le aclaré el problema,<br />

tomando muchas precauciones; después<br />

volví a mirar a Curvelo, que me pareció aún<br />

más inquieto; y su sonrisa, antes sospechosa,<br />

lucía cada vez peor. No es preciso decir<br />

que también yo ardía de inquietud, ansioso<br />

de que la clase terminara; pero ni el reloj andaba<br />

como otras veces, ni el maestro prestaba<br />

atención a la escuela; leía los periódicos,<br />

artículo por artículo, puntuándolos con exclamaciones,<br />

con movimientos de hombros,<br />

con uno o dos golpes sobre la mesa. Y afuera,<br />

en el cielo azul, por encima del cerro, la<br />

misma eterna cometa, oscilando a un lado y<br />

al otro, como si me llamara. Me imaginé allá,<br />

los libros y la pizarra debajo del mango, y la<br />

moneda en el bolsillo del pantalón, aquella<br />

moneda que no estaba dispuesto a dar a nadie,<br />

ni a las buenas ni a las malas; la guarda-<br />

78


ía después en casa, diciéndole a mamá que<br />

la había hallado en la calle. Para no correr el<br />

riesgo de perderla, la palpaba en el bolsillo,<br />

rozándola con los dedos, casi leyendo con el<br />

tacto la inscripción, resistiendo a duras penas<br />

el deseo de mirarla.<br />

—¡Ah¡ ¡Señor Plilar! —gritó el maestro<br />

con voz de trueno.<br />

Me estremecí como si despertara de un<br />

sueño, y me levanté a toda prisa del banco.<br />

Allá estaba el maestro, mirándome, severo el<br />

rostro, los periódicos dispersos sobre la mesa;<br />

y junto a ésta, de pie, Curvelo. Creí adivinarlo<br />

todo.<br />

—¡Venga acá! —gritó el maestro.<br />

Obedecí, y me detuve frente a él. Él me<br />

clavó en la conciencia un par de ojos acerados;<br />

después llamó al hijo. Toda la clase estaba<br />

de pie; nadie leía, nadie hacía el más mínimo<br />

movimiento. Yo, aunque no quitaba los<br />

ojos del maestro, sentía en el aire la curiosidad<br />

y el pavor de todos.<br />

—¿Así pues, recibe usted dinero por enseñar<br />

las lecciones a los otros? —dijo Policarpo.<br />

—Yo...<br />

—¡Deme acá lo moneda que le dio su colega!<br />

—vociferó.<br />

No obedecí de inmediato, pero no logré<br />

negar nada. Temblaba. Policarpo gritó de<br />

79


nuevo que le diera la moneda, y ya no pude<br />

negarme; metí la mano en el bolsillo, muy<br />

despacio, la saqué y la entregué. Él la examinó<br />

por las dos caras, bufando de rabia; después<br />

alzó el brazo y la arrojó a la calle. Y luego<br />

nos dijo una porción de cosas duras; que<br />

tanto el hijo como yo acabábamos de cometer<br />

una acción fea, indigna, baja, una villanía,<br />

y para enmienda y ejemplo íbamos a ser castigados.<br />

Y echó mano a la palmatoria.<br />

—Perdón, señor maestro... —sollocé.<br />

—¡Ningún perdón! ¡Extienda la mano!<br />

¡Vamos! ¡Sinvergüenza! ¡Extiéndala!<br />

—Pero, señor maestro...<br />

—¡No se exponga a algo peor!<br />

Extendí la mano derecha, después la izquierda,<br />

y fui recibiendo los golpes uno tras<br />

otro, hasta completar doce, que me dejaron<br />

las palmas rojas e hinchadas. Llegó el turno<br />

del hijo, y fue la misma cosa; no le perdonó<br />

ni uno; dos, cuatro, ocho, doce palmetazos.<br />

Acabó, nos echó otro sermón. Nos llamó<br />

sinvergüenzas, insolentes, y juró que si repitiéramos<br />

aquello íbamos a recibir tal castigo<br />

que nunca habríamos de olvidarlo. Y exclamaba:<br />

¡Haraganes! ¡Tratantes! ¡Inútiles!<br />

Yo inclinaba la cabeza, humillado. No<br />

osaba mirar a nadie, sentía todos los ojos fijos<br />

en nosotros. Volví a mi puesto, sollozando,<br />

fustigado por los improperios del maes-<br />

80


tro. En el salón flotaba el terror; bien claro estaba<br />

que nadie aquella mañana se atrevería a<br />

hacer un negocio similar. Creo que el propio<br />

Curvelo temblaba de miedo. No me atreví a<br />

mirarlo, pero para mis adentros juré romperle<br />

la cara, a la salida de clase, tan cierto como<br />

dos y tres son cinco.<br />

Tras unos minutos le lancé una mirada;<br />

también él me miraba, pero desvió la cara, y<br />

pienso que palideció. Trató de calmarse y empezó<br />

a leer en voz alta; tenía miedo. Comenzó<br />

a variar de actitud, moviéndose nerviosamente,<br />

rascándose las rodillas, la nariz. Tal<br />

vez hasta se arrepentía de habernos denunciado;<br />

y, en verdad, ¿por qué lo había hecho?<br />

¿Qué daño podía hacerle nuestro trato?<br />

“¡Me la pagas! ¡No te quede duda!” me<br />

decía a mí mismo.<br />

Llegó la hora de salir, y salimos; él iba<br />

adelante, apresurado, y yo no quería pelear<br />

allí mismo, en la calle de Costa, tan cerca del<br />

colegio; mejor sería llegar a la calle ancha de<br />

San Joaquin. Sin embargo, cuando gané la esquina,<br />

ya no lo vi; probablemente se había<br />

escondido en algún pasaje, o alguna tienda;<br />

entré a una botica, espié en otros locales, pregunté<br />

por él a varias personas, nadie me dio<br />

noticia. Aquella tarde no fue a la escuela.<br />

En casa no conté nada, por supuesto.<br />

Mas, para explicar las manos hinchadas, le<br />

81


mentí a mi madre, le dije que no había sabido<br />

la lección. Esa noche me dormí mandando<br />

al diablo a mis dos compañeros, tanto el<br />

de la denuncia como el de la moneda. Y soñé<br />

con la moneda; soñé que al volver a la escuela,<br />

al día siguiente, la había encontrado<br />

en la calle, y la había cogido, sin miedos ni<br />

escrúpulos...<br />

Desperté temprano. El deseo de buscar<br />

la moneda me hizo vestir aprisa. El día estaba<br />

espléndido, un día de mayo, el sol magnífico,<br />

el aire suave, sin contar los pantalones<br />

nuevos que mi madre me dio, amarillos por<br />

cierto. Todo eso, y la moneda... Salí de casa,<br />

como si fuera a subir al trono de Jerusalén.<br />

Apreté el paso para que nadie llegara antes a<br />

la escuela; pero al mismo tiempo marchaba<br />

con cierta precaución, cuidando de no arrugar<br />

los pantalones. ¡Eran tan bonitos! Los<br />

miraba, esquivaba a los transeúntes, las basuras<br />

de la calle...<br />

De repente me topé con un desfile de fusileros;<br />

al frente, el tambor redoblaba. No podía<br />

oír aquello sin emocionarme. Los soldados<br />

marchaban rápidos, acompasados, derecha,<br />

izquierda, al son del redoble; se acercaron,<br />

cruzaron por mi lado, siguieron adelante.<br />

Yo sentí una comezón en los pies, y un fuerte<br />

ímpetu de seguirlos. Ya les dije: el día era lindo,<br />

y además el tambor... Miré a todos lados;<br />

82


finalmente, ni sé cómo pasó, me vi marchando<br />

también al compás del redoble, creo que<br />

canturreando algo: Ratón en la casaca... No<br />

fui a la escuela, seguí detrás de los fusileros,<br />

después me enrumbé por la calle de la Salud,<br />

y acabé la mañana en la playa de Gamboa.<br />

Regresé a casa con los pantalones sucios, sin<br />

moneda en el bolsillo ni resentimiento en el<br />

alma. Y no obstante la moneda era bonita, y<br />

fueron ellos, Raimundo y Curvelo, quienes<br />

me dieron el primer atisbo, uno de la corrupción,<br />

otro de la delación; pero aquel bendito<br />

tambor...<br />

De Cuento de escuela (y 17 cuentos más).<br />

Colección Pluma al Viento,<br />

Editorial Universidad Pontificia Bolivariana.<br />

Traducción de Elkin Obregón S.<br />

83


“Intermezzo”<br />

Camilo José Cela<br />

85


CAMILO JOSÉ CELA (1916-2000). Español,<br />

nacido en Iria Flavia, Galicia, de padre español<br />

y madre inglesa. Novelista, cuentista, periodista,<br />

ensayista. Surgió a la fama literaria con su<br />

primera novela, La familia de Pascual Duarte. Siguieron<br />

a esa obra otras igualmente celebradas,<br />

como Pabellón de reposo, La colmena, Viaje a la Alcarria,<br />

Diccionario secreto, etc. En 1989 recibió el<br />

Premio Nobel de Literatura.<br />

86


Estas líneas que siguen, en realidad, debieron<br />

titularse “Intermezzo bucólico con<br />

un peine de máuser y un cargador del nueve<br />

corto”. La ortodoxia literaria, sin embargo,<br />

aconseja no llevar a los títulos de artículos<br />

tantas palabras como trece; por lo menos,<br />

mientras se pueda evitar. Dése todo por<br />

aclarado.<br />

El viajero, caminando bajo un gris cielo<br />

de tormenta, va descubriendo, como siempre<br />

que anda el campo, la blanca margarita de la<br />

manzanilla, la roja mariposa de la amapola,<br />

el azul corazoncito del guisante de olor.<br />

El viajero ama la flor campesina, aromática<br />

y tímida como un buen recuerdo; ruborosa,<br />

amorosa y cautelosa como el primer<br />

restaño de una fuente recién nacida.<br />

El viajero, caminando las navas, los costanillos,<br />

las parideras, los valles y los montes,<br />

siente crecer en su pecho, muy pegado<br />

87


a su pecho, el tierno aliento de la última esperanza<br />

que se bebe a sorbos, como un veneno<br />

deleitoso, amable y fascinador, igual que<br />

los hondos ojos de una desconocida bellísima<br />

que habla una lengua extraña y que no<br />

se entiende.<br />

El viajero camina los caminos con su amigo<br />

el cura al lado derecho y su amigo el escritor<br />

al lado izquierdo, el mirar perdido donde<br />

quiere perderse, el corazón ausente, los músculos<br />

olvidados como una vieja moneda ya<br />

sin más valor que el profundo, el entrañable<br />

valor del adorno.<br />

Los tres amigos —el cura, el escritor y el<br />

viajero—, fumándose, uno a uno, los tabacos<br />

de la amistad, y comiéndose, jirón a jirón, los<br />

postreros solomillos del alma, marchan, bajo<br />

las nubes que guardan el funesto granizo,<br />

camino del jaral, del robledal, del canchal<br />

donde se tira al blanco sobre un bote de negra<br />

brea, donde se afina la puntería en el desafinado<br />

órgano de la primavera, donde se da<br />

gusto al dedo sin hacer sangre ni de pichón<br />

siquiera, que es el pájaro con cuya sangre se<br />

da, precisamente, gusto al dedo.<br />

Tirar tiros en la paz, con la figura erguida<br />

y confiada, con el ánimo lleno de descanso<br />

y con la seguridad de que el burlón, el picardeado<br />

duendecillo del miedo ni ha de enseñar<br />

la oreja ni ha de meter la pata, ni ha<br />

88


de irse, tampoco, de la lengua, de su mala<br />

lengua, es algo tan hermoso como bañarse<br />

sin tener que guardar la ropa o como probar<br />

suerte en la rifa donde se han comprado todas<br />

las papeletas.<br />

El olor de la pólvora volando, como un<br />

pájaro gordo, como un ave torpona, a ras del<br />

olor del tomillo y de la mejorana, va cobrando<br />

antiguas esencias de nobleza, y la mirada<br />

del hombre que, con un arma de muerte en<br />

la mano, no puede matar, empieza a confundirse<br />

con la mirada de los ángeles flautistas,<br />

de los ángeles pescadores de caña, de los ángeles<br />

de más dulce mirar.<br />

Retumba por el cielo abajo el bronco son<br />

de la tormenta, y las gruesas, las cálidas gotas<br />

de la nube negra caen, como cerezas maduras,<br />

sobre el montecillo de jaras y de chaparral<br />

donde el conejo ya se había echado a<br />

temblar.<br />

El viajero, con sus amigos el cura y el escritor,<br />

se guarece bajo el alero aún tierno donde<br />

la última y más imprevista golondrina ya<br />

pegó su nido, y sobre el campo el aguacero<br />

suena como un tambor a rebato, casi sin respirar.<br />

El viajero, que ama el camino por el camino<br />

mismo, escucha, con un silencio casi<br />

religioso, el correr del agua por el aire, del aire<br />

por las ramas de los árboles, y del agua y<br />

89


del aire por su corazón, y piensa, vagamente,<br />

en este sonar del mundo, en este latir que<br />

no cesa, como el rayo del poeta 1 .<br />

El viajero, a la primera clarita, desanda lo<br />

andado, con sus dos amigos, el cura y el escritor,<br />

a la derecha, los dos a un lado y, de los<br />

tres, el cura en medio. El viajero va hablando<br />

con sus amigos de cosas misteriosas, de<br />

la germinación de las semillas, del arte de la<br />

puntería, de la última suerte del arte de novelar.<br />

Al viajero —y a sus amigos también— le<br />

gustan las conversaciones que no tienen ni<br />

principio ni fin, ni pies ni cabeza, las conversaciones<br />

que viven de sí mismas, las largas<br />

peroratas en las que lo hablado, y según como<br />

se habló, queda siempre en medio.<br />

Por el cielo que se llevó la tormenta entra<br />

la noche como un leopardo lleno de precauciones.<br />

90<br />

De Café de artistas y otros cuentos.<br />

Ed. Bruguera, 1980.<br />

1. Alusión al título de un libro de Miguel Hernández. (N.<br />

del E.).


Desde la pecera<br />

91


El escritor, a eso de las diez de la mañana,<br />

se sienta en su pecera de la calle de Alcalá a<br />

ver y a sentir palpitar el pulso, el trajín de la<br />

vieja ciudad con la cara recién lavada.<br />

Tras la luna de la pecera del escritor —esa<br />

luna que, ahora en invierno, deja que el frío<br />

se cuele como una lagartija veloz— la ciudad<br />

se despereza y empieza a vivir. El último<br />

desvencijado carrillo del último trapero<br />

haragán, se cruza con el trolebús resplandeciente<br />

que parece de anuncio. La señora que<br />

vuelve de su misa, el velito a la cabeza y en<br />

el estómago un huequecillo que el desayuno<br />

tapará, camina al lado de la jovencita pizpireta<br />

y bien plantada, pintada de arriba abajo,<br />

que lleva la cabeza poblada de amorosos fantasmas<br />

y el pecho habitado por el pájaro loco<br />

de los deseos inconcretos. El niño zascandil y<br />

pelirrojo, especialista en recados arbitrarios,<br />

adelanta en su caminar al conspicuo señor<br />

93


del bombín que prepara una sutil y compleja<br />

operación de bolsa. El poeta con barba de cinco<br />

días y mirar iluminado, ni ve al petimetre<br />

triunfador, de gomina en el pelo, chaqueta a<br />

tablas y jacarandoso caminar.<br />

Es extraño, proteico, atemorizador, el<br />

mundo de la ciudad, el mundo que divisa el<br />

escritor desde su pecera, desde su atalaya,<br />

desde su alto puesto de vigía de la mañana.<br />

La pecera desde que el escritor contempla<br />

la ciudad es una pecera poblada por un<br />

aliento vivo, bullidor y apresurado. Los peces<br />

del café de la primera hora son peces de<br />

paso, peces oficinistas, peces viajantes, peces<br />

que apuran con avaricia, con voluptuosidad<br />

sus breves horas de aire libre y de conversaciones<br />

en alta voz.<br />

Desde la pecera del casino de enfrente,<br />

una pecera habitada por el aliento, muerto,<br />

extático y silencioso, un inmenso vacío tiene<br />

su siniestro mirar clavado, como el ojo de<br />

un pájaro, sobre el humilde, sobre el franciscano<br />

afán del escritor.<br />

Un pollo de capa negra se contonea en<br />

la cola del autobús. Delante tiene una mujer<br />

triste, enflaquecida, más que flaca, con un<br />

ojo tapado por una cortinilla negra. Detrás<br />

espera un hombre pequeñito, tristón, con cara<br />

de ardor de estómago y de carnet de familia<br />

numerosa. El autobús llega y se traga la<br />

94


cola. Es cosa de un instante. El voraz autobús<br />

se pierde, allá a lo lejos, entre los árboles<br />

ateridos y el fárrago de la ciudad. El escritor,<br />

quizás sin pensar en nada, lo ve marchar.<br />

Los brilladores, los balanceantes automóviles<br />

de la fortuna, adelantan, entre zigzag,<br />

a los honestos taxis desvencijados, desportillados,<br />

asmáticos. El hombre sano y el<br />

hombre enfermo caminan al mismo paso de<br />

andadura. La mujer feliz y la mujer a quien<br />

mantiene la congoja en pie, procuran no tropezar<br />

en la misma abierta y desguarnecida<br />

boca de riego. El niño guapo del abrigo holgado<br />

y el niño feo de la bufandilla, sueñan,<br />

al tiempo, con los mismos legendarios héroes<br />

del oeste. El perro de la vacuna y la medalla<br />

en la exposición canina husmea, casi con<br />

ilusión, al chucho agnóstico, trotamundos y<br />

deslomado que ve la vida como un príncipe<br />

sin corona y sin pan.<br />

Ante los ojos del escritor, por detrás de<br />

la luna de su pecera, el mundo, esa inmensa<br />

serpiente de mil colores, pasa sin entregarse.<br />

Quizás, también, muriéndose por entregarse.<br />

Es la cruel ley de la vida, que ni sabe ni<br />

quiere formularse con claridad.<br />

La ciudad, que ya se ha despertado, quizás<br />

esté ya terminando de desperezarse. La gente,<br />

menos sonámbula, comienza a cobrar confianza<br />

en el nuevo día. La ilusión es algo así como<br />

95


esa bendición que Dios daja caer sobre las cabezas<br />

que ni sospechan son bendecidas.<br />

Las nurses de los niños de lujo vigilan, celosamente,<br />

que los niños de lujo no se diviertan<br />

demasiado. Un viejo de noble facha saca<br />

a pasear, al neblinoso solecillo de noviembre,<br />

un setter con cara de buen cazador. La señorita<br />

de ojos achinados levanta, sin darle una<br />

excesiva importancia, verdaderas oleadas de<br />

admiración y entusiasmo; se ve que ya está<br />

muy acostumbrada. Un hato de turistas mira<br />

para los tejados.<br />

Sí, la ciudad ya está en lo suyo, ya va encontrando<br />

su postura del día que le corresponde.<br />

Todos los días de la semana son distintos<br />

y de distinto color en la vía de la ciudad.<br />

Quizás alguien supiera decir por qué. El<br />

escritor, ¡quién sabe! A lo mejor lo intenta<br />

cualquier mañana.<br />

Las hojas caen empujadas por el viento,<br />

por el frío y por el calendario. Los hombres y<br />

las mujeres trajinan —y caen también— empujados<br />

por una misteriosa fuerza a la que no<br />

pueden substraerse.<br />

El escritor, a eso de las once de la mañana,<br />

se levanta de su pecera de la calle de Alcalá,<br />

de la pecera tras cuya luna se sentó a escuchar<br />

el latido de la ciudad.<br />

El escritor se pone el abrigo y se va. Tiene<br />

que escribir un artículo. Es su oficio. Los<br />

96


hombres que pasan por la calle también tendrán,<br />

probablemente, su diario deber, su cotidiana<br />

obligación.<br />

De Café de artistas y otros cuentos.<br />

Ed. Bruguera, 1980.<br />

97


Los buenos días<br />

Giovanni Francesco Straparola<br />

99


GIOVANNI FRANCESCO STRAPAROLA<br />

(ca. 1480-ca. 1557). Poeta, cuentista, investigador<br />

y recopilador italiano. Fue quizás el primer<br />

escritor de su país en basar sus relatos (entre<br />

ellos el celebérrimo La bella y la bestia) en<br />

temas de la tradición oral. Agrupó muchos de<br />

esos relatos en un vasto volumen, Piacevoli notti,<br />

muy consultado aún por estudiosos del folclore<br />

europeo.<br />

100


En Cesena, en la Romagna, vivía una<br />

vez una viuda muy pobre que se llamaba Lucietta.<br />

Tenía un único hijo que era tonto y<br />

vago sobre todas las cosas. Todos los días se<br />

quedaba en la cama hasta las doce de la mañana<br />

y se tiraba un rato bostezando y estirándose<br />

antes de decidirse a levantarse.<br />

La mujer estaba muy preocupada porque<br />

siempre había confiado en que su hijo la cuidaría<br />

en su vejez. Para obligarle a que se moviese<br />

e hiciera algo, le decía continuamente:<br />

—Para que tus días sean buenos tienes<br />

que ser trabajador y levantarte temprano,<br />

porque la suerte no se detiene en los vagos,<br />

sino que reparte sus dones a los despiertos.<br />

El simple de Lucilio oía las palabras de su<br />

madre pero no entendía lo que querían decir.<br />

Una mañana se levantó de la cama aún<br />

medio dormido, por no oír lo que su madre le<br />

101


decía, y se fue a la puerta de la ciudad. Allí se<br />

echó en el suelo, a seguir durmiendo, en medio<br />

del camino, donde todos los que entraban<br />

o salían de la ciudad no tenían más remedio<br />

que tropezarse con él.<br />

Justo una noche antes, tres ciudadanos<br />

de Cesena habían ido a desenterrar un tesoro<br />

que habían descubierto. Ya lo habían sacado<br />

y lo estaban transportando a su casa,<br />

cuando se encontraron con Lucilio que acababa<br />

de despertarse y miraba a ver si daba<br />

con los buenos días que le había prometido<br />

su madre.<br />

—Buenos días, amigo —dijo uno de los<br />

tres hombres al pasar junto a él.<br />

—Ya tengo uno —dijo Lucilio divertido.<br />

Al oír estas palabras, el hombre se quedó<br />

aterrorizado y pensó que se referían a él porque<br />

habían descubierto que él era uno de los<br />

que habían desenterrado el tesoro. Ya se sabe<br />

que el que es culpable de algo piensa que<br />

todo y todos se refieren sólo a él.<br />

El segundo individuo fue tan amable como<br />

su compañero y dio también los buenos<br />

días a Lucilio.<br />

—Gracias a Dios, ya son dos —dijo Lucilio.<br />

Y a continuación llegó el tercero, que<br />

también le saludó de igual manera. Rebosante<br />

de alegría, Lucilio se levantó de un salto y<br />

dijo:<br />

102


—Es fantástico, ya tengo los tres que<br />

buscaba. ¡Qué rápido lo he conseguido!<br />

A los tres ciudadanos no se les ocurrió<br />

pensar que Lucilio se refería a los buenos<br />

días. Pensaban que se refería a ellos y a su tesoro,<br />

y temían que fuera a denunciarlos al alcalde.<br />

Se acercaron al muchacho, le contaron<br />

lo que habían encontrado y le ofrecieron una<br />

cuarta parte. Lucilio les dijo que estaba de<br />

acuerdo, cogió su parte y se lo llevó a su madre.<br />

—Madre, la suerte ha venido a mí; hice<br />

lo que me mandasteis y los buenos días se me<br />

han aparecido. Tomad este dinero y comprad<br />

lo que necesitéis.<br />

La madre se alegró mucho de la inesperada<br />

riqueza y advirtió a su hijo que debía seguir<br />

siendo trabajador para poder tener a menudo<br />

buenos días parecidos.<br />

De El libro de los 101 cuentos. Christian Strich<br />

(comp.). Ed. Anaya, Madrid, 1990.<br />

Sin referencia de traducción.<br />

103


Su primer baile<br />

Katherine Mansfield<br />

105


KATHERINE MANSFIELD (1888-1923). Inglesa,<br />

sus relatos y novelas cortas (En la bahía,<br />

Garden Party, Preludio, etc.), leves y a la vez penetrantes,<br />

están poblados, entre otros muchos<br />

méritos, de maravillosas figuras femeninas. Escribió<br />

además un interesantísimo Diario, que<br />

dejó inconcluso su prematura muerte, acaecida<br />

en Fontainebleau, donde se había internado en<br />

un sanatorio para enfermos de tuberculosis.<br />

106


Leila hubiera sido incapaz de decir exactamente<br />

cuándo empezó el baile. Quizá en<br />

rigor su primera pareja ya hubiese sido el coche<br />

de alquiler. Y no importaba que lo hubiese<br />

compartido con las chicas de Sheridan y su<br />

hermano. Se sentó en un rinconcito, un poco<br />

apartada, y el brazo en el que apoyó la mano<br />

se le antojó la manga del smoking de algún<br />

joven desconocido; y así fueron avanzando,<br />

mientras casas, farolas, verjas y árboles pasaban<br />

bailando por la ventanilla.<br />

—¿Es cierto que no has ido nunca a un baile,<br />

Leila? —exclamaron las chicas Sheridan—.<br />

Pero, hija, qué cosa tan sorprendente.<br />

—Nuestro vecino más cercano vivía a<br />

quince millas —replicó gentilmente Leila,<br />

abriendo y cerrando el abanico.<br />

¡Dios mío, qué difícil era ser distinta a<br />

las demás muchachas! Intentó no sonreir demasiado;<br />

no preocuparse. Pero todas las co-<br />

107


sas resultaban tan nuevas y excitantes... Los<br />

nardos de Meg, el largo collar de ámbar de<br />

Jose, la cabecita morena de Maura sobresaliendo<br />

por encima de las pieles blancas como<br />

una flor que brotase en la nieve. E incluso<br />

la impresionó ver a su primo Laurie sacando<br />

el papel de seda que cubría el puño de sus<br />

guantes nuevos. Le hubiera gustado guardar<br />

aquellas tirillas como recuerdo. Laurie se inclinó<br />

hacia delante y apoyó la mano en la rodilla<br />

de Laura.<br />

—Presta atención, hermanita —dijo—.<br />

El tercero y el noveno, como siempre. ¿De<br />

acuerdo?<br />

¡Oh, qué delicia tener un hermano! En su<br />

excitación, Leila sintió que, de haber tenido<br />

tiempo, si no hubiese sido completamente<br />

imposible, no hubiera podido por menos de<br />

llorar por ser hija única y no tener un hermano<br />

que pudiese decirle: “Presta atención, hermanita”;<br />

ni una hermana que le dijese, como<br />

en aquel momento decía Meg a José:<br />

—Nunca te había visto con el pelo tan<br />

bien peinado como esta noche.<br />

Pero, naturalmente, no había tiempo. Ya<br />

habían llegado ante el salón; tenían una hilera<br />

de coches delante y otros muchos detrás.<br />

Toda la carretera se hallaba iluminada por luces<br />

que giraban como abanicos, y por la calzada<br />

cruzaban alegres parejas que parecían<br />

108


flotar por el aire; los zapatitos de raso parecían<br />

perseguirse como pájaros.<br />

—Sígueme a mí, Leila, no te vayas a perder<br />

—dijo Laura.<br />

—Vamos, chicas, tenéis que ser la sensación<br />

del baile —dijo Laurie.<br />

Leila se agarró con dos dedos de la capa<br />

de terciopelo rosado de Laura y, sin saber cómo,<br />

fueron tragadas por el gentío, y entraron<br />

bajo el gran farol dorado, fueron arrastradas<br />

por el pasillo, y finalmente se encontraron<br />

en el cuartito rotulado como “Señoras”. Allí<br />

había tantísima gente que casi no había sitio<br />

para quitarse las cosas; el bullicio era ensordecedor.<br />

Dos largos bancos situados a ambos<br />

lados tenían montones de prendas.<br />

Dos mujeres mayores vistiendo blancos<br />

delantales corrían de un lado a otro cargando<br />

con nuevas ropas. Y todas las mujeres empujaban<br />

hacia delante intentando llegar al pequeño<br />

tocador con un espejo situado a un extremo.<br />

Una grande y trémula lámpara de gas<br />

iluminaba el guardarropía de las señoras. Ya<br />

no podía esperar más; ya estaba bailando. Y<br />

cuando la puerta volvió a abrirse y desde el<br />

gran salón de baile llegó una ráfaga de compases<br />

musicales, hizo una pirueta que casi<br />

llegó hasta el techo.<br />

Muchachas rubias y morenas se daban<br />

los últimos toques al peinado, volviendo a<br />

109


atar lacitos, metiéndose pañuelos por el escote,<br />

alisándose guantes impolutos como marfil.<br />

Y como todas reían a Leila le pareció que<br />

todas eran muy bonitas.<br />

—¿Por qué no existirán horquillas invisibles?<br />

—gritó una voz—. ¡Qué cosa tan curiosa!<br />

Nunca he visto una sola horquilla invisible.<br />

—Ponme un poco de polvos en la espalda.<br />

Gracias, eres un encanto —exclamaba<br />

otra voz más allá.<br />

—Sea como fuere necesito aguja e hilo.<br />

Se me han descosido kilómetros y kilómetros<br />

de volante —se lamentaba una tercera.<br />

Y en seguida:<br />

—Páselo, páselo por favor —. Y la canastilla<br />

con los programas fue pasando de mano<br />

en mano. Una monada de programas, rosados<br />

y plateados, con lapiceros rosas y una<br />

opulenta borla. Los dedos de Leila se estremecieron<br />

al tomar uno de la canastilla. Le<br />

hubiera gustado preguntar a alguien: “¿Yo<br />

también tengo que tomar uno?” pero sólo tuvo<br />

tiempo de leer: “Vals 3. Dos, dos en un bote.<br />

Polka 4. Echando las plumas a volar”, cuando<br />

Meg exclamó:<br />

—¿Estás lista, Leila? —y se fueron abriendo<br />

paso por el pasillo atestado de gente hacia<br />

las grandes puertas dobles del salón de baile.<br />

El baile todavía no había empezado, pe-<br />

110


o la orquesta ya había terminado de afinar<br />

y el bullicio era tan grande que parecía que<br />

cuando empezase a tocar sería imposible oírla.<br />

Leila siguió junto a Meg, mirando por encima<br />

de sus hombros, y tuvo la impresión<br />

de que los banderines de colores que ondeaban<br />

colgados por todo el techo estaban hablando.<br />

Casi se olvidó totalmente de su timidez;<br />

olvidó que, a medio vestirse, se había<br />

sentado en la cama con un zapato puesto y<br />

un pie descalzo y había suplicado a su madre<br />

que telefonease a sus primas y les dijese<br />

que, finalmente, le resultaba imposible ir. Y<br />

aquel anhelo que la había embargado sentada<br />

en la terraza de su remota casa de campo,<br />

escuchando a las lechuzas recién nacidas piar<br />

“buu-buu-buu” a la luz de la luna, se convirtió<br />

en una oleada de alegría tan dulce que se<br />

hacía difícil soportarla sola. Agarró con fuerza<br />

el abanico y, contemplando la pista dorada<br />

y reluciente, las azaleas, los farolillos, la<br />

plataforma situada a un extremo, con la alfombra<br />

roja y las sillas doradas, y la orquesta<br />

situada en una esquina, pensó casi sin aliento:<br />

“Divino, es sencillamente divino”.<br />

Todas las muchachas permanecían agrupadas<br />

a un lado de las puertas, y los jóvenes<br />

al otro, y las damas vestidas de oscuro<br />

sonreían alocadamente y se dirigían con paso<br />

cuidadoso hacia la plataforma, cruzando<br />

111


la pista encerada.<br />

—Ésta es mi primita Leila. Portaos bien<br />

con ella. Y encontradle parejas, está bajo mi<br />

amparo —repitió Meg yendo de una muchacha<br />

a otra.<br />

Y rostros desconocidos le sonrieron,<br />

amistosa, vagamente. Y desconocidas voces<br />

respondieron:<br />

—No te preocupes, querida —. Aunque a<br />

Leila le pareció que las muchachas en realidad<br />

no la veían. Todas miraban hacia los chicos.<br />

¿Por qué no empezaban ellos? ¿A qué esperaban?<br />

Porque ya estaban allí, listos, alisándose<br />

los guantes, llevándose discretamente la<br />

mano al pelo engomado, y sonriendo entre<br />

ellos. Y entonces, inesperadamente, como si<br />

acabasen de decidir en aquel mismo instante<br />

que aquello era precisamente lo que debían<br />

hacer, todos avanzaron deslizándose por el<br />

parqué. Entre las muchachas se produjo un<br />

revoloteo de alegría. Un hombre alto y rubio<br />

se acercó corriendo a Meg, le tomó el programa,<br />

y escribió algo; Meg se lo pasó a Leila:<br />

—¿Puedo presentársela?<br />

Y el muchacho saludó y sonrió. Luego vino<br />

un hombre moreno con un monóculo, y<br />

luego primo Laurie con un amigo, y Laura<br />

con un individuo bajito y pecoso que llevaba<br />

la pajarita torcida. Y más tarde un hombre<br />

bastante mayor —gordo, con una buena cal-<br />

112


va— que le tomó el programa y murmuró:<br />

—¡Déjeme ver, déjeme ver! —y pasó largo<br />

rato comparando su programa, repleto de<br />

nombres escritos en negro, con el de ella. Al<br />

parecer tenía tantas dificultades para encontrar<br />

qué baile podían danzar juntos que Leila<br />

se sintió avergonzada.<br />

—¡Oh, déjelo estar! —dijo, decidida. Pero<br />

en lugar de replicar, el hombrecillo escribió<br />

algo y la volvió a mirar:<br />

—¿Había visto antes esta carita sonriente?<br />

—preguntó amablemente—. ¿Me era conocida<br />

de algún otro baile?<br />

Pero en aquel instante la orquesta empezó<br />

a tocar y el hombrecillo desapareció. Y fue<br />

llevado por aquella gran ola musical que llegó<br />

volando por la pista deslumbrante, disolviendo<br />

los grupos en parejas, separándolos,<br />

haciéndolos girar...<br />

Leila había aprendido a bailar en el internado.<br />

Todos los sábados por la tarde las<br />

internas eran llevadas apresuradamente al<br />

local de la misión, un cobertizo cubierto de<br />

chapas acanaladas, en donde la señorita Eccles<br />

(de Londres) daba sus “selectas” clases.<br />

Pero la diferencia entre aquella sala que olía a<br />

polvo —con lemas bordados en trozos de tela<br />

colgados de las paredes, la pobrecilla mujer<br />

atemorizada con una gorra de terciopelo pardo<br />

y orejeras de conejo que aporreaba el fino<br />

113


piano, y la señorita Eccles retocando los pies<br />

de las chicas con un largo puntero blanco—<br />

y ésta era tan impresionante que Leila estaba<br />

segura de que si no aparecía su pareja y tenía<br />

que quedarse escuchando aquella música<br />

maravillosa y contemplando cómo los otros<br />

evolucionaban, giraban por la pista dorada,<br />

por lo menos moriría, o se desvanecería, o levantaría<br />

los brazos y saldría volando por un<br />

de aquellos oscuros balcones a través de los<br />

cuales se veían las estrellas.<br />

—Creo que éste es el nuestro... —dijo<br />

alguien inclinándose ante ella, sonriente y<br />

ofreciéndole el brazo.<br />

¡Ah, después de todo no tendría que morir!<br />

Una mano la cogía por el talle, y se dejó<br />

flotar como una flor caída del estanque.<br />

—Un parqué estupendo, ¿no le parece?<br />

—susurró una voz junto a su oído.<br />

—Se resbala que es una maravilla —dijo<br />

Leila.<br />

—¡Cómo! —la voz pareció sorprendida.<br />

Leila repitió lo dicho. Y se produjo una pequeña<br />

pausa hasta que la voz respondió: —<br />

¡Oh, sí, tiene razón! —y de nuevo se pusieron<br />

a girar.<br />

Él la llevaba maravillosamente. Ésa era<br />

la gran diferencia entre bailar entre muchachas<br />

o bailar con hombres, decidió Leila. Las<br />

chicas se daban encontronazos y se pisaban<br />

114


los pies; y la que hacía de hombre siempre te<br />

apretaba de un modo insoportable.<br />

Las azaleas ya no eran flores aisladas, sino<br />

banderas rojas y blancas que refulgían al<br />

girar.<br />

—¿Estuvo la semana pasada en el baile<br />

de los Bells? —preguntó ahora la voz. Parecía<br />

cansada. Leila se preguntó si no debía decirle<br />

si quería parar.<br />

—No, éste es mi primer baile —respondió.<br />

Su pareja soltó una risita entrecortada.<br />

—¡Vaya! ¿Quién lo iba a decir? —exclamó.<br />

—Sí, en realidad es el primer baile al que<br />

asisto en mi vida —añadió Leila con fervor.<br />

La aliviaba tanto poder contárselo a alguien—.<br />

Sabe, hasta ahora siempre había vivido<br />

en el campo y...<br />

En aquel momento cesó la música y fueron<br />

a sentarse en dos sillas colocadas junto a<br />

la pared. Leila escondió debajo sus pies calzados<br />

con los zapatitos de rosáceo raso y se<br />

abanicó, mientras contemplaba extasiada las<br />

otras parejas que pasaban y desaparecían por<br />

las puertas giratorias.<br />

—¿Qué tal, Leila? ¿Te diviertes? —preguntó<br />

José, asintiendo con su cabecita rubia.<br />

Laura también pasó y le dirigió un sutilísimo<br />

guiño; Leila se preguntó por un instante<br />

si era realmente bastante mayor para todo<br />

aquello. La verdad es que su pareja no era<br />

115


muy habladora. Tosió ligeramente, volvió a<br />

guardarse el pañuelo, tiró del chaleco, se quitó<br />

un hilo casi invisible de la manga. Pero no<br />

importaba. Casi inmediatamente la orquesta<br />

volvió a tocar otra pieza y su segunda pareja<br />

apareció como por ensalmo.<br />

—No está mal la pista —dijo la nueva<br />

voz. ¿Es que siempre empezaban hablando<br />

de lo mismo? Y luego añadió: —¿Estuvo en<br />

el baile de los Neaves el martes? —Y Leila tuvo<br />

que volver a explicar... Tal vez resultase un<br />

tanto extraño que sus compañeros de baile<br />

no se mostraran más interesados. Y es que,<br />

en verdad, era emocionantísimo. ¡Su primer<br />

baile! No estaba más que al comienzo de todo.<br />

Le parecía que hasta entonces nunca había<br />

conocido lo que era la noche. Hasta aquel<br />

momento todo había sido oscuro, silencioso,<br />

muchas veces bello —ah, sí— pero siempre<br />

un tanto triste. Solemne. Y ahora sabía que<br />

nunca más volvería a ser de aquel modo, todo<br />

se había abierto con brillante esplendor.<br />

—¿Desea tomar un helado? —preguntó<br />

su pareja. Y cruzaron las puertas giratorias,<br />

y siguieron por el pasillo, hasta el buffet. Tenía<br />

las mejillas encendidas y se moría de sed.<br />

Los helados, en sus platitos de cristal, tenían<br />

un aspecto delicioso, ¡oh, y qué fría estaba<br />

la cucharilla escarchada, helada también! Y<br />

cuando regresaron al gran salón aquel hom-<br />

116


ecillo gordo ya estaba esperándola junto a<br />

la puerta. Le volvió a producir cierta impresión<br />

ver lo mayor que era; más bien le hubiera<br />

correspondido hallarse en la plataforma<br />

con los padres. Y cuando Leila le comparó<br />

con los otros jóvenes advirtió que no iba demasiado<br />

aseado. Tenía un chaleco manchado,<br />

le faltaba un botón de un guante, y la<br />

chaqueta parecía sucia de tinta.<br />

—Venga conmigo, jovencita —dijo el<br />

hombrecillo. Casi ni se molestó en agarrarla,<br />

pero se movieron con tanta suavidad que,<br />

más que bailar, parecía que paseasen. Y además<br />

no dijo nada respecto al suelo. —Es su<br />

primer baile, ¿verdad? —murmuró.<br />

—¿Cómo lo ha sabido?<br />

—Ah —dijo el hombrecillo rechoncho—<br />

, gajes de ser viejo —. Y resopló levemente<br />

mientras la empujaba alejándola y pasando<br />

junto a una extraña pareja.<br />

—Figúrese, he estado asistiendo a este tipo<br />

de bailes durante más de treinta años.<br />

—¡Treinta años! —exclamó Leila. ¡Doce<br />

años antes de que ella naciese!<br />

—Cuesta creerlo, ¿eh? —dijo el hombrecillo<br />

con un deje de tristeza. Leila dirigió una<br />

ojeada a su cabeza calva y sintió lástima.<br />

—Me parece maravilloso que continúe<br />

bailando —comentó amablemente.<br />

—Es usted una jovencita muy simpática<br />

—dijo el hombrecillo, apretándola un po-<br />

117


co más y tarareando unos compases del vals<br />

—. Naturalmente—dijo —usted no bailará<br />

tantos años como yo. Ni pensarlo—añadió<br />

el hombrecito rechoncho — mucho antes<br />

estará usted ya sentada ahí en la tarima,<br />

con las mamás, mirando a los otros, vestida<br />

con un elegante traje de terciopelo negro. Y<br />

estos espléndidos brazos se habrán convertido<br />

en bracitos regordetes, y matará el tiempo<br />

con un abanico completamente diferente,<br />

un abanico negro, de hueso —. El hombre<br />

pareció estremecerse—. Y sonreirá como esas<br />

amables señoronas sonríen ahí arriba, señalando<br />

a su hija, y le contará a la anciana señora<br />

que tendrá a su lado cómo un hombre<br />

descarado intentó besar a su hija en el baile<br />

del club. Y sentirá un dolor profundo, ahí en<br />

el corazón —. El hombre la apretó aún con<br />

mayor fuerza, como si realmente sintiese lástima<br />

por su pobrecito corazón —, porque ya<br />

nadie desea besarla. Y comentará lo incómodas<br />

que son estas pistas para pasear por ellas,<br />

además de peligrosas. ¿Verdad, Mademoiselle<br />

Pies Inquietos? —concluyó el hombrecillo<br />

suavemente.<br />

Leila dejó escapar una atolondrada risita,<br />

aunque no tenía ningunas ganas de reír...<br />

¿Era... , podía ser que todo aquello fuese cierto?<br />

Sonaba como una terrible verdad. ¿No<br />

era, después de todo, aquel primer baile el<br />

118


inicio de su último baile? Ante aquello le pareció<br />

que la música cambiaba; ahora sonaba<br />

triste, tristísima; y luego volvió a animarse<br />

con un gran suspiro. ¡Oh, cuán rápidamente<br />

mudaba todo! ¿Por qué no había de durar<br />

siempre la felicidad? Aunque siempre, quizá,<br />

fuese un poco demasiado largo.<br />

—Me gustaría parar un poco —dijo sin<br />

aliento. Y el hombrecillo la llevó hacia la<br />

puerta.<br />

—No —dijo Leila—. No quiero salir, ni<br />

sentarme. Sólo quiero estar un momento parada,<br />

gracias —. Y se recostó contra la pared,<br />

dando golpecitos con el pie, tirando de los<br />

guantes e intentando sonreír. Pero en el fondo<br />

del fondo una chiquilla se cubría la cabeza<br />

con el delantal y empezaba a sollozar. ¿Por<br />

qué le había echado a perder la noche?<br />

—Oiga —dijo el hombrecillo rechoncho—,<br />

supongo que no me habrá tomado en<br />

serio, ¿verdad?<br />

—¿Por qué iba a tomármelo? —respondió<br />

Leila, denegando con su cabecita morena<br />

y mordiéndose el labio inferior...<br />

De nuevo las parejas empezaron a desfilar.<br />

Las puertas giratorias se abrieron y cerraron<br />

a su paso. El director de la orquesta estaba<br />

repartiendo nuevas partituras. Pero Leila<br />

no quería bailar más. Hubiera deseado hallarse<br />

en casa, o sentada en la terraza escuchan-<br />

119


do el “buu-buu-buu” de las lechuzas recién<br />

nacidas. Cuando miró las estrellas a través de<br />

los oscuros ventanales, vio largos rayos como<br />

alas...<br />

Pero ahora comenzó a sonar una tonadilla<br />

dulce, melodiosa, alegre, y un joven de<br />

pelo rizado se inclinó saludándola. Tenía que<br />

bailar, aunque sólo fuese por educación, hasta<br />

que encontrase a Meg. Caminó muy erguida<br />

hasta el centro de la pista; altivamente<br />

colocó la mano sobre la manga de él. Pero<br />

al cabo de un minuto, a la primera vuelta, se<br />

le fueron los pies, como si bailasen solos. Las<br />

luces, las azaleas, los vestidos, las caras sonrosadas,<br />

las sillas tapizadas de peluche, todo<br />

se convirtió en una hermosísima rueda giratoria.<br />

Y cuando su nuevo acompañante hizo<br />

que tropezase con el hombrecillo rechoncho,<br />

éste dijo:<br />

—¡Oh, perdón! —Y Leila le sonrió más<br />

radiante que nunca. Ni siquiera le había reconocido.<br />

120<br />

De El garden party y otros cuentos.<br />

Ed. Seix Barral,S.A., 1985.<br />

Traducción de Francesc Parcerisas.


Bote de motor<br />

Dezsö Kosztolányi<br />

121


DEZSÖ KOSZTOLÁNYI (1885-1936). Narrador,<br />

poeta, traductor, ensayista, periodista.<br />

Muchos críticos lo consideran, al lado de Sándor<br />

Marai, el mayor escritor húngaro de su tiempo.<br />

Fue fundador de la prestigiosa revista Nyugat.<br />

Entre sus obras más importantes, que apenas<br />

ahora empiezan a llegar al mercado editorial de<br />

habla hispana, pueden mencionarse La cometa<br />

dorada, Alondra, Anna la dulce, etc.<br />

122


No hay en la tierra persona que sea completamente<br />

feliz. No hay y no puede haberla.<br />

Pues sí que hay, y que la puede haber. Por<br />

ejemplo, yo mismo conozco a alguien —cierto<br />

que es la única persona— que es completamente<br />

feliz, quizás la persona más feliz de<br />

la tierra.<br />

Es Berci, Berci Weigl.<br />

Berci Weigl es el único hijo de nuestra lavandera.<br />

Puede decirse que fue creciendo ante mis<br />

ojos. Desde pequeñito venía a la casa todas<br />

las tardes, cuando su madre nos lavaba la ropa.<br />

Era un muchachito pálido e insignificante,<br />

siempre silencioso, como el que guarda algún<br />

secreto y no lo revela ni por todo el oro<br />

del mundo.<br />

Estudiaba más regular que bien, fue pasando<br />

de grado en la escuela superior sin pena<br />

ni gloria. Apenas había llegado al último<br />

123


de bachillerato, cuando lo metieron en el servicio<br />

militar y se lo llevaron al frente.<br />

No fue herido en la guerra, no cayó prisionero,<br />

no se hizo merecedor de ninguna<br />

distinción, sino que llegó a casa sano y salvo<br />

el primer día de la desmovilización.<br />

Enseguida contrajo matrimonio. Se casó<br />

—no se sabe por qué ni cómo— con una señorita<br />

ramplona y simplona que se dedicaba<br />

a arreglar y embellecer manos ajenas.<br />

No hacía más que dar a luz, cada año<br />

traía al mundo un niño. Berci no había cumplido<br />

aún los veinticinco años, y cualquiera<br />

lo hubiera tomado por un adolescente esmirriado<br />

y descolorido, cuando ya era un cabeza<br />

de familia con tres hijos. Con sus estrechos<br />

hombros, andaba un poco jorobado por<br />

los bulevares. ¿Quién hubiera sospechado algo<br />

así de él?<br />

Por suerte pudo pescar un empleo. Se hizo<br />

auxiliar de contador en una fábrica de salami.<br />

Era un empleado muy celoso de su trabajo,<br />

meticuloso y esmerado. En la fábrica no<br />

lo querían demasiado, pero tampoco lo odiaban<br />

demasiado. Como consecuencia de ello,<br />

no lo pusieron en la lista negra, pero tampoco<br />

le subieron el sueldo jamás. Sudaba tinta<br />

de sol a sol a sol por un sueldo, que hasta copiarlo<br />

aquí sería peligroso, pues algunos empleadores<br />

cogerían alas.<br />

124


Vivía con su esposa, sus cuatro hijos —<br />

al año siguiente, junto a los tres hijos varones,<br />

le había nacido una niñita—, su madre,<br />

su suegra y un pariente viejo de su esposa,<br />

un silencioso refugiado de Transilvania, en<br />

una casa en Buda, de dos habitaciones y una<br />

cocina. Si tomamos en cuenta que eran nueve<br />

en total, las dos habitaciones no eran una<br />

exageración.<br />

Eran constantes el llanto de los niños y<br />

las enfermedades infantiles. La señorita manicura<br />

ya hacía tiempo que no curaba las manos<br />

sino las toses de los bebitos.<br />

Que si la lavandera ayudaba a su hijo o si<br />

el hijo ayudaba a la lavandera, es un misterio<br />

que no tengo por cometido aclarar.<br />

La tía Weigl, que siempre había alabado a<br />

Berci, poco a poco comenzó a quejarse de él.<br />

—No es un mal muchacho, en realidad no<br />

se puede decir que lo sea; no bebe, no juega a<br />

las cartas, no fuma; si llega de la oficina, siempre<br />

está en casa; su familia lo es todo para él,<br />

pero, sabe usted, podría tener más inventiva.<br />

Es tan poquita cosa, un cero a la izquierda. Todos<br />

le pasan la mota, hasta los más jóvenes.<br />

Y ahora le ha dado por una locura. Imagínese<br />

usted, se le ha metido en la cabeza que se<br />

va a conseguir un bote de motor.<br />

—¿Quién?<br />

—Pues el Berci.<br />

125


—¿Berci? ¿Para qué quiere un bote de<br />

motor?<br />

—Eso mismo es lo que le pregunto siempre.<br />

Dime, ¿para qué quieres el bote de motor?<br />

¿Para qué rayos necesitas ese maldito bote<br />

de motor? Claro, precisamente es para desarrapados<br />

como nosotros. Pero él se pasa día<br />

y noche rompiéndose la cabeza porque necesita<br />

un bote de motor, sí, un bote de motor.<br />

Precisamente en este mundo miserable, por<br />

favor. Ya mandó a buscar todo tipo de libros.<br />

Se pasa la vida metido en ellos. Tiene a toda<br />

la casa loca con ese condenado bote de motor.<br />

Ilustrísimo señor, hable con él.<br />

Para ser sincero, a mí también me empezó<br />

a picar la curiosidad lo del bote de motor.<br />

A Berci —como ya había mencionado—<br />

lo conocía yo desde hacía mucho tiempo. Lo<br />

trataba de tú, pero no tenía idea de lo que llevaba<br />

por dentro. Apenas había hablado con<br />

él. En realidad ni siquiera había oído su voz.<br />

De vez en cuando acostumbraba a llevarle<br />

los zapatos usados de mi hijito, los pantalones<br />

y camisitas que ya no le servían. Una<br />

noche, después de las nueve, los fui a ver con<br />

ese pretexto.<br />

La familia estaba sentada, todos juntos,<br />

bajo la luz chillona de un bombillo sin pantalla:<br />

la tía Weigl, luego la suegra de Berci, una<br />

gruesa señorona de respetables dimensiones<br />

126


a quien le colgaban de la barbilla y la nariz diferentes<br />

verrugas marrones, grises y negras,<br />

luego la esposa, que estaba cosiendo, luego el<br />

taciturno refugiado de Transilvania.<br />

Ya todos los niños estaban durmiendo.<br />

La niñita en la cuna, dos niñitos abrazaditos<br />

en la cama, el niño mayor en una gaveta.<br />

Berci estaba liando cigarrillos. Delante<br />

de él, sobre papel de periódico, en la mesa,<br />

había como mil cigarrillos con anillos dorados.<br />

En el día el taciturno refugiado de Transilvania<br />

iba vendiéndolos de casa en casa. Así<br />

era como conseguían ciertos ingresos adicionales.<br />

Entonces me puse a observar realmente<br />

a Berci. Se vestía muy pulcra y pobremente,<br />

con un señorío gastado y rígido de empleado<br />

de compañía privada. Se afeitaba bigote<br />

y barba, pero no se le notaba mucho, pues<br />

era lampiño, con un vello tan ralo que la piel<br />

le quedaba siempre lisa, como la de un niño.<br />

Me recibió con una distante cortesía.<br />

Era decididamente reservado, frío. En su<br />

frente se veía la rigidez amenazadora, no de<br />

las malas intenciones, sino de la terquedad.<br />

Con mucho cuidado, habilidad y cautela<br />

traté de acercarme a la peliaguda cuestión: el<br />

bote de motor. Pero en cuanto la iba a rozar,<br />

fue como si hubiera hurgado en un avispero:<br />

estalló la tormenta.<br />

127


—Chifladura —estalló la tía Weigl—, ésa<br />

es su chifladura.<br />

—Eso mismo —dijo la esposa, y enseguida<br />

sacó su pañuelo—. Quiere un bote de<br />

motor ahora, cuando todos estamos pasando<br />

hambre, y los niños, sus pobrecitos hijos,<br />

andan en harapos. Es una verdadera vergüenza,<br />

un espanto.<br />

—Chifladura —hizo eco también la suegra—,<br />

chifladura completa. Hoy por hoy un<br />

bote de motor cuesta por lo menos cinco mil<br />

coronas de oro.<br />

De repente se pusieron a hablar todos al<br />

mismo tiempo, en parte con Berci, en parte<br />

conmigo. Sólo el taciturno refugiado de<br />

Transilvania se quedó tranquilo. Él estaba<br />

arreglando y contando los cigarrillos en silencio.<br />

Berci esperó que el bullicio se acallase un<br />

poco; luego, dignamente, casi ceremoniosamente,<br />

dijo:<br />

—En primer lugar les hago notar modestamente<br />

que todos ustedes están equivocados.<br />

Un bote de motor no cuesta cinco mil<br />

coronas de oro. Por ese dinero se puede comprar<br />

un Bolinder de consumo de petróleo<br />

con encendedor incandescente, o un Evinrude,<br />

marca americana de fama mundial, o un<br />

magnífico Lüsern alemán, es más, incluso un<br />

yate de lujo Oertz de ocho cilindros. Pero, y<br />

128


se los expreso con toda modestia, no tengo<br />

necesidad de nada de eso. Para mí es más que<br />

suficiente un motor de gasolina, de dos cilindros<br />

y cinco o seis caballos de fuerza, para<br />

instalar en un costado del bote. Y este tipo,<br />

como todo el mundo sabe, hoy en día se<br />

consigue en cualquier lugar hasta para pagar<br />

a plazos, durante doce meses.<br />

Vi que el asunto era serio. Más serio de<br />

lo que yo había pensado. Me atrapó sobre todo<br />

con sus conocimientos profesionales sobre<br />

el tema, con lo bien versado que estaba<br />

en la cuestión.<br />

Sacó una lista de precios, me la puso por<br />

delante, y en seguida empezó a dibujar, en el<br />

papel de periódico, sucio de desperdicios de<br />

los cigarrillos, el motor de gasolina de cinco<br />

o seis caballos de fuerza que podía instalarse<br />

en un costado del bote. Mientras hablaba, saboreaba<br />

y la boca se le hacía agua.<br />

Quedé un poco asombrado. De nuevo, y<br />

con mucho tacto, traté de indagar el origen<br />

de esta pasión secreta. Resultó ser que en la<br />

guerra no había servido ni en la marina ni en<br />

la guardia fluvial, que no había tenido ningún<br />

antecesor ni descendiente, por ninguna<br />

rama familiar, que hubiera sido o fuese navegante,<br />

que hasta ahora no había practicado<br />

ningún deporte y que sencillamente anhelaba<br />

todo esto, tan intensamente que no<br />

129


quería y no podía renunciar a ello a ningún<br />

precio.<br />

El conciliábulo que ya en numerosas ocasiones<br />

había discutido y rechazado el asunto,<br />

escuchaba impaciente mis tranquilas preguntas.<br />

A cada momento formaban una nueva<br />

pataleta.<br />

—Es una burrada —gritaba la tía Weigl—.<br />

No vale la pena hablar de ello.<br />

—Eres un burro —lo atacó también su<br />

esposa—. Sí señor, eso mismo eres. Un tremendo<br />

burro.<br />

—Es la propia burrada —asintió la suegra.<br />

Yo —en la medida de mis posibilidades—<br />

trataba de protegerlo del diluvio de insultos, de<br />

calmar el caldeado ambiente, y, volviéndome<br />

hacia Berci, argumenté fríamente, aplicando<br />

el llamado método inductivo de Sócrates.<br />

—Correcto, Berci —le dije—, correcto.<br />

Supongamos que ya te compraste el bote de<br />

motor.<br />

—Cómo que se lo va a comprar, no se va<br />

a comprar nada —protestó indignada la tía<br />

Weigl.<br />

—Solamente lo estamos suponiendo,<br />

querida tía Weigl —le expliqué—. Supongamos<br />

también que ya hubiera pagado el bote<br />

de motor.<br />

—¿Cómo que ya lo pagó? —me interrumpió<br />

la suegra.<br />

130


—No lo ha pagado —le expliqué mis palabras<br />

malentendidas—, solamente supongamos<br />

que ya lo pagó. Es decir, suponiendo,<br />

pero sin que te lo permitan, que ya compraste<br />

y pagaste el bote de motor, ¿Qué vas a hacer<br />

con él, Berci?<br />

—Pues —dijo nervioso y con los ojos bajos—,<br />

conducirlo.<br />

—Correcto. ¿Y dónde lo conducirías?<br />

—En el Danubio —dijo encogiéndose de<br />

hombros—. Allá donde el resto de la gente.<br />

—Muy correcto. ¿Pero con qué fin lo<br />

conducirías? —insistí en medio de la aprobación<br />

curiosa y silenciosa de la familia—.<br />

¿Acaso querrías salvar a los que se están ahogando<br />

o a los que se quieren suicidar? ¿O querrías<br />

utilizarlo para transportar mercancías,<br />

o turistas, o quizás para sentar las bases de<br />

la que luego se convertiría en una floreciente<br />

compañía? ¿O competir en él, para ganar un<br />

campeonato europeo?<br />

—Qué va —dijo Berci con una sonrisa<br />

de disgusto.<br />

—Correcto, Berci, eso está correcto también.<br />

¿Quiere decir que conducirías el bote de<br />

motor sólo para tu esparcimiento, para darte<br />

gusto?<br />

No me respondió la pregunta. Solamente<br />

se levantó y me miró de arriba a abajo.<br />

131


No me preocupé por ello, sino que avanzando<br />

en mis argumentos, deseaba hacerle<br />

saber que ése era un gusto demasiado caro,<br />

y que yo conocía a muchos millonarios, aristócratas<br />

y banqueros que no tenían bote de<br />

motor, es más, no podía creer que hoy en día<br />

un empleado de veintiséis años y cuatro hijos<br />

—aquí o en cualquier lugar del mundo—<br />

tuviera un bote de motor. Me atendió distraído,<br />

y luego solamente objetó, con superioridad<br />

y con profundo convencimiento:<br />

—Pero es maravilloso.<br />

—¿Qué es maravilloso? —me interesé.<br />

—Que alguien tenga un bote de motor.<br />

Aquí fue donde el bullicio llegó al paroxismo.<br />

Todo el mundo gritaba desordenado,<br />

todo el mundo insultaba a Berci a más no<br />

poder. Hasta el taciturno refugiado de Transilvania,<br />

salió de su parsimonia. Con todas<br />

sus fuerzas le dio un golpe a la mesa, se levantó<br />

de un salto y alterado, se puso a darse<br />

paseos de arriba abajo por la habitación, con<br />

las manos a la espalda.<br />

—¿Ve usted? —gritaba con ojos chispeantes<br />

de ira—. Éste no está bien de la cabeza.<br />

Es sencillamente un anormal.<br />

Por tanto, mi intervención no trajo muy<br />

buenos resultados. La tía Weigl, que lavaba todos<br />

los meses nuestra ropa, corroboró mi opinión.<br />

Berci trabajó como una bestia, pasó ne-<br />

132


cesidades, no quería ni ropa, ni diversiones, ni<br />

cine, sólo soñaba con el bote de motor, y nada<br />

ni nadie se lo podía quitar de la mente.<br />

Un año más tarde lo ascendieron a contador.<br />

Y no mucho tiempo después se pudo<br />

comprar con su dinerito ahorrado el motor<br />

de gasolina, de dos cilindros y seis caballos<br />

de fuerza, que se podía instalar en un costado<br />

del bote, “con la garantía de un íntimo amigo”,<br />

a pagar en un plazo de doce meses.<br />

Berci acababa de cumplir los veintiocho<br />

años de edad. Aquí comenzó la felicidad, y<br />

hasta entonces nunca había visto nada parecido.<br />

Porque desde entonces es realmente feliz.<br />

Su rostro está más tranquilo, más abierto,<br />

más gentil, más consciente de su valor, incluso<br />

hasta más inteligente. Constantemente<br />

irradia una alegría del más allá.<br />

Lo que quería lo pudo conseguir pese a<br />

todos los infiernos y las intrigas por los que<br />

pasó. No tiene nada, pero tiene un bote de<br />

motor, un magnífico bote de motor de dos<br />

cilindros y seis caballos de fuerza.<br />

Todos los veranos se pasa un mes de vacaciones<br />

en el Danubio. Atraviesa las olas,<br />

compite con las regatas, le pasa al vapor de<br />

Viena, vuela sobre las crestas crepitantes del<br />

agua, adelante, adelante, solo, porque cuida<br />

mucho su bote de motor, no deja montar a<br />

ningún extraño, ni siquiera a su íntimo ami-<br />

133


go, siempre es él quien lubrica las maravillosas<br />

clavijas de cobre amarillo, siempre es él<br />

quien limpia las divinas válvulas.<br />

Conduce el bote de motor. Qué tonto fui<br />

yo cuando le pregunté que a dónde lo iba a<br />

conducir. Solamente lo conduce. Lo conduce<br />

al infinito de sus anhelos.<br />

Aun en el otoño tardío, en la niebla y la<br />

lluvia, allá está aventurándose en el Danubio<br />

el sábado y todo el domingo, y en cuanto despunta<br />

la primavera, se desliza en los amaneceres,<br />

en las noches, antes y después de sus<br />

horas de oficina. En su bote de motor está un<br />

empleado de compañía privada, gris pero feliz,<br />

muy feliz.<br />

Sus hijos tosen y lloran, él piensa que tiene<br />

un bote de motor. Si ve que las sienes se le<br />

están volviendo plateadas, que está perdiendo<br />

pelo en la coronilla, que su esposa se está<br />

volviendo vieja y fea, que se está amargando,<br />

si en casa lloriquean por problemas del pan<br />

de cada día, si a su madre le duele la cintura<br />

por tanto lavar, si la suegra se soba las verrugas<br />

de diferentes colores, si el taciturno refugiado<br />

de Transilvania se pone a tiranizarlo, y<br />

por la venta de cigarrillos surgen desagradables<br />

discusiones financieras, piensa que tiene<br />

un bote de motor. Si otros lo desprecian y<br />

no lo consideran, si en la fábrica está pegado<br />

al escritorio garrapateando con mangotes de<br />

134


aso, si constantemente le sacan en cara que<br />

él no es nada ni nadie, que ni pincha ni corta<br />

en la sociedad, que es solamente en su oficina<br />

donde puede pinchar y cortar hasta soltar<br />

el bofe, hasta sudar la gota gorda, entonces<br />

piensa que tiene un bote de motor, y aquellos<br />

que lo explotan hasta sacarle el alma, que no<br />

lo toman en cuenta para nada, que lo patean,<br />

ni siquiera tienen bote de motor. Si en el invierno<br />

el Danubio se congela un palmo, y un<br />

metro de nieve cubre la corteza helada, si la<br />

oscuridad cubre hasta los pilares del puente,<br />

de manera que no se puede ver ni el agua, en<br />

la cual es tan maravilloso deambular, él piensa<br />

que nada es eterno, en marzo comenzará<br />

el deshielo, siempre y en todas partes sólo<br />

piensa que él tiene un bote de motor.<br />

Desde hace años observo, contemplo esta<br />

felicidad, que no se reduce, no disminuye,<br />

sino va cada día en aumento. Ni el cumplimiento<br />

de su deseo la aniquiló. Por eso me he<br />

atrevido a exponer mi opinión de que Berci<br />

Weigl es un hombre feliz, quizás el hombre<br />

más feliz de la tierra.<br />

Para la verdadera felicidad no se necesita<br />

mucho: una buena obsesión y un buen bote<br />

de motor.<br />

De La visita y otros cuentos.<br />

Ed. Norma, 1999.<br />

135


Epílogo<br />

Tres sillones de colores<br />

Miguel Gila<br />

137


MIGUEL GILA (1919-2000). Usando su apellido<br />

como nombre artístico, el madrileño Gila<br />

se inició, en 1942, en la revista La Codorniz, que<br />

marcó toda una época del humor español de la<br />

posguerra. Escritor, caricaturista, guionista, actor,<br />

showman, sobresalió en todos esos campos<br />

como uno de los más importantes humoristas<br />

españoles de su tiempo.<br />

138


¡Qué cosas pasan en la vida! La de años<br />

que llevo jugando a la bonoloto, a la lotería, a<br />

la ONCE, haciendo la quiniela, la primitiva,<br />

y nada, nunca he tenido suerte. Pero fíjense<br />

lo que es la vida, cuando menos lo esperaba<br />

se muere un tío de mi mujer que se fue a Estados<br />

Unidos en los años veinte y le deja de<br />

herencia tres millones de dólares. Me ha llegado<br />

la hora de la venganza.<br />

(Marca un número de teléfono). ¿Es la oficina<br />

de archivos y ficheros por orden alfabético?<br />

¿Está don Severo? ¿Le importaría decirle<br />

que se ponga?<br />

¿Don Severo? ¿Cómo está usted? Yo muy<br />

bien. Escuche. ¿A qué hora tengo que estar<br />

mañana en la oficina? A lo mejor voy media<br />

hora antes por si hay algún trabajo extra para<br />

mí. Sí, sí, escuche barrigón: ¿usted se acuerda<br />

de que aquel día que llegué tarde le dije que<br />

había tenido que llevar a mi mujer al médico?<br />

¡Mentira, en la cama, calientito! ¿Y se acuerda<br />

de que una tarde no fui a trabajar porque<br />

le dije que se me había muerto un pariente?<br />

¡Mentira! ¡Al fútbol! Sí, sí, pues ahora le digo<br />

que tururú tururú tururú, que se puede ir<br />

139


usted a archivar monos al Brasil, tío pedorro.<br />

¡El tuyo! (Cuelga).<br />

Las ganas que tenía yo de decirle al barrigón<br />

éste lo que pienso. ¡La vida que me daba!<br />

Todo el día encima de Mí: “¿Ha archivado<br />

usted los presupuestos de Confisa? ¿Ha terminado<br />

usted el informe de Farfosa? Vaya al<br />

despacho de Cifuentes y que le dé el protocolo<br />

de Cortesa”. ¡Y así todo el día, vaya, traiga,<br />

rellene, escriba, haga, copie...! Pues se acabó.<br />

¡Ahora te va a aguantar tu padre, pedorro!<br />

(Marca otro número de teléfono). ¿Matilde?<br />

No sabes lo que acabo de disfrutar. He llamado<br />

a mi oficina y le he dicho a don Severo, como<br />

tu tío te ha dejado de herencia tres millones<br />

de dólares, le he dicho... Perdón, ¿cómo<br />

dices? ¿Qué sillones? O sea, que lo que te ha<br />

dejado de herencia son tres sillones de colores.<br />

Yo había entendido tres millones de dólares.<br />

No, no, nada, te decía que he llamado<br />

a la oficina y le he dicho a don Severo que estoy<br />

muy cansado y me ha dado unos días de<br />

vacaciones. Sí, quédate tranquila. ¡Ah! Escucha,<br />

que yo me voy unos días fuera. No lo sé,<br />

ya te escribiré (y cuelga). ¡Madre de Dios, la<br />

que acabo de armar!<br />

140<br />

De Siempre Gila.<br />

Grupo Santillana de Ediciones, S.A. 2001.

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