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El tiempo, la muerte, la memoria
solida en 1974 con «El almuerzo del solitario», cuando Jara abandona los modelos
ya constituidos de la lengua literaria, las posibilidades del decir poético instauradas
por esa lengua, y se aventura en una exploración muy libre de otras lecturas del
mundo, otros registros del lenguaje, nuevas formas de asumir el trabajo poético, cuyos
puntos de fuga se dibujan desde una distancia irónica frente a la tradición poética
ecuatoriana, a su propia escritura, y particularmente frente al lenguaje. Las
aperturas provocadas por la exploración de la cotidianidad y sus lenguajes, y la intensa
experimentación lingüística y formal –sobre todo en los poemas de la serie
«Oposiciones y contrastes»– desembocarán después en los grandes poemas del tercer
ciclo: sollozo por pedro jara,ln memoriam y Alguien dispone de su muerte. En
ellos, las preguntas sobre el ser y el existir, la cotidianidad y la trascendencia, iluminadas
por el oscuro resplandor de la muerte, son al mismo tiempo preguntas sobre
las palabras y la poesía.
En un poema de 1970 –«El ojo de la muerte»– Jara había escrito: «ese ojo no
ve / ¡pero nos obliga a vemos!» En los poemas de este último ciclo la muerte es la
mirada: es ese ojo que nos mira y es aquello que vemos al miramos. Ante el ojo
ciego de la muerte, el poeta reescribe morosamente su historia personal, los momentos
de exaltación existencial y los pequeños, graves, desastres individuales: el
amor, el erotismo, la poesía, los dones cotidianos, los amigos, las otras muertes. El
«soplo de la palidez» transfigura la experiencia de lo cotidiano que, sin dejar de serlo,
deja traslucir un matiz trascendental, en cierto sentido sagrado.
La poética de Efraín Jara –como buena parte de la poesía moderna– se edifica
sobre una sospecha a la vez trágica e irónica: la de una pérdida de centralidad del
sujeto humano que entraña una discordia radical entre el yo y el mundo. «Quizá el
hombre ya no es el centro, el punto de mira del universo» decía Breton, y Octavio
paz reconoce en la poesía moderna un diálogo incesante e insensato entre un yo
finito y perecedero y la vastedad eterna e infinita del universo. Desde El mundo de
las evidencias, ya lo largo de toda la obra poética de Jara, se despliega un juego de
tensiones entre mundo y conciencia, un diálogo tenso y conflictivo atravesado por
desencuentros y complicidades que no acaba de resolverse jamás. Ante la razón
moderna el mundo se presenta como alteridad y como heterogeneidad: escisión entre
el hombre y el mundo; sucesión heterogénea de los instantes; ruptura entre las
palabras y las cosas. En el origen del conflicto están dos registros temporales imposibles
de conciliar: el tiempo humano finito y fugaz, y la temporalidad eterna del
universo.
A lo largo de su escritura poética, Jara ha tentado múltiples vías de resolución
de ese conflicto: o la mirada analógica que restituye la unidad originaria del ser
en sus infinitas manifestaciones formales como en la «Balada de la hija y las
profundas evidencias», o la ironía que implica admitir su radical escisión, y con ello
asumir a plenitud la soledad como un dato de la condición humana, como en «El almuerzo
del solitario» por ejemplo. La pasión erótica es otra de las vías de media-
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