Piel negra, máscaras blancas - gesamtausgabe
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tranza, cree aún en la sinceridad de los hombres, en su lealtad y supone con gusto que, en todo asunto, sólo el mérito debe triunfar»19. ¿Quién es Mactar? Es un bachiller, contable en las Empresas Fluviales, y se dirige a una pequeña taquimeca, ignorante, pero que posee el valor menos discutido: es casi blanca. Entonces hay que disculparse de la libertad que uno se toma al escribirle una carta: «La gran audacia, la primera quizá que este negro ha osado cometer»20. Disculpas por atreverse a proponer un amor negro a un alma blanca. Esto lo volveremos a encontrar en René Maran: este temor, esta timidez, esta humildad del negro en sus relaciones con la blanca o, en cualquier caso, con una más blanca que él. Al igual que Mayotte Capécia lo admite todo de su señor André, Mactar se hace esclavo de Nini, la mulata. Dispuesto a vender su alma. Pero a este insolente le espera un final de rechazo total. La mulata considera que esta carta es un insulto, un ultraje a su honor de «chica blanca». Ese negro es un imbécil, un bandido, un maleducado al que hay que dar una lección. Y ella se la dará, esa lección; ella le enseñará a ser más decente y menos audaz; ella le hará entender que las «pieles blancas» no son para los «bougnouls»21. En este caso, la sociedad mulata se unirá a su indignación. Se habla de enviar el asunto ante la justicia, de hacer comparecer al negro ante el juzgado de lo penal. «Vamos a escribir al jefe de servicio de Obras Públicas, al gobernador de la Colonia, para señalarle la conducta del negro y obtener su despido como reparación del daño moral que ha cometido»22. Tamaña falta de principio debería ser castigada con la castración. Y en último término se solicitará a la policía que amoneste a Mactar. Porque, si «insiste en sus ! locuras mórbidas, haremos que lo detenga el señor Dru, el inspector de policía a í quienes sus congéneres llaman “el blanco malísimo”»23. Acabamos de ver cómo reacciona una chica de color ante una declaración de amor procedente de uno de sus congéneres. Preguntémonos ahora lo que se produce con el blanco. Volvemos a apelar a Sadji. El muy largo estudio que consagra a las reacciones que provoca el matrimonio de un blanco y una mulata nos servirá de excipiente. Desde hace un tiempo corre un rumor por toda la ciudad de Saint Louis [...] Al principio es un pequeño susurro que va de boca a oreja, que dilata las arrugadas caras 19 Ibid., pp. 281-282. 20 Ibid., p. 281. 21 ibid., p. 287. 22 Ibid., p. 288. 23 Ibid., p. 289. 74
de las viejas sign ora s, que reanima su mirada apagada; después, los jóvenes, abriendo sus grandes ojos blancos y redondeando una boca espesa, se transmiten ardientemente la noticia que suscita los «¡Oh ¡No es posible!», «¿Cómo lo sabes?», «¿Será posible?», «Es encantador...», «Es retorcido...». La noticia que corre desde hace un mes por todo Saint-Louis es agradable, más agradable que todas las promesas del mundo. Co rona un determinado sueño de grandeza, de distinción, que hace que todas las mula tas, las Ninis, las Nanas y las Nenettes vivan fuera de las condiciones naturales de su país. El gran sueño que las obsesiona es ser desposadas por un blanco europeo. Se po dría decir que todos sus esfuerzos tienden a ese objetivo, que casi nunca se consigue. Su necesidad de gesticular, su amor por el desfile ridículo, sus actitudes calculadas, teatrales, repugnantes, son otros tantos efectos de una misma manía de grandeza. Ne cesitan un hombre blanco, todo blanco, y nada más. Casi todas esperan toda su vida esa buena fortuna que es tan improbable. Y en esta espera les sorprende la vejez y les empuja al fondo de los oscuros retiros en los que el sueño se troca finalmente en altiva resignación [...]. Una noticia muy agradable... El señor Darrivey, europeo todo blanco y adjunto de los Servicios Civiles, ha pedido la mano de Dédee, mulata de tinte medio. No es posible24. El día que el blanco declaró su amor a la mulata debió ocurrir algo extraordinario. Hubo ahí reconocimiento, integración en una colectividad que parecía hermética. J^a minusvaloración psicológica, ese sentimiento de inferioridad y su corolario, la imposibilidad de acceder a la limpidez, desaparecieron totalmente. De un día para otro, la mulata pasaba de las filas de los esclavos a la de los amos... Ella se veía reconocida en su comportamiento sobrecompensador. Ya no era aquella que había querido ser blanca, era blanca. Entraba en el mundo blanco. En M agie noire, Paul Morand nos describía un fenómeno semejante, pero ya hemos aprendido a desconfiar de Paul Morand. Desde un punto de vista psicológico puede ser interesante plantear el problema siguiente. La mulata instruida, la estudiante en particular, tiene un comportamiento doblemente equívoco. Ella dice: «Yo no amo al negro porque es salvaje. No salvaje en el sentido caníbal, sino porque carece de finura». Punto de vista abstracto. Y cuando se le objeta que hay negros que pueden ser superiores en ese plano, entonces alega su fealdad. Punto de vista de la facticidad. Ante las pruebas de una verdadera estética negra, ella dice no entenderla; tratamos entonces de revelarle el canon. Los flancos de su nariz palpitan, su respiración se vuelve apnea, «ella es libre de elegir a su marido». Apela, como último recurso, a la subjetividad. Si, como dice Anna Freud, se arrincona al yo amputándolo de todo proceso de defensa, «si se vuelven conscientes las actividades incons 24 Ibid., p. 489. 15
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tranza, cree aún en la sinceridad de los hombres, en su lealtad y supone con gusto<br />
que, en todo asunto, sólo el mérito debe triunfar»19.<br />
¿Quién es Mactar? Es un bachiller, contable en las Empresas Fluviales, y se dirige<br />
a una pequeña taquimeca, ignorante, pero que posee el valor menos discutido: es<br />
casi blanca. Entonces hay que disculparse de la libertad que uno se toma al escribirle<br />
una carta: «La gran audacia, la primera quizá que este negro ha osado cometer»20.<br />
Disculpas por atreverse a proponer un amor negro a un alma blanca. Esto lo volveremos<br />
a encontrar en René Maran: este temor, esta timidez, esta humildad del negro<br />
en sus relaciones con la blanca o, en cualquier caso, con una más blanca que él.<br />
Al igual que Mayotte Capécia lo admite todo de su señor André, Mactar se hace esclavo<br />
de Nini, la mulata. Dispuesto a vender su alma. Pero a este insolente le espera<br />
un final de rechazo total. La mulata considera que esta carta es un insulto, un ultraje<br />
a su honor de «chica blanca». Ese negro es un imbécil, un bandido, un maleducado<br />
al que hay que dar una lección. Y ella se la dará, esa lección; ella le enseñará a ser<br />
más decente y menos audaz; ella le hará entender que las «pieles <strong>blancas</strong>» no son<br />
para los «bougnouls»21.<br />
En este caso, la sociedad mulata se unirá a su indignación. Se habla de enviar el<br />
asunto ante la justicia, de hacer comparecer al negro ante el juzgado de lo penal.<br />
«Vamos a escribir al jefe de servicio de Obras Públicas, al gobernador de la Colonia,<br />
para señalarle la conducta del negro y obtener su despido como reparación del<br />
daño moral que ha cometido»22.<br />
Tamaña falta de principio debería ser castigada con la castración. Y en último<br />
término se solicitará a la policía que amoneste a Mactar. Porque, si «insiste en sus !<br />
locuras mórbidas, haremos que lo detenga el señor Dru, el inspector de policía a í<br />
quienes sus congéneres llaman “el blanco malísimo”»23.<br />
Acabamos de ver cómo reacciona una chica de color ante una declaración de<br />
amor procedente de uno de sus congéneres. Preguntémonos ahora lo que se produce<br />
con el blanco. Volvemos a apelar a Sadji. El muy largo estudio que consagra a<br />
las reacciones que provoca el matrimonio de un blanco y una mulata nos servirá de<br />
excipiente.<br />
Desde hace un tiempo corre un rumor por toda la ciudad de Saint Louis [...] Al<br />
principio es un pequeño susurro que va de boca a oreja, que dilata las arrugadas caras<br />
19 Ibid., pp. 281-282.<br />
20 Ibid., p. 281.<br />
21 ibid., p. 287.<br />
22 Ibid., p. 288.<br />
23 Ibid., p. 289.<br />
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