Piel negra, máscaras blancas - gesamtausgabe

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13.05.2013 Views

turado de pavimento desigual, con cantos que ruedan bajo los pies y, encerrados entre todo eso, subiendo y bajando, trescientos o cuatrocientos jóvenes que se abordan, se toman, no, no se toman nunca, se abandonan. —¿Qué tal? —Bien, ¿y tú? —Bien. \ Y así vamos desde hace cincueñta años. Sí, esta ciudad ha fracasado miserablemente. Esta vida también. Se encuentran y hablan. Y si el desembarcado obtiene rápidamente la palabra es porque le están esperando. En primer lugar, en la forma: el menor fallo es atrapado, pulido y, en menos de cuarenta y ocho horas, todo Fort-de-France lo conoce. No se le perdona, al que ostenta una superioridad, que falte a su deber. Si dice, por ejemplo: «no he podido ver en Francia a la policía a caballo», está perdido. Sólo le queda una alternativa: desembarazarse de su parisianismo o morir en la picota. Porque no se olvidará nunca; cuando se case, su mujer sabrá que se ha casado con una historia y sus hijos tendrán una anécdota a la que enfrentarse y vencer. ¿De dónde procede esa alteración de la personalidad? ¿De dónde procede ese nuevo modo de ser? Todo idioma es una forma de pensar, decían Damourette y Pichón. Y el hecho de que el negro que acaba de desembarcar adopte un lenguaje distinto que el de la colectividad que lo vio nacer manifiesta un desajuste, una división. El profesor Westermann, en The African Today, escribe que existe un sentimiento de inferioridad en los negros, que experimentan sobre todo los evolucionados y que se esfuerzan sin descanso en dominarlo. La manera que se emplea para esto, añade, es a menudo ingenua: «Llevar vestimenta europea o el pelo a la última moda, adoptar los objetos que emplea el europeo, sus marcas exteriores de civilización, sembrar el lenguaje indígena de expresiones europeas, usar frases ampulosas al hablar o escribir una lengua europea, todo eso se hace para intentar alcanzar un sentimiento de igualdad con el europeo y su modo de existencia.» Nosotros querríamos, al referirnos a otros trabajos y a nuestras observaciones personales, tratar de mostrar por qué el negro se posiciona de forma característica frente al lenguaje europeo. Recordamos una vez más que las conclusiones a las que llegaremos valen para las Antillas francesas; no obstante, sabemos que estos mismos comportamientos se encuentran en el seno de toda raza que ha sido colonizada. Hemos conocido, y desgraciadamente aún conocemos, a compañeros originarios de Dahomey o del Congo que se dicen antillanos; hemos conocido y conocemos aún a antillanos que se ofenden cuando se les supone senegaleses. Es que el antillano está más «evolucionado» que el negro de África. Traducción: está más cerca del 54

lanco; y esta diferencia existe no solamente en la calle y en el bulevar, sino también en la Administración y el Ejército. Todo antillano que haya hecho su servicio militar en un regimiento de tirailleurs conoce esa sorprendente situación: por un lado, los europeos, antiguos colonos u oriundos, por otro, los tirailleurs. Nos recuerda a cierto día en el que, en plena acción, se plantea aniquilar un nido de ametralladoras. Tres veces fueron enviados los senegaleses y tres veces fueron rechazados. Entonces, uno de ellos pregunta por qué los toubabs no van. En esos momentos, no se sabe ya muy bien quién es quién, toubab o indígena. Sin embargo, para muchos antillanos, esta situación no se experimenta como sorprendente, sino, por el contrario, como del todo normal. ¡Sólo faltaría que se los asimilara a los negros! Los oriundos desprecian a los tirailleurs y el antillano reina sobre toda esta negrada como amo in- cuestionado. En el otro extremo aporto un hecho que, cuanto menos, es cómico: hace poco hablaba con un martinicano que me informó, enojado, de que algunos guadalupeños se hacían pasar por nosotros. Pero, añadía, enseguida uno se da cuenta del error, ellos son mucho más salvajes que nosotros. Traduzcan de nuevo: están más alejados del blanco. Se dice que el negro ama la cháchara; y cuando yo digo «cháchara» veo un grupo de niños jubilosos, lanzando al mundo llamadas inexpresivas y raucas; niños en pleno juego, en la medida en que el juego puede concebirse como iniciación a la vida. El negro ama la cháchara y el camino que conduce a esta nueva proposición no es largo: el negro no es sino un niño. Los psicoanalistas tienen aquí una buena ocasión de gol y el término «oralidad» se lanza enseguida. Pero nosotros tenemos que ir más lejos. El problema del lenguaje es demasiado capital como para aspirar a plantearlo aquí en su integridad. Los notables estudios de Piaget nos han enseñado a distinguir etapas en su aparición, y los de Gelb y Goldstein nos han demostrado que la función del lenguaje se distribuye en estadios, en grados. Aquí es el hombre negro frente a la lengua francesa lo que nos interesa. Queremos entender por qué le gusta tanto al antillano hablar francés. Jean-Paul Sartre, en su Introducción a la A nthologie d e la p oésie n égre et malgache, nos dice que el poeta negro dará la espalda a la lengua francesa, pero eso no es cierto en lo que respecta a los poetas antillanos. En esta cuestión somos de la opinión de Michel Leiris, que, hace poco tiempo, escribía a propósito del criollo: Todavía, en la actualidad, lengua popular que todos conocen más o menos, pero que sólo los iletrados hablan sin combinarla con el francés, de ahora en adelante el criollo pa­ recía abocado a pasar, tarde o temprano, al estadio de supervivencia, a partir del mo­ mento en que la instrucción (por lentos que sean sus progresos, entorpecidos por el nú­ mero demasiado limitado de instalaciones escolares, la penuria en materia de lectura pública y el nivel a menudo demasiado bajo de la vida material) se difundiera de manera lo bastante general en las capas desheredadas de la población. 55

lanco; y esta diferencia existe no solamente en la calle y en el bulevar, sino también<br />

en la Administración y el Ejército. Todo antillano que haya hecho su servicio militar<br />

en un regimiento de tirailleurs conoce esa sorprendente situación: por un lado,<br />

los europeos, antiguos colonos u oriundos, por otro, los tirailleurs. Nos recuerda a<br />

cierto día en el que, en plena acción, se plantea aniquilar un nido de ametralladoras.<br />

Tres veces fueron enviados los senegaleses y tres veces fueron rechazados. Entonces,<br />

uno de ellos pregunta por qué los toubabs no van. En esos momentos, no se sabe ya<br />

muy bien quién es quién, toubab o indígena. Sin embargo, para muchos antillanos,<br />

esta situación no se experimenta como sorprendente, sino, por el contrario, como<br />

del todo normal. ¡Sólo faltaría que se los asimilara a los negros! Los oriundos desprecian<br />

a los tirailleurs y el antillano reina sobre toda esta <strong>negra</strong>da como amo in-<br />

cuestionado. En el otro extremo aporto un hecho que, cuanto menos, es cómico:<br />

hace poco hablaba con un martinicano que me informó, enojado, de que algunos<br />

guadalupeños se hacían pasar por nosotros. Pero, añadía, enseguida uno se da cuenta<br />

del error, ellos son mucho más salvajes que nosotros. Traduzcan de nuevo: están<br />

más alejados del blanco. Se dice que el negro ama la cháchara; y cuando yo digo<br />

«cháchara» veo un grupo de niños jubilosos, lanzando al mundo llamadas inexpresivas<br />

y raucas; niños en pleno juego, en la medida en que el juego puede concebirse<br />

como iniciación a la vida. El negro ama la cháchara y el camino que conduce a esta<br />

nueva proposición no es largo: el negro no es sino un niño. Los psicoanalistas tienen<br />

aquí una buena ocasión de gol y el término «oralidad» se lanza enseguida.<br />

Pero nosotros tenemos que ir más lejos. El problema del lenguaje es demasiado<br />

capital como para aspirar a plantearlo aquí en su integridad. Los notables estudios<br />

de Piaget nos han enseñado a distinguir etapas en su aparición, y los de Gelb<br />

y Goldstein nos han demostrado que la función del lenguaje se distribuye en estadios,<br />

en grados. Aquí es el hombre negro frente a la lengua francesa lo que nos interesa.<br />

Queremos entender por qué le gusta tanto al antillano hablar francés.<br />

Jean-Paul Sartre, en su Introducción a la A nthologie d e la p oésie n égre et malgache,<br />

nos dice que el poeta negro dará la espalda a la lengua francesa, pero eso no es<br />

cierto en lo que respecta a los poetas antillanos. En esta cuestión somos de la opinión<br />

de Michel Leiris, que, hace poco tiempo, escribía a propósito del criollo:<br />

Todavía, en la actualidad, lengua popular que todos conocen más o menos, pero que<br />

sólo los iletrados hablan sin combinarla con el francés, de ahora en adelante el criollo pa­<br />

recía abocado a pasar, tarde o temprano, al estadio de supervivencia, a partir del mo­<br />

mento en que la instrucción (por lentos que sean sus progresos, entorpecidos por el nú­<br />

mero demasiado limitado de instalaciones escolares, la penuria en materia de lectura<br />

pública y el nivel a menudo demasiado bajo de la vida material) se difundiera de manera<br />

lo bastante general en las capas desheredadas de la población.<br />

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