Piel negra, máscaras blancas - gesamtausgabe

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13.05.2013 Views

hombre frente al Ser. Un hombre que posee el lenguaje posee por consecuencia el mundo que expresa e implica ese lenguaje. Se ve a dónde queremos llegar. En la posesión del lenguaje hay una potencia extraordinaria. Paul Valéry lo sabía cuando hacía del lenguaje «el dios extraviado en la carne»1. En una obra en preparación2 nos proponemos estudiar ese fenómeno. Por el momento querríamos mostrar por qué el negro antillano, sea quien sea, tiene siempre que situarse frente al lenguaje. Además, ampliamos el sector de nuestra descripción y, más allá del antillano, apuntamos a todo hombre colonizado. Todo pueblo colonizado, es decir, todo pueblo en cuyo seno ha nacido un complejo de inferioridad debido al entierro de la originalidad cultural local, se posicio- na frente al lenguaje de la nación civilizadora, es decir, de la cultura metropolitana. El colonizado habrá escapado de su sabana en la medida en que haya hecho suyos los valores culturales de la metrópoli. Será más blanco en la medida en que haya rechazado su negrura, su sabana. En el ejército colonial y, muy especialmente, en los regimientos de tirailleurs senegaleses, los oficiales indígenas son ante todo intérpretes. Sirven para transmitir a sus congéneres las órdenes del amo y disfrutan así ellos también de una cierta honorabilidad. Está la ciudad y está el campo. Está la capital y está la provincia. Aparentemente el problema es el mismo. Tomemos a un lionés en París; presumirá de la tranquilidad de su ciudad, de la belleza embriagadora de los muelles del Ródano, del esplendor de las plataneras y tantas otras cosas que alaba la gente que no tiene nada que hacer. Si os lo encontráis a la vuelta de París y, sobre todo, si no conocéis la capital, entonces no se callará un elogio: París-la-ciudad-luz, el Sena, los merenderos, conocer París y morir... El proceso se repite en el caso del martinicano. En primer lugar en su isla: Basse- Pointe, Marigot, Gros-Morne y, allá enfrente, la imponente Fort-de-France. Después, y este es el punto esencial, fuera de su isla. El negro que conoce la metrópoli es un semidiós. Aporto en este sentido un hecho que ha debido sorprender a mis compatriotas. Muchos antillanos, tras una estancia más o menos larga en la metrópoli, vuelven para ser consagrados. Ante ellos, el indígena, el que nunca ha salido de su agujero, el «bitaco», adopta la forma más elocuente de la ambivalencia. El negro que ha vivido algún tiempo en Francia vuelve radicalmente transformado. Para explicarnos genéticamente, diremos que su fenotipo ha sufrido una mutación definitiva, absoluta3. Desde antes de su partida, notamos, en el porte casi aéreo de su cami­ 1 Paul Valéry, C ham es, «La Pythie», 1922. 2 F. Fanón, Le langage et l’agressivité. 3 Con esto queremos decir que los negros que vuelven junto a los suyos dan la impresión de haber culminado un ciclo, de haberse añadido algo que les faltaba. Vuelven, literalmente, henchidos de sí mismos. 50

nar, que fuerzas nuevas se han puesto en movimiento. Cuando se cruza con un amigo o un compañero, ya no es sólo el amplio gesto humeral lo que le anuncia: discretamente nuestro «futuro» se inclina. La voz, habitualmente ronca, deja adivinar un movimiento interno hecho de murmullos. Pues el negro sabe que allá, en Francia, existe una idea de él que lo agarrará en Le Havre o Marsella: «Soy matiniqués, es la pimera vez que vengo a Fancia»; sabe que eso que los poetas llaman «divina ronquera» (escuchen el criollo) no es más que un término medio entre el p etit-n égre y el francés. La burguesía en las Antillas no emplea el criollo excepto para relacionarse con los sirvientes. En el colegio, el joven martinicano aprende a despreciar el dialecto. Se habla de criollismos. Algunas familias prohíben el uso del criollo y las ma- más califican a sus hijos de «tiband.es» cuando lo usan. Mi madre queriendo un hijo memorándum si tu lección de historia no sabes no irás a la misa del domingo con tu traje de los domingos ese niño será la vergüenza de nuestro nombre ese niño será nuestra maldición calla te he dicho que tenías que hablar francés el francés de Francia el francés de los franceses el francés francés4. Sí, tengo que vigilar mi elocución porque se me juzgará un poco a través de ella... Dirán de mí, con mucho desprecio: ni siquiera sabe hablar francés. En un grupo de jóvenes antillanos, el que se expresa bien, el que posee el dominio de la lengua, es excesivamente temido; hay que tener cuidado con él, es un casi blanco. En Francia se dice: hablar como un libro. En la Martinica: hablar como un blanco. El negro que entra en Francia reaccionará contra el mito del martinicano comee- rres. Se apropiará de él y se confrontará verdaderamente con él. Se aplicará no solamente a hacer rodar las erres, sino a rebozarlas. Espiará las más nimias reacciones de los demás, se escuchará hablar y, desconfiando de la lengua, ese órgano desgraciadamente perezoso, se encerrará en su habitación y leerá durante horas, esforzándose en hacerse dicción. Hace poco un compañero nos contaba la siguiente historia. Un martinicano llegado a Le Havre entra en un café. Con un perfecto aplomo, suelta: «¡Camarrrero! Una jaájada de ceveza». Presenciamos aquí una verdadera intoxicación. Preocupa­ 4 Léon-Gontran Damas, «Hoquet», P igm ents N évralgies, París, Présence Africaine, 1972. 51

nar, que fuerzas nuevas se han puesto en movimiento. Cuando se cruza con un amigo<br />

o un compañero, ya no es sólo el amplio gesto humeral lo que le anuncia: discretamente<br />

nuestro «futuro» se inclina. La voz, habitualmente ronca, deja adivinar un<br />

movimiento interno hecho de murmullos. Pues el negro sabe que allá, en Francia,<br />

existe una idea de él que lo agarrará en Le Havre o Marsella: «Soy matiniqués, es la<br />

pimera vez que vengo a Fancia»; sabe que eso que los poetas llaman «divina ronquera»<br />

(escuchen el criollo) no es más que un término medio entre el p etit-n égre y el<br />

francés. La burguesía en las Antillas no emplea el criollo excepto para relacionarse<br />

con los sirvientes. En el colegio, el joven martinicano aprende a despreciar el dialecto.<br />

Se habla de criollismos. Algunas familias prohíben el uso del criollo y las ma-<br />

más califican a sus hijos de «tiband.es» cuando lo usan.<br />

Mi madre queriendo un hijo memorándum<br />

si tu lección de historia no sabes<br />

no irás a la misa del domingo con<br />

tu traje de los domingos<br />

ese niño será la vergüenza de nuestro nombre<br />

ese niño será nuestra maldición<br />

calla te he dicho que tenías que hablar francés<br />

el francés de Francia<br />

el francés de los franceses<br />

el francés francés4.<br />

Sí, tengo que vigilar mi elocución porque se me juzgará un poco a través de<br />

ella... Dirán de mí, con mucho desprecio: ni siquiera sabe hablar francés.<br />

En un grupo de jóvenes antillanos, el que se expresa bien, el que posee el dominio<br />

de la lengua, es excesivamente temido; hay que tener cuidado con él, es un casi blanco.<br />

En Francia se dice: hablar como un libro. En la Martinica: hablar como un blanco.<br />

El negro que entra en Francia reaccionará contra el mito del martinicano comee-<br />

rres. Se apropiará de él y se confrontará verdaderamente con él. Se aplicará no solamente<br />

a hacer rodar las erres, sino a rebozarlas. Espiará las más nimias reacciones<br />

de los demás, se escuchará hablar y, desconfiando de la lengua, ese órgano desgraciadamente<br />

perezoso, se encerrará en su habitación y leerá durante horas, esforzándose<br />

en hacerse dicción.<br />

Hace poco un compañero nos contaba la siguiente historia. Un martinicano llegado<br />

a Le Havre entra en un café. Con un perfecto aplomo, suelta: «¡Camarrrero!<br />

Una jaájada de ceveza». Presenciamos aquí una verdadera intoxicación. Preocupa­<br />

4 Léon-Gontran Damas, «Hoquet», P igm ents N évralgies, París, Présence Africaine, 1972.<br />

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