Piel negra, máscaras blancas - gesamtausgabe

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13.05.2013 Views

momento en el que el inconsciente colectivo más o menos se pierde, o al menos es difícil devolverlo al nivel consciente, el antillano se da cuenta de que vive en el error. ¿Y eso por qué? Simplemente porque, y esto es muy importante, el antillano es conocido como negro pero, por un deslizamiento ético, concibe (inconsciente colectivo) el ser n egro en la medida en la que se es malo, vil, malvado, instintivo. Todo lo que se oponía a esas maneras de ser negro es blanco. Hay que ver ahí el origen de la negrofobia del antillano. En el inconsciente colectivo, negro = feo, pecado, tinieblas, inmoral. Dicho de otra forma: n egro es quien es inmoral. Si en mi vida me comporto como un hombre moral no soy para nada un negro. De ahí, en Martinica, la costumbre de decir de un mal blanco que tiene un alma de negro. El color no es nada, ni siquiera lo veo, yo sólo conozco una cosa, que es la pureza de mi conciencia y la blancura de mi alma. «Yo blanco como nieve», decía el otro. La imposición cultural se ejerce fácilmente en Martinica. El deslizamiento ético no encuentra obstáculos. Pero el verdadero blanco me espera. Me dirá en la primera ocasión que no basta que la intención sea blanca, que hay que cumplir con una totalidad blanca. Será en ese momento, únicamente, cuando tome conciencia de la traición. Concluyamos. Un antillano es blanco por el inconsciente colectivo, por una gran parte de su inconsciente personal y por la casi totalidad de su proceso de individuación. El color de su piel que Jung no menciona, es negro. Todas las incomprensiones proceden de este malentendido. Mientras estaba en Francia, estudiando la carrera de Letras, Césaire «volvió a encontrarse con su cobardía». Supo que era una cobardía, pero no pudo nunca decir por qué. Sentía que era absurda, idiota, yo diría incluso malsana, pero en ninguno de sus escritos se encuentran los mecanismos de esta cobardía. Es que había que reducir a la nada la situación presente y tratar de aprehender lo real con un alma de niño. El negro del tranvía era cómico y feo. Por supuesto, Césaire se divierte. Y es que ese n egro de verdad y él no tenían nada en común. En un círculo de blancos en Francia se presenta un hermoso negro. Si es un círculo de intelectuales estad seguros de que el negro intentará imponerse. Pide que no se preste atención a su piel sino a su potencia intelectual. Hay muchos, en Martinica, que a los veinte o treinta años se ponen a estudiar a Montesquieu o a Claudel con el único fin de citarlos. Por su conocimiento de estos autores, espera que se olvide su negrura. La conciencia moral implica una especie de escisión, una ruptura de la conciencia, con una parte clara que se opone a la parte sombría. Para que haya moral tiene que desaparecer de la conciencia lo negro, lo oscuro, el negro. Por tanto, un negro combate en todo momento su imagen. Si de igual manera estamos de acuerdo con el señor Hesnard y con su concepción científica de la vida moral y si el universo mórbido se comprende a partir de la Falta, de la Culpabilidad, un individuo normal será aquel que se haya descargado 164

de esta culpabilidad, que haya logrado en cualquier caso no sufrirla. Más directamente, todo individuo debe rechazar sus instancias inferiores, sus pulsiones, a cuenta de un genio malo propio de la cultura a la que pertenece (ya hemos visto que es el negro). Esta culpabilidad colectiva la soporta quien se ha convenido en llamar el chivo expiatorio. El chivo expiatorio para la sociedad blanca (basada sobre los mitos: progreso, civilización, liberalismo, educación, luz, delicadeza) será precisamente la fuerza que se opone a la expansión, a la victoria de estos mitos. Esa fuerza brutal, de oposición, la proporciona el negro. En la sociedad antillana, donde los mitos son los mismos que los de la sociedad de Dijon o de Niza, el joven negro, que se identifica con el civilizador, hará del n egro el chivo expiatorio de su vida moral. Yo comprendí a la edad de catorce años el valor de lo que ahora llamo imposición cultural. Tenía un compañero, muerto después, cuyo padre, italiano, se había casado con una martinicana. Ese hombre se había instalado en Fort-de-France desde hacía más de veinte años. Se le consideraba un antillano, pero, por debajo, se recordaba su origen. Pero, en Francia, el italiano, militarmente, no vale nada; un francés vale diez italianos; los italianos no son valientes... Mi compañero había nacido en Martinica y sólo se relacionaba con martinicanos. Un día en que Montgomery hizo temblar al ejército italiano en Bengazi, quise constatar sobre el mapa el avance aliado. Ante la considerable ganancia de terreno, grité con entusiasmo: «¡Q ué os creíais!...» Mi compañero, que no podía ignorar el origen de su padre, se molestó enormemente; por lo demás, yo también. Ambos habíamos sido víctimas de la imposición cultural. Yo estoy convencido que quien haya comprendido ese fenómeno y todas sus consecuencias sabrá exactamente en qué sentido buscar la solución. Escuchad al Rebelde: Sube [...] sube de las profundidades de la tierra [...] la marea negra sube... olas de au­ llidos [...] ciénagas de olores animales [...] la tormenta espumeante de pies desnudos [...] y hormiguean siempre otros, bajando por los senderos de los cerros, trepando por los acan­ tilados escarpados, torrentes obscenos y salvajes crecidas de ríos caóticos, de mares podri­ dos, de océanos convulsos, en la risa de carbón del machete y del mal alcohol [...]. ¿Se ha entendido? Césaire ha descendido. Ha aceptado ver lo que ocurría en el fondo, y ahora puede subir. Está maduro para el alba. Pero no deja al negro abajo. Lo toma sobre sus hombros y lo alza hasta las nubes. Ya, en Cahier d ’un retour au pays natal nos había prevenido. Ha elegido el psiquismo ascensional, por retomar el término de Bachelard53. 53 Gastón Bachelard, Hair et les songes, París, Librairie José Corti, 1943. [ed. cast.: El aire y los sueños, FCE, 2003], 165

de esta culpabilidad, que haya logrado en cualquier caso no sufrirla. Más directamente,<br />

todo individuo debe rechazar sus instancias inferiores, sus pulsiones, a cuenta<br />

de un genio malo propio de la cultura a la que pertenece (ya hemos visto que es el<br />

negro). Esta culpabilidad colectiva la soporta quien se ha convenido en llamar el chivo<br />

expiatorio. El chivo expiatorio para la sociedad blanca (basada sobre los mitos:<br />

progreso, civilización, liberalismo, educación, luz, delicadeza) será precisamente la<br />

fuerza que se opone a la expansión, a la victoria de estos mitos. Esa fuerza brutal, de<br />

oposición, la proporciona el negro.<br />

En la sociedad antillana, donde los mitos son los mismos que los de la sociedad<br />

de Dijon o de Niza, el joven negro, que se identifica con el civilizador, hará del n egro<br />

el chivo expiatorio de su vida moral.<br />

Yo comprendí a la edad de catorce años el valor de lo que ahora llamo imposición<br />

cultural. Tenía un compañero, muerto después, cuyo padre, italiano, se había casado<br />

con una martinicana. Ese hombre se había instalado en Fort-de-France desde hacía<br />

más de veinte años. Se le consideraba un antillano, pero, por debajo, se recordaba su<br />

origen. Pero, en Francia, el italiano, militarmente, no vale nada; un francés vale diez<br />

italianos; los italianos no son valientes... Mi compañero había nacido en Martinica y<br />

sólo se relacionaba con martinicanos. Un día en que Montgomery hizo temblar al<br />

ejército italiano en Bengazi, quise constatar sobre el mapa el avance aliado. Ante la<br />

considerable ganancia de terreno, grité con entusiasmo: «¡Q ué os creíais!...» Mi<br />

compañero, que no podía ignorar el origen de su padre, se molestó enormemente;<br />

por lo demás, yo también. Ambos habíamos sido víctimas de la imposición cultural.<br />

Yo estoy convencido que quien haya comprendido ese fenómeno y todas sus consecuencias<br />

sabrá exactamente en qué sentido buscar la solución. Escuchad al Rebelde:<br />

Sube [...] sube de las profundidades de la tierra [...] la marea <strong>negra</strong> sube... olas de au­<br />

llidos [...] ciénagas de olores animales [...] la tormenta espumeante de pies desnudos [...]<br />

y hormiguean siempre otros, bajando por los senderos de los cerros, trepando por los acan­<br />

tilados escarpados, torrentes obscenos y salvajes crecidas de ríos caóticos, de mares podri­<br />

dos, de océanos convulsos, en la risa de carbón del machete y del mal alcohol [...].<br />

¿Se ha entendido? Césaire ha descendido. Ha aceptado ver lo que ocurría en el<br />

fondo, y ahora puede subir. Está maduro para el alba. Pero no deja al negro abajo.<br />

Lo toma sobre sus hombros y lo alza hasta las nubes. Ya, en Cahier d ’un retour au<br />

pays natal nos había prevenido. Ha elegido el psiquismo ascensional, por retomar el<br />

término de Bachelard53.<br />

53 Gastón Bachelard, Hair et les songes, París, Librairie José Corti, 1943. [ed. cast.: El aire y los<br />

sueños, FCE, 2003],<br />

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