Piel negra, máscaras blancas - gesamtausgabe

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13.05.2013 Views

tro negros con su miembro al aire colmarían una catedral. Para salir tendrían que espe­ rar la vuelta a la normalidad; y con semejante entrelazamiento, no sería una trivialidad. Para estar cómodos y sin complicaciones les queda el aire libre. Pero una dura afren­ ta les acecha: la de la palmera, la del árbol del pan y de tantos otros orgullosos tempera­ mentos que no se desarbolarían por un imperio, erigidos como están para la eternidad, y a alturas, a pesar de todo difícilmente accesibles31. Cuando se lee este pasaje una docena de veces y se deja uno llevar, es decir, cuando se abandona al movimiento de las imágenes, ya no se percibe al negro, sino un miembro: el negro se ha eclipsado. Se ha hecho miembro. Es un pene. Se puede imaginar fácilmente lo que descripciones semejantes pueden provocarle a una joven lionesa. ¿Horror? ¿Deseo? En cualquier caso, no indiferencia. Pero, ¿cuál es la verdad? La longitud media del pene del negro de Africa, dice el Doctor Palés, sobrepasa raramente los 120 milímetros. Testut, en su Traité d’anatomie humane, indica las mismas cifras para los europeos. Pero estos son hechos que no convencen a nadie. El blanco está convencido de que el negro es una bestia; si no es la longitud del pene, es la potencia sexual lo que le impresiona. Necesita, frente a ese «diferente de él» defenderse, es decir, caracterizar al Otro. El Otro será el soporte de sus preocupaciones y de sus deseos32. La prostituta que citábamos antes nos informaba de que su búsqueda de negros databa del día en el que le contaron la siguiente historia: una mujer, una noche que se acostaba con un negro, perdió la razón; permaneció loca 31 M. Cournot, M artinique, París, Coll. Métamorphoses, Gallimard, 1948 pp. 13-14. 32 Algunos autores han intentado, aceptando así los prejuicios (en el sentido etimológico) mostrar por qué el blanco comprende mal la vida sexual del negro. Así podemos leer en De Pédrais este pasaje que, expresando sin embargo la verdad, no por ello deja menos de lado las causas profundas de «la opinión» blanca: «El niño negro no experimenta ni sorpresa ni vergüenza de las manifestaciones genésicas, porque se le entrega lo que ya suele saber. Es bastante evidente, sin recurrir a las sutilezas del psicoanálisis, que esta diferencia no puede dejar de tener sus efectos sobre la forma de pensar y por tanto de actuar. Al presentársele el acto sexual como la cosa más natural, incluso la más recomendable, en consideración del fin que persigue, la fecundación, el africano tendrá toda su vida esta noción presente en su mente, mientras que el europeo conservará toda su vida un complejo de culpabilidad, que ni la razón ni la experiencia conseguirán nunca hacer desaparecer del todo. De esta forma el africano está en disposición de considerar su vida sexual como nada más que una rama de su vida fisiológica, como el comer, el beber y el dormir [...]. Una concepción de este orden excluye, como se puede imaginar, los rodeos en los que se afanan las mentes europeas para conciliar las tendencias de una conciencia torturada, de una razón vacilante y de un instinto trabado. De ahí una diferencia fundamental no de naturaleza ni de constitución, sino de concepción, de ahí igualmente el hecho de que el instinto genésico, privado de la aureola de la que lo rodean los monumentos de nuestra literatura, no es para nada en la vida del africano el elemento dominante que constituye en nuestra vida, al contrario de lo que afirman demasiados observadores dispuestos a explicar lo que han visto p or e l único m edio d el análisis de sí m ism os [cursiva del autor]», D. P. De Pédrais, ha vie sexuelle en Afrique noire, cit., pp. 28-29. 150

durante dos años pero, una vez curada, se negó a acostarse con otro hombre. Ella no sabía lo que había vuelto loca a esa mujer. Pero, rabiosamente, intentaba reproducir la situación, hallar ese secreto que participaba de lo inefable. Hay que comprender que lo que ella quería era una ruptura, una disolución de su ser en el plano sexual. En cambio, cada experiencia que ella probaba con un negro consolidaba sus límites. Ese delirio orgásmico se le escapaba. No pudiendo vivirlo, ella se vengaba arrojándose a la especulación. A este propósito hay que mencionar un hecho: una blanca que se ha acostado con un negro acepta difícilmente un amante blanco. Al menos es una creencia que nos hemos encontrado a menudo en los hombres. «¿Quién sabe qué “les” dan?». En efecto, iquién sabe? Desde luego, no ellos. Sobre este tema no podemos dejar pasar en silencio esta observación de Etiemble: Los celos raciales incitan a crímenes racistas: para muchos hombres blancos el negro es justamente esa verga maravillosa con la que sus mujeres, una vez traspasadas, queda­ rán transfiguradas. Mis servicios de estadística nunca me han proporcionado documen­ tos en este sentido. Sin embargo, he conocido negros. Blancas que han conocido a ne­ gros. Y negras que han conocido blancos. He recibido suficientes confidencias como para lamentar que el señor Cournot dé nuevo vigor con su talento a una fábula en la que el blanco sabrá siempre encontrar un argumento especioso: inconfesable, dudoso, dos veces eficaz, pues33. Una tarea colosal hacer el inventario de lo real. Amontonamos hechos, los comentamos, pero en cada línea escrita en cada proposición enunciada tenemos una impresión de algo inacabado. Denunciando a Jean-Paul Sartre, Gabriel d’Arbou- sier escribía: Esta antología que mete en el mismo saco a antillanos, guyaneses, senegaleses y malga­ ches crea una lamentable confusión. Plantea de esta forma el problema cultural de los paí­ ses de ultramar desgajándolo de la realidad histórica y social de cada país, de las caracte­ rísticas nacionales y de las condiciones diferentes impuestas a cada uno de ellos por la explotación y la opresión imperialista. Así cuando Sartre escribe: «El negro, por la senci­ lla profundización en su memoria de antiguo esclavo, afirma que el dolor es la carga de los hombres y que ésta no es merecida», ¿se da cuenta de lo que esto puede querer decir para un hova, un moro, un targui, un fula o un bantú del Congo o de Costa de Marfil?34. 33 R. Etiemble, «Sur le M artinique de M. Michel Cournot», cit. 34 Gabriel d’Arbousier, «Une dangereuse mystification: la théorie de la negritude», La N ouvelle Critique, junio de 1949. 151

durante dos años pero, una vez curada, se negó a acostarse con otro hombre. Ella<br />

no sabía lo que había vuelto loca a esa mujer. Pero, rabiosamente, intentaba reproducir<br />

la situación, hallar ese secreto que participaba de lo inefable. Hay que comprender<br />

que lo que ella quería era una ruptura, una disolución de su ser en el plano<br />

sexual. En cambio, cada experiencia que ella probaba con un negro consolidaba sus<br />

límites. Ese delirio orgásmico se le escapaba. No pudiendo vivirlo, ella se vengaba<br />

arrojándose a la especulación.<br />

A este propósito hay que mencionar un hecho: una blanca que se ha acostado<br />

con un negro acepta difícilmente un amante blanco. Al menos es una creencia que<br />

nos hemos encontrado a menudo en los hombres. «¿Quién sabe qué “les” dan?».<br />

En efecto, iquién sabe? Desde luego, no ellos. Sobre este tema no podemos dejar<br />

pasar en silencio esta observación de Etiemble:<br />

Los celos raciales incitan a crímenes racistas: para muchos hombres blancos el negro<br />

es justamente esa verga maravillosa con la que sus mujeres, una vez traspasadas, queda­<br />

rán transfiguradas. Mis servicios de estadística nunca me han proporcionado documen­<br />

tos en este sentido. Sin embargo, he conocido negros. Blancas que han conocido a ne­<br />

gros. Y <strong>negra</strong>s que han conocido blancos. He recibido suficientes confidencias como<br />

para lamentar que el señor Cournot dé nuevo vigor con su talento a una fábula en la que<br />

el blanco sabrá siempre encontrar un argumento especioso: inconfesable, dudoso, dos<br />

veces eficaz, pues33.<br />

Una tarea colosal hacer el inventario de lo real. Amontonamos hechos, los comentamos,<br />

pero en cada línea escrita en cada proposición enunciada tenemos una<br />

impresión de algo inacabado. Denunciando a Jean-Paul Sartre, Gabriel d’Arbou-<br />

sier escribía:<br />

Esta antología que mete en el mismo saco a antillanos, guyaneses, senegaleses y malga­<br />

ches crea una lamentable confusión. Plantea de esta forma el problema cultural de los paí­<br />

ses de ultramar desgajándolo de la realidad histórica y social de cada país, de las caracte­<br />

rísticas nacionales y de las condiciones diferentes impuestas a cada uno de ellos por la<br />

explotación y la opresión imperialista. Así cuando Sartre escribe: «El negro, por la senci­<br />

lla profundización en su memoria de antiguo esclavo, afirma que el dolor es la carga de los<br />

hombres y que ésta no es merecida», ¿se da cuenta de lo que esto puede querer decir para<br />

un hova, un moro, un targui, un fula o un bantú del Congo o de Costa de Marfil?34.<br />

33 R. Etiemble, «Sur le M artinique de M. Michel Cournot», cit.<br />

34 Gabriel d’Arbousier, «Une dangereuse mystification: la théorie de la negritude», La N ouvelle<br />

Critique, junio de 1949.<br />

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