Piel negra, máscaras blancas - gesamtausgabe

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han estudiado, nos sería relativamente sencillo mostrar que en las Antillas francesas, el 97 por 100 de las familias son incapaces de dar a luz una neurosis edípica. Incapacidad de la que nos felicitamos en grado sumo14. Independientemente de algunos fracasos que han aparecido en ambientes cerrados, podemos decir que toda neurosis, todo comportamiento anormal, todo eretismo afectivo en un antillano es resultado de la situación cultural. Dicho de otra manera, hay un conjunto de datos, una serie de proposiciones que, lenta y solapadamente, con la ayuda de escritos, periódicos, educación, libros de texto, carteles, cine, radio, penetran en un individuo y constituyen en él la visión del mundo de la colectividad a la que pertenece15. En las Antillas, esta visión del mundo es blanca porque no existe ninguna expresión negra. El folklore de la Martinica es pobre y, en Fort-de-France, numerosos son los jóvenes que ignoran las historias de «Compé Lapin», réplicas del Oncle Rémus de Louisiana. Un europeo, por ejemplo, al corriente de las manifestaciones poéticas negras actuales, se sorprendería al saber que hasta 1940 ningún antillano era capaz de pensarse negro. Fue únicamente con la aparición de Aimé Césaire cuando se pudo ver nacer una reivindicación, una asunción de la negritud. La prueba más concreta, por otra parte, es esta impresión que reciben las jóvenes generaciones de estudiantes que desembarcan en París: necesitan unas semanas para entender que el contacto con Europa les obliga a plantearse un cierto número de problemas que hasta entonces no habían aflorado. Y sin embargo esos problemas no dejan de ser visibles16. 14 Los psicoanalistas dudarán si compartir nuestra opinión sobre este punto. El doctor Lacan, por ejemplo, habla de la «fecundidad» del complejo de Edipo. Pero si el niño debe matar a su padre es también necesario que este último acepte morir. Pensamos en Hegel diciendo: «La cuna del niño es la tumba de los padres»; en Nicolás Calas (F oyer d ’incendie, París, Denoél, 1938) o en Jean Lacroix (Forcé et Faiblesses d e la fa m ille, París, Seuil, 1949). El hecho de que haya un hundimiento de los valores morales en Francia después de la guerra resulta quizá de la derrota de esa persona moral que representa la nación. Ya se sabe lo que pueden determinar esos traumatismos a escala familiar. 15 Aconsejamos, a los que no estén convencidos, el experimento siguiente: asistir a la proyección de una película de Tarzán en las Antillas y en Europa. En las Antillas, el joven negro se identifica d e fa d o con Tarzán contra los negros. En un cine europeo, la cosa es mucho más difícil, porque el público, que es blanco, lo emparenta automáticamente con los salvajes de la pantalla. Esta experiencia es decisiva. El negro nota que no se es negro impunemente. Un documental sobre África, proyectado en una ciudad francesa y en Fort-de-France provoca reacciones análogas. Más aún: afirmamos que los bosquimanos y los zulús desatan más bien la hilaridad de los jóvenes antillanos. Sería interesante probar que en este caso esta exageración reactiva deja adivinar la sospecha del reconocimiento. En Francia, el negro que ve este documental está literalmente petrificado, aquí no tiene posibilidad de huida: es a la vez antillano, bosquimano y zulú. 16 Más especialmente, ellos se dan cuenta de que la línea de autovalorización que era la suya debe invertirse. Hemos visto, en efecto, que el antillano que llega a Francia concibe ese viaje como la última 140

Cada vez que hemos discutido con nuestros profesores o conversado con los enfermos europeos, nos hemos dado cuenta de las diferencias que podían existir entre los dos mundos. Ultimamente hablábamos con un médico que siempre ha ejercido en Fort-de-France. Le hicimos partícipe de nuestras conclusiones; él llegó más lejos diciéndonos que esto era cierto, no solamente en psicopatología sino también en medicina general. Así, añadía, nunca encontrarás una fiebre tifoidea pura, como la que se estudia en los tratados de medicina; hay siempre, agazapado debajo, un paludismo más o menos manifiesto. Sería interesante plantearse, por ejemplo, una descripción de la esquizofrenia vivida por una conciencia negra, si es que ese tipo de problemas se puede encontrar allí. ¿Cuál es nuestro propósito? Simplemente éste: cuando los negros abordan el mundo blanco hay una cierta acción sensibilizante. Si la estructura psíquica se revela frágil asistimos a un hundimiento del Yo. El negro deja de comportarse como un individuo accional. El fin de su acción será un Otro (bajo la forma del blanco), porque sólo Otro puede valorizarlo. Esto sobre el plano ético: valorización de sí. Pero hay otra cosa. Hemos dicho que el negro era fobógeno. ¿Qué es la fobia? Respondemos a esa pregunta basándonos en la última obra de Hesnard: «La fobia es una neurosis caracterizada por el temor ansioso de un objeto (en el sentido más amplio de toda cosa exterior al individuo) y, por extensión, de una situación»17. Naturalmente, ese objeto debe asumir determinados aspectos. Tiene, nos dice Hesnard, que despertar el temor y el asco. Pero ahí nos topamos con una dificultad. Aplicando a la comprensión de la fobia el método genético, Charles Odier escribe: «Toda angustia procede de una cierta inseguridad subjetiva ligada a la ausencia de la madre»18. Eso ocurre, dice el autor, en los alrededores del segundo año. Investigando la estructura psíquica del fóbico llega a esta conclusión: «Antes de abordar directamente las creencias de los adultos, es importante analizar en todos sus elementos la estructura infantil de la que emanan y que implican»19. La elección del objeto fobógeno está, pues, sobredeterminada. Ese objeto no sale de la noche de la Nada, en una circunstancia determinada ha provocado un afecto en el sujeto. La fobia es la presencia latente de ese afecto sobre el fondo del mundo del sujeto; hay organización, formalización. Porque, naturalmente, el objeto no necesita estar allí, basta que sea: es un posible. Ese objeto está dotado de intenciones malvadas y de todos los atributos de una fuerza maléfica20. En el fóbico existe una prioridad del etapa de su personalidad. Literalmente, podemos decir sin temor a equivocarnos que el antillano que va a Francia con el fin de convencerse de su blancura, encuentra allí su verdadero rostro. 17 A. Hesnard, U univers m orbide de lafaute, cit., p. 37. 18 Charles Odier, L’angoisse et la p en see magique, París, Delachaux et Niestlé, 1948, p. 38. 19 Ibid., p. 65. 20 Ibid., p. 58 y 78. 141

han estudiado, nos sería relativamente sencillo mostrar que en las Antillas francesas,<br />

el 97 por 100 de las familias son incapaces de dar a luz una neurosis edípica. Incapacidad<br />

de la que nos felicitamos en grado sumo14.<br />

Independientemente de algunos fracasos que han aparecido en ambientes cerrados,<br />

podemos decir que toda neurosis, todo comportamiento anormal, todo eretismo<br />

afectivo en un antillano es resultado de la situación cultural. Dicho de otra manera,<br />

hay un conjunto de datos, una serie de proposiciones que, lenta y<br />

solapadamente, con la ayuda de escritos, periódicos, educación, libros de texto, carteles,<br />

cine, radio, penetran en un individuo y constituyen en él la visión del mundo<br />

de la colectividad a la que pertenece15. En las Antillas, esta visión del mundo es<br />

blanca porque no existe ninguna expresión <strong>negra</strong>. El folklore de la Martinica es pobre<br />

y, en Fort-de-France, numerosos son los jóvenes que ignoran las historias de<br />

«Compé Lapin», réplicas del Oncle Rémus de Louisiana. Un europeo, por ejemplo,<br />

al corriente de las manifestaciones poéticas <strong>negra</strong>s actuales, se sorprendería al saber<br />

que hasta 1940 ningún antillano era capaz de pensarse negro. Fue únicamente con la<br />

aparición de Aimé Césaire cuando se pudo ver nacer una reivindicación, una asunción<br />

de la negritud. La prueba más concreta, por otra parte, es esta impresión que<br />

reciben las jóvenes generaciones de estudiantes que desembarcan en París: necesitan<br />

unas semanas para entender que el contacto con Europa les obliga a plantearse<br />

un cierto número de problemas que hasta entonces no habían aflorado. Y sin embargo<br />

esos problemas no dejan de ser visibles16.<br />

14 Los psicoanalistas dudarán si compartir nuestra opinión sobre este punto. El doctor Lacan, por<br />

ejemplo, habla de la «fecundidad» del complejo de Edipo. Pero si el niño debe matar a su padre es<br />

también necesario que este último acepte morir. Pensamos en Hegel diciendo: «La cuna del niño es la<br />

tumba de los padres»; en Nicolás Calas (F oyer d ’incendie, París, Denoél, 1938) o en Jean Lacroix (Forcé<br />

et Faiblesses d e la fa m ille, París, Seuil, 1949).<br />

El hecho de que haya un hundimiento de los valores morales en Francia después de la guerra resulta<br />

quizá de la derrota de esa persona moral que representa la nación. Ya se sabe lo que pueden determinar<br />

esos traumatismos a escala familiar.<br />

15 Aconsejamos, a los que no estén convencidos, el experimento siguiente: asistir a la proyección de<br />

una película de Tarzán en las Antillas y en Europa. En las Antillas, el joven negro se identifica d e fa d o<br />

con Tarzán contra los negros. En un cine europeo, la cosa es mucho más difícil, porque el público, que<br />

es blanco, lo emparenta automáticamente con los salvajes de la pantalla. Esta experiencia es decisiva. El<br />

negro nota que no se es negro impunemente. Un documental sobre África, proyectado en una ciudad<br />

francesa y en Fort-de-France provoca reacciones análogas. Más aún: afirmamos que los bosquimanos y<br />

los zulús desatan más bien la hilaridad de los jóvenes antillanos. Sería interesante probar que en este<br />

caso esta exageración reactiva deja adivinar la sospecha del reconocimiento. En Francia, el negro que ve<br />

este documental está literalmente petrificado, aquí no tiene posibilidad de huida: es a la vez antillano,<br />

bosquimano y zulú.<br />

16 Más especialmente, ellos se dan cuenta de que la línea de autovalorización que era la suya debe<br />

invertirse. Hemos visto, en efecto, que el antillano que llega a Francia concibe ese viaje como la última<br />

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