Piel negra, máscaras blancas - gesamtausgabe
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—Martinicano, oriundo de «nuestras» viejas colonias. ¿Dónde esconderme? —¡Mira el negrol... ¡Mamá, un negrol... —¡Chitón! Se va a enfadar... No le haga caso, señor, no sabe que usted es tan civilizado como nosotros... Mi cuerpo se me devolvía plano, desconyuntado, hecho polvo, todo enlutado en ese día blanco de invierno. El negro es una bestia, el negro es malo, el negro tiene malas intenciones, el negro es feo, mira, un negro, hace frío, el negro tiembla, el negro tiembla porque hace frío, el niño tiembla porque tiene miedo del negro, el negro tiembla de frío, ese frío que os retuerce los huesos, el guapo niño tiembla porque cree que el negro tiembla de rabia, el niñito blanco se arroja a los brazos de su madre, mamá, el negro me va a comer. Por todas partes el blanco, desde lo alto el cielo se arranca el ombligo, la tierra cruje bajo mis pies y un canto blanco, blanco. Toda esta blancura que me calcina... Me siento al lado del fuego y descubro mi librea. No la había visto. Es efectivamente fea. Me paro porque, ¿quién me dirá qué es la belleza? ¿Dónde meterme ahora? Yo notaba que de las innumerables dispersiones de mi ser subía un flujo fácilmente reconocible. Iba a encolerizarme. Hacía tiempo que el fuego se había apagado y de nuevo el negro temblaba. —Mira, qué negro tan hermoso... — ¡El hermoso negro le manda a la mierda, señora! La vergüenza le adorna el rostro. Finalmente me había liberado de mis cavilaciones. De un solo golpe conseguía dos cosas: identificar a mis enemigos y montar un escándalo. Colmado. Ya podía ir a divertirme. El campo de batalla delimitado, yo entraba en liza. ¿Cómo? Cuando olvidaba, perdonaba y no deseaba sino amar, me devolvían como una bofetada en plena cara, mi mensaje. El mundo blanco, el único honrado, me negaba toda participación. De un hombre se exigía una conducta de hombre. De mí, una conducta de hombre negro, o, al menos, una conducta de negro. Yo suspiraba por el mundo y el mundo me amputaba mi entusiasmo. Se me pedía que me confinara, que me encogiera. ¡Ya verían! Y, sin embargo, estaban avisados. ¿La esclavitud? Ya no se hablaba de ello, un mal recuerdo. ¿Mi supuesta inferioridad? Una chanza de la que mejor reírse. Yo olvidaba todo, pero con la condición de que el mundo no me 114
desnudara más su flanco. Tenía que probar mis incisivos. Los notaba robustos. Y entonces... ¿Cómo? Ahora que yo tenía todo el derecho de odiar, de detestar, ¿me rechazaban? Ahora que debería haber sido suplicado, requerido, ¿se me negaba todo reconocimiento? Yo decidí, como me era imposible partir de un complejo innato, afirmarme en tanto que NEGRO. Como el otro dudaba en reconocerme, no me quedaba más que una solución. Darme a conocer. Jean-Paul Sartre, en Reflexiones sobre la cuestión judía escribe: «Ellos (los judíos) se han dejado envenenar por una determinada representación que los otros tienen de ellos y viven en el temor de que sus actos no se conformen a ella, así podríamos decir que sus condiciones están perpetuamente sobredeterminadas desde el interior»2. En todo caso, el judío puede ser ignorado en su judeidad. No es íntegramente lo que es. Se le espera, se le aguarda. Sus actos, su comportamiento deciden en última instancia. Es un blanco y, fuera de algunos rasgos bastante discutibles, sucede que pasa inadvertido. Pertenece a la raza de los que nunca han conocido la antropofagia. ¡Qué idea también esa de devorar a su padre! Está bien, basta con no ser negro. Por supuesto, los judíos son molestados, ¡qué digo!, son perseguidos, exterminados, horneados, pero esas son historietas de familia. El judío deja de ser amado a partir del momento en el que se le reconoce. Pero conmigo todo adopta un nuevo rostro. Estoy sobredeterminado desde el exterior. No se me da ninguna oportunidad. No soy el esclavo de «la idea» que los otros tienen de mí, sino de mi apariencia. Llego lentamente al mundo, acostumbrado a no pretender alzarme. Me aproximo reptando. Ya las miradas blancas, las únicas verdaderas, me disecan. Estoy fijado. Una vez acomodado su micrótomo realizan objetivamente los cortes de mi realidad. Soy traicionado. Siento, veo en esas miradas blancas que no ha entrado un nuevo hombre, sino un nuevo tipo de hombre, un nuevo género. Vamos... ¡Un negrol Me deslizo por las esquinas, topándome, gracias a mis largas antenas, con los axiomas esparcidos por la superficie de las cosas -la ropa interior de negro huele a negro; los dientes del negro son blancos; los pies del negro son grandes; el ancho pecho del negro-, me deslizo por las esquinas, me quedo callado, aspiro al anonimato, al olvido. Escuchen, lo acepto todo, ¡pero que nadie se percate de que existo! —Eh, ven que te presente a mi compañero negro... Aimé Césaire, hombre negro, titular en la universidad... Marian Anderson, la mejor cantante negra... El doctor Cobb, inventor de sangre blanca, es un negro... Eh, saluda a mi amigo martinicano (ten cuidado, es muy susceptible)... 2 J.-P. Sartre, Réflexions sur la question juive, cit., p. 123. 115
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desnudara más su flanco. Tenía que probar mis incisivos. Los notaba robustos. Y<br />
entonces...<br />
¿Cómo? Ahora que yo tenía todo el derecho de odiar, de detestar, ¿me rechazaban?<br />
Ahora que debería haber sido suplicado, requerido, ¿se me negaba todo reconocimiento?<br />
Yo decidí, como me era imposible partir de un complejo innato, afirmarme en<br />
tanto que NEGRO. Como el otro dudaba en reconocerme, no me quedaba más que<br />
una solución. Darme a conocer.<br />
Jean-Paul Sartre, en Reflexiones sobre la cuestión judía escribe: «Ellos (los judíos)<br />
se han dejado envenenar por una determinada representación que los otros tienen de<br />
ellos y viven en el temor de que sus actos no se conformen a ella, así podríamos decir<br />
que sus condiciones están perpetuamente sobredeterminadas desde el interior»2.<br />
En todo caso, el judío puede ser ignorado en su judeidad. No es íntegramente lo<br />
que es. Se le espera, se le aguarda. Sus actos, su comportamiento deciden en última<br />
instancia. Es un blanco y, fuera de algunos rasgos bastante discutibles, sucede que<br />
pasa inadvertido. Pertenece a la raza de los que nunca han conocido la antropofagia.<br />
¡Qué idea también esa de devorar a su padre! Está bien, basta con no ser negro.<br />
Por supuesto, los judíos son molestados, ¡qué digo!, son perseguidos, exterminados,<br />
horneados, pero esas son historietas de familia. El judío deja de ser amado a<br />
partir del momento en el que se le reconoce. Pero conmigo todo adopta un nuevo<br />
rostro. Estoy sobredeterminado desde el exterior. No se me da ninguna oportunidad.<br />
No soy el esclavo de «la idea» que los otros tienen de mí, sino de mi apariencia.<br />
Llego lentamente al mundo, acostumbrado a no pretender alzarme. Me aproximo<br />
reptando. Ya las miradas <strong>blancas</strong>, las únicas verdaderas, me disecan. Estoy fijado.<br />
Una vez acomodado su micrótomo realizan objetivamente los cortes de mi realidad.<br />
Soy traicionado. Siento, veo en esas miradas <strong>blancas</strong> que no ha entrado un nuevo<br />
hombre, sino un nuevo tipo de hombre, un nuevo género. Vamos... ¡Un negrol<br />
Me deslizo por las esquinas, topándome, gracias a mis largas antenas, con los<br />
axiomas esparcidos por la superficie de las cosas -la ropa interior de negro huele a<br />
negro; los dientes del negro son blancos; los pies del negro son grandes; el ancho pecho<br />
del negro-, me deslizo por las esquinas, me quedo callado, aspiro al anonimato,<br />
al olvido. Escuchen, lo acepto todo, ¡pero que nadie se percate de que existo!<br />
—Eh, ven que te presente a mi compañero negro... Aimé Césaire, hombre negro,<br />
titular en la universidad... Marian Anderson, la mejor cantante <strong>negra</strong>... El doctor<br />
Cobb, inventor de sangre blanca, es un negro... Eh, saluda a mi amigo martinicano<br />
(ten cuidado, es muy susceptible)...<br />
2 J.-P. Sartre, Réflexions sur la question juive, cit., p. 123.<br />
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